The Project Gutenberg EBook of La vuelta al mundo de un novelista; vol. 2/3, by Vincente Blasco Ibáñez This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this ebook. Title: La vuelta al mundo de un novelista; vol. 2/3 Author: Vincente Blasco Ibáñez Release Date: November 20, 2020 [EBook #63816] Language: Spanish Character set encoding: UTF-8 Produced by: Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images available at The Internet Archive) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA VUELTA AL MUNDO DE UN NOVELISTA; VOL. 2/3 ***
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LA VUELTA AL MUNDO,
DE UN NOVELISTA
Vicente BLASCO IBAÑEZ
TOMO II
CHINA.—MACAO.—HONG-KONG.—FILIPINAS.
JAVA.—SINGAPORE.—BIRMANIA.—CALCUTA
PROMETEO
Germanías, 33.—VALENCIA
(Published in Spain)
1924
Es propiedad.—Reservados todos
los derechos de reproducción, traducción
y adaptación.
Copyright 1924, by V. Blasco Ibáñez.
Caballitos manchures y perros siberianos.—Un desierto de nieve por cuya posesión se mataron 154.000 rusos y japoneses.—La dinastía de «Los Muy Puros» y sus mausoleos.—El frío, maestro de humildad.—Las escalinatas chinas y «el sendero imperial».—La chiquillería pedigüeña de las estaciones.—Un gendarme que pega.—Indignación patriótica.—La incoherencia de los demonios blancos.
Espero las primeras luces del alba paseando por los salones del Hotel Yamata, en la estación de Mukden.
Miro por las grandes puertas de cristales que dan á los andenes y veo correr grupos de chinos cargados con fardos envueltos en telas de colores ó llevando maletas de forma europea. Han descendido de un tren procedente del interior de la China y van al asalto de otro más corto que debe conducirles á Dairén, á Port Arthur y demás poblaciones del inmediato golfo de Liao Tung. Luego contemplo por las vidrieras de la parte opuesta el aspecto de Mukden, ciudad misteriosa para mí, envuelta [Pg 6]en la noche y la nieve.
La curiosidad me hace salir á la ancha plaza de la estación, pero el frío es tan intenso que retrocedo á los pocos minutos. En esta plaza hay muchos carruajes de caballos, en espera sin duda de algún tren matinal; pero los cocheros, á pesar de sus gorros tártaros y sus gabanes de piel de zorro, se han refugiado en los cafetines de las inmediaciones. Los famosos caballitos manchures, nerviosos, agresivos, de largo pelaje, entretienen su abandono coceando silenciosamente la nieve del suelo, haciendo exhalar á los vehículos con sus estremecimientos un ruido de ferretería vieja, expeliendo dos chorros de vapor por sus narices propensas al relincho. Estos caballos de corta alzada se muerden entre ellos, y cuando se entregan á la excitación de la carrera galopan como desbocados. Por entre sus patas se deslizan perros siberianos de hirsutas lanas. De tarde en tarde aparece un cochero. Como va forrado en pieles y las orejeras de su gorro las lleva sueltas y erguidas, tiene el aspecto de una bestia de la noche que momentáneamente marcha en posición vertical.
Vuelvo á sentir la misma extrañeza que en Corea viendo esta aglomeración de caballos. Los ojos parecen haberse acostumbrado á la escasez de animales que se nota en el Japón, donde todo lo hace el brazo humano, sin pedir auxilio á las especies domesticadas que ayudan al hombre en su trabajo.
Van surgiendo de la nocturna lobreguez las techumbres nevadas de los edificios. La ciudad de Mukden, á la que los naturales llaman Fengtien, empieza á dibujarse en la lívida penumbra con un aspecto contradictorio é híbrido. Cerca de la estación hay edificios modernos de muchos pisos, que imitan la arquitectura norteamericana con todas sus audacias. Más allá, las calles son iguales á las japonesas y coreanas, tienen una amplitud de[Pg 7] cuarenta ó cincuenta metros y edificios de un solo piso hechos de madera.
Llegan varios automóviles y sus conductores se ofrecen para llevarnos á los mausoleos imperiales de la dinastía manchura, lo más interesante que existe en las inmediaciones de Mukden. Salimos con los primeros resplandores del alba, por unas calles anchas y completamente dormidas bajo sus sábanas de nieve. Luego, en pleno campo, el frío, el silencio y la luz cenicienta del amanecer invernal dan una tristeza abrumadora al dilatado paisaje.
Pensamos que más de un millón de hombres se batieron aquí, en la famosa batalla de Mukden, que duró dos meses, por la posesión de un suelo monótono é inclemente como un paisaje ártico. Luego recordamos que esta tierra goza, como tantas otras, una primavera y un verano. Los exploradores del río Amur, que corre por la Manchuria septentrional, cuentan cómo en los bosques de sus orillas chorrea la miel formando arroyuelos: tantas son sus flores y sus abejas. En su parte meridional, que es donde estamos, se obtienen grandes cosechas de toda clase de cereales. Pero nosotros sólo vemos ahora una planicie de nieve, y surgiendo de ella, como grupos de escobas plantadas por el mango, algunos bosquecillos de árboles negros y escuetos.
El automóvil, al marchar por esta llanura uniforme, donde su conductor tiene que adivinar con ojos de piloto la existencia del camino oculto, cae en hoyos ignorados ó se ladea de un modo alarmante al borde de taludes invisibles. Algunas veces saltamos sobre inexplicables oleajes del suelo. Es que nos hemos metido en un cementerio chino y vamos pasando sobre las cúpulas de tierra de los sepulcros, que apenas si se revelan con ligerísimas curvas en el igualamiento realizado por la nieve.[Pg 8]
La lucha de nacionalidades agita sordamente al país manchur y se deja adivinar en las casas de madera que se agrupan como avanzadas de la ciudad sobre este mar sólido y blanco, de horizontes infinitos. En unas ondea la bandera japonesa, en otras el pabellón quinticolor de la República china. Los verdaderos dueños del país, chinos y manchures, duermen con la bandera izada sobre sus techos, para que dé testimonio hasta en las horas nocturnas de la nacionalidad del suelo. Los japoneses son cada vez más numerosos en Mukden y van acaparando el comercio. Su gobierno posee ya legítimamente la tierra coreana que existe al otro lado del río Yalu. Además, sostiene una guarnición en Mukden y otras ciudades manchuras que son de la China, con pretexto de guardar el ferrocarril. Desea convertir en propiedad definitiva lo que es hasta ahora ocupación temporal. La propaganda japonesa habla frecuentemente de los 87.000 rusos y los 67.000 japoneses que murieron batallando alrededor de Mukden. Ve en tan enorme montón de cadáveres un título de propiedad para anexionarse definitivamente este centro ferroviario á veinticuatro horas de Pekín.
Una música alegre y ruidosa anima de pronto el silencioso desierto blanco. Nos cruzamos con una boda china. El cortejo va en busca de la novia, que debe haber abandonado la cama á media noche para hermosearse. Al frente marcha un grupo de músicos sonando gaitas y tamboriles. Van vestidos de rojo con galones de oro y en la cabeza llevan unos sombreros-paraguas barnizados de amarillo. Seguido de una escolta de invitados y parientes pasa el pintarrajeado palanquín nupcial, con manojos de plumas en sus ángulos y una gran flor dorada en su vértice.
Otra vez los campos de nieve, los árboles negruzcos,[Pg 9] y grandes revuelos de cuervos alzándose en espiral para caer sobre algún cadáver invisible. Después de varias millas de avance fatigoso llegamos á las tumbas de los emperadores manchures.
Los que están en ellas fundaron la última dinastía china, ó sea la destronada. Hasta hace tres siglos los manchures fueron un pueblo nómada, de civilización rudimentaria, pero muy numeroso. La palabra china Mand-chou significa «país muy poblado». Estos jinetes, hábiles arqueros, se batían indistintamente á pie ó á caballo.
El Imperio chino, que parece en la Historia viejo como el mundo, sucediéndose dentro de él las dinastías casi lo mismo que en el antiguo Egipto, estuvo en peligro de perecer destrozado á mediados del siglo XVII. El último de los Ming, viéndose desobedecido por muchas de sus provincias, necesitó auxiliares para combatir á los rebeldes y acudieron en su defensa los tártaros de la Manchuria, acaudillados por su rey Chunti-Ti. Éste, después de restablecer el orden, destronó al emperador que le había llamado, se hizo dueño de Pekín y acabó por apoderarse de toda la China, fundando la dinastía 22, llamada de los Tai Thing (Los Muy Puros), que ha durado hasta nuestros días. En realidad, los últimos emperadores nada tenían de chinos por su origen ni por su aspecto físico. Eran tártaros-manchures. Por eso los republicanos chinos pudieron dar á su revolución un carácter nacional, combatiendo á los monarcas intrusos en nombre de la antigua China.
Un bosque de árboles escuetos y ennegrecidos por el invierno rodea el parque donde están las tumbas monumentales de los primeros soberanos de la dinastía Tai Thing. Al echar pie á tierra nos hundimos en la nieve. Un obstáculo inesperado nos inmoviliza luego ante el[Pg 10] arco que da acceso al parque. El encargado del monumento no ha venido aún de la ciudad, y los dos guardias que lo vigilan son unos soldados manchures, grandes, de perfil caballuno, sobrios en palabras y obedientes á la consigna. Uno de nuestros guías tiene que ir en busca de dicho empleado, no sé dónde, y quedamos frente á la entrada del monumento, rodeados de la mañana lívida, con nieve hasta media pierna y recibiendo en el rostro un viento cortante.
A un lado hay una casucha de aspecto miserable, el cuerpo de guardia de los cuatro soldados que custodian este monumento histórico. Instintivamente voy hacia dicho refugio, atraído por las caras amarillas de los dos hombres libres de servicio que nos miran por un ventano. Me asomo á este antro con amable sonrisa. Veo una tarima á medio metro del suelo y sobre ella mantas y algunas prendas haraposas de estos guerreros, que no se distinguen ciertamente por la flamancia de sus uniformes.
Hay en el ambiente la densidad hedionda de los locales cerrados donde han dormido toda una noche hombres de excesiva salud. Varios ladrillos forman un pequeño fogón, y dentro de él hay lumbre, con más ceniza que brasas.
¡Ah, el frío! ¡Cómo aterciopela los caracteres más ásperos! ¡Qué gran maestro de humildad! Su influencia es tan poderosa como la del hambre. Me siento agradecido junto á este fogón, poniendo los pies sobre las moribundas brasas, hasta que noto cómo las suelas de mis zapatos empiezan á quemarse.
De todos modos debo abandonar mi asiento. Varias señoras han adivinado mi retiro y entran en el tabuco soldadesco, lanzando exclamaciones de sorpresa á la vista del mísero hogar. Algunas de ellas son millonarias[Pg 11] de los Estados Unidos, y además hermosas y de gustos refinados; pero hay que ver sus amabilidades y sonrisas con los guerreros manchures para justificar tal invasión. Ponen sus piececitos elegantemente calzados sobre la lumbre mediocre, y hablan á estos jayanes amarillos, con gorra de piel rematada por dos orejas asnales, como si el mundo estuviese ya transformado bajo el rasero de una revolución igualitaria, como si la moneda hubiese perdido toda influencia, siendo los únicos potentados del planeta capaces de dispensar mercedes los poseedores del pan y del fuego.
Llega al fin el personaje deseado y podemos entrar en la avenida cubierta de nieve virgen que conduce á las tumbas imperiales. Los soberanos manchures construyeron aquí unos mausoleos semejantes á los que habían levantado cerca de Pekín los Ming, anteriores á ellos.
Todas las avenidas están bordeadas con imágenes gigantescas de granito que representan animales. Parejas de caballos, de camellos, de elefantes y leones, esculpidos en una piedra negruzca, se suceden, formando luengas perspectivas. Al final de estas procesiones de animales pétreos se alzan los templos funerarios.
Son edificios que en otro lugar parecerían sonrientes; se les cree en el primer momento palacios erigidos por la vanidad de un soberano para albergar escenas de placer. Su arquitectura tiene oros y lacas multicolores como materiales primarios. Tal vez en verano, cuando los campos de la Manchuria son tierras labradas, abundantes en polvo, parezcan dichos edificios menos alegres y vistosos; pero ahora la nieve ha barnizado la laca con una humedad de lluvia, y los panteones tienen la frescura brillante de algo recién construído. Además, los envuelve en sus fulgores un sol adolescente que acaba de romper los grises telones de la mañana.[Pg 12]
Por primera vez veo en las escalinatas de estos mausoleos el famoso «sendero imperial».
Todos los palacios chinos, aunque la madera es su principal materia constructiva, están asentados sobre plataformas de mármol, y las escalinatas amplias y extensas que conducen á ellas resultan siempre la parte más trabajada del monumento. Los escultores han cincelado en sus barandas, sin tener en cuenta el tiempo ni la minuciosidad de su trabajo, toda una fauna de reptiles fantásticos. Estas escalinatas imperiales se hallan partidas por un bloque de mármol, acostado en mitad de los peldaños, que las divide en dos. Tal bloque es lo que se llama «sendero imperial».
Cuando el emperador tenía que ascender por una de aquéllas, nunca empleaba los peldaños. Éstos eran para sus palaciegos, simples mortales, á los que era lícito mover las piernas como los demás hombres; el Hijo del Cielo sólo podía subir por una pendiente. Mientras los personajes de su séquito iban avanzando escalón por escalón—los mandarines letrados por los peldaños de la derecha, los mandarines militares por los de la izquierda—, el Hijo del Cielo ascendía lentamente por el bloque de mármol intermedio.
En algunos de los palacios de Pekín hay «senderos imperiales» hasta de 18 metros y de una sola pieza. La piedra ostenta cincelado el emblema del Imperio de Enmedio: dos dragones en posición invertida, teniendo cada uno de ellos la cabeza junto á la cola del otro. Las escamas de esta pareja de bestias heráldicas forman profundas rugosidades en el mármol; así el divino monarca podía afirmar sus pies, calzados simplemente con ligeras sandalias de pergamino.
Volvemos á Mukden para ver los barrios viejos, que aún conservan sus murallas y sus puertas-castillos, con[Pg 13] techumbres cornudas. Visitamos igualmente el palacio que construyeron los emperadores manchures, y hoy se halla convertido en museo. Pero aunque todo esto nos sorprende y nos interesa, por ser una primera visión de la vida china, se empalidece algunos días después cuando llegamos á Pekín, menospreciando su recuerdo como el de una copia borrosa comparada con la obra original.
Al recorrer las calles de Mukden nos fijamos en la enorme cantidad de anuncios industriales colocados en paredes y vallas por los almacenes de los Estados Unidos y de Europa establecidos aquí. Ostentan figuras de colores, vestidas á la moda occidental, pero los rostros de dichos monigotes, pretenciosamente elegantes, aunque guardan los rasgos principales de la raza blanca, tienen los ojos oblicuos, poco abiertos, y una sonrisa achinada, para que el público amarillo les reconozca una belleza verdadera.
Antes del mediodía salimos para Pekín. Atravesamos campos grises, cuyo suelo ligeramente rizado recuerda la arena fina de las playas con las huellas caprichosas del viento. De estos arenales obscuros surgen islotes de arboleda ennegrecida.
Vemos marchar, paralelas al tren, largas caravanas de carretas. Estos vehículos, de techo redondo, van tirados por caballitos manchures, fieros, peludos, de inagotable vigor. Su pequeñez contrasta con el tamaño del carruaje, dando á la caravana cierto aspecto cómico de juguete.
Los hombres, seguidos por numerosos perros, marchan al lado de sus caballos. Todos llevan gorro de pieles; pero como el día es de sol, han soltado las orejeras que defienden su rostro por ambos lados, y los dos apéndices, erguidos sobre la cabeza, acompañan su marcha[Pg 14] con un balanceo grotesco. Las huellas de sus pies se destacan en blanco sobre el camino gris. Lo que creíamos arena es simplemente nieve sucia.
Al quedar inmóvil nuestro coche en una estación, más allá del término del andén, se va agolpando una muchedumbre contra el alambrado de púas que defiende la vía. Por primera vez nos vemos enfrente del populacho de este país de inmensa procreación, donde la gente surge de todas partes con una abundancia rumorosa de colmena y la existencia humana parece valer menos que en otras tierras.
El pueblo bajo va en China invariablemente vestido de lienzo azul; pero á causa de ser muy crudos los inviernos en las provincias septentrionales, se procuran todos el abrigo necesario forrando interiormente pantalones y blusas con una capa de algodón en rama. Los soldados también van con ropas acolchadas, lo que les da un aspecto hinchado y cuadrangular. Como los trajes del populacho son andrajosos, se escapa por todas las roturas su relleno algodonado, y los mendigos, los jornaleros del campo, toda la chiquillería sucia y pedigüeña amontonada en las vallas de las estaciones, tienen aspecto de insectos aplastados, que sueltan por las grietas de su cascarón azul las reventaduras de unas entrañas mantecosas.
Vemos debajo de nuestras ventanillas, clavándose las púas del alambrado sin que parezcan sentirlo, más de cien muchachuelos de cara amarillenta salpicada de costras de suciedad. Parece dudoso que se hayan lavado alguna vez. Los más conservan la coleta que la República china ha suprimido en Pekín y otras poblaciones importantes. Revueltas con ellos hay varias muchachas, vestidas igualmente con pantalones y blusa azules, que dejan asomar sus rellenos blancos. Se las conoce por su[Pg 15] cara, más ancha de pómulos y menos sucia que la de los varones; por su peinado, que consiste simplemente en una cortinilla de pelos recortados caída sobre la frente y una trenza anudada sobre el cogote.
Se empujan todos levantando los brazos, con las manos muy abiertas. Chillan, rugen, algunos lloran. Los más pequeños caen al suelo zarandeados y pateados por sus camaradas, pero se levantan inmediatamente para unirse al pedigüeño concierto. Otras veces fingen dolores ó los exageran, para atraer la piedad.
Los empleados del tren recomiendan que no se dé dinero á las muchedumbres mendicantes de las estaciones. La República quiere suprimir esta vil costumbre de otros tiempos. Pero ¡cómo resistirse á unas vociferaciones de súplica que duran ya varios minutos! La infancia inspira siempre interés, y éste aumenta cuando los niños tienen el atractivo del exotismo. Toda esta avalancha de muchachos con faz arrugada y ojos de viejo, de niñas con peinado de mujer, carillenas y que imitan los gestos de las comadres, nos impulsa á la desobediencia, y empezamos á arrojar puñados de monedas por las ventanillas.
¡Nunca lo hubiéramos hecho!... Al ver el dinero, los grandes se unen á los pequeños. Grupos de mocetones que contemplaban impasibles el paso del tren se arrojan en medio de la chiquillería, disputando á puñetazos y bofetadas la conquista de las monedas.
En el extremo del andén hay un féretro chino, con forro de estera, que indudablemente contiene un cadáver. Siempre se encuentra algún muerto en las estaciones chinas. Todo hombre amarillo, al sentirse morir fuera de su casa, si tiene dinero ó parientes, pide que lo trasladen á su país natal. Si muere en el otro extremo del planeta, procura dejar antes lo necesario para que lo entie[Pg 16]rren en China. Aquí los muertos viajan tanto como los vivos. Unas mujeres que están junto á dicho féretro corren también para cazar en el aire algunas de las monedas, con agresivo manoteo.
Un personaje inesperado surge en mitad de esta ola de rostros amarillos y manos ganchudas que se retira del alambrado con el reflujo de sus empujones y avanza otra vez para chocar contra sus púas. Es un soldado vestido de azul, con polainas blancas y gorra á estilo japonés. Sostiene su fusil con una mano y lleva en la otra un látigo de cuero.
Desde el primer momento se da á conocer como un hombre extraordinario, verdaderamente extraordinario por su fealdad y por su energía dinámica. Tiene el rostro amarillo de cera, con numerosas arrugas á pesar de su juventud. Debajo de la gorra le cuelgan hasta los hombros unas melenas lacias, semejantes á los pelos de mono con que adornan algunas señoras sus abrigos. En cuanto á pegar, no he visto en mi vida manos más ágiles é incansables. No es un hombre: es toda una compañía que se lanza á través de la masa adversaria, partiéndola, sembrando el espanto y la dispersión, abriendo un desierto medroso en torno á su personalidad soberbia y triunfante.
Pega con las manos y casi al mismo tiempo con los pies, como si se mantuviese en el aire por obra de nuevas leyes de gravitación. Esparce culatazos, latigazos, patadas, y su deseo sería morder igualmente; pero nadie se pone al alcance de su dentadura de caballo.
Surge de las diversas ventanillas un coro de indignación. Todos nos equivocamos. Varias señoras norteamericanas protestan en inglés; yo vocifero en español, como si el terrible guerrero pudiera entendernos.[Pg 17]
Hemos visto soldados nipones en Mukden ocupando una tierra que no les pertenece, y como este guerrero azul de las melenas desmayadas y la gorra á lo japonés es extremadamente feo, no sentimos duda alguna sobre su nacionalidad. Todos enronquecemos, indignados por las brutalidades del invasor.
—¿Con qué derecho les pega usted, miserable? Váyase á su país. Estos pobres chinos están en su casa... ¡Verdugo!... ¡Salvaje!...
Pero un intérprete corre de ventanilla en ventanilla dando explicaciones. Nos equivocamos. Es un gendarme chino que desea librarnos á su modo, por los medios que él considera más seguros y prontos, del ruidoso asalto de estos mendigos.
Callamos, algo avergonzados de nuestro error, sintiendo una repentina simpatía por el militar de las greñas de mono. ¡Las deducciones incoherentes del patriotismo!... Al saber que es chino, ya nos parece más aceptable y natural que les pegue á sus compatriotas.
El pobre hombre que acudió creyendo realizar una buena acción permanece ahora inmóvil, intimidado por nuestros gritos, mirándonos con sus ojillos agudos. No comprende nuestras protestas por un acto tan corriente. En China, los representantes de la autoridad siempre llevaron un látigo en la mano.
Al saber que no es japonés y si pega lo hace dentro de su casa, algunos viajeros hasta le echan cigarrillos. Él saluda con sonrisa humilde, enciende uno y empieza á fumar, rodeado de toda la masa humana á la que zurró momentos antes, y que le contempla con cierta admiración.
Todos permanecen quietos. Algunos se rascan los chichones recientes ó se limpian con las manos la sangre de sus rostros.[Pg 18]
El gendarme no puede explicarse nuestra indignación anterior, ni las repentinas muestras de simpatía que recibe ahora. Fuma y nos mira asomados á nuestras ventanillas, como si fuésemos bestias raras dentro de una jaula ambulante.
Se adivina su pensamiento:
«¡Demonios blancos, locos y bárbaros!... Nunca sabe uno cómo darles gusto.»[Pg 19]
Los bandidos chinos y los trenes-fortalezas.—Una mala noche.—El Imperio del bambú soberano y de la paliza paternal.—5.000 años de historia conocida.—Recordando á Marco Polo.—Los cuatro grandes héroes de la Geografía.—«Micer Millones».—Cómo por obra de Marco Polo salieron Colón y los navegantes españoles hacia Pekín, para visitar al Gran Kan, y dieron con la ignorada América.—El despertar en Tien-Tsin.—Los chinos elegantes.—Agricultura sabia y campos de tumbas.—Una puerta de diez siglos con telegrafía sin hilos.
Al cerrar la noche, nuestro tren se transforma en una fortaleza.
Varios oficiales llevando largo abrigo de pieles y gorra con insignias de oro, á la que han añadido orejeras peludas, pasan de vagón en vagón dando órdenes, como si preparasen la resistencia á un asalto. En las dos plataformas de nuestro coche se sitúan centinelas con el fusil cargado y la bayoneta calada. En el pasillo quedan algunos más para relevar á sus compañeros durante la noche. A la cabeza y á la cola del tren van dos numerosos destacamentos en vagones blindados.
Nuestros defensores pertenecen al nuevo cuerpo que acaba de crear la República china con el título de «Guardia de Ferrocarriles». El país está infestado de bandoleros que asaltan los trenes. Muchos de estos bandidos son antiguos soldados. El chino, después de conocer la[Pg 20] vida militar, en la que come mejor que la mayoría de sus compatriotas á cambio de mantener un fusil en uno de sus hombros, ya no quiere desprenderse de dicha arma, pues ve en ella la herramienta del más fácil y agradable de los oficios. Si lo licencian ó lo expulsan de su regimiento, se agrega á la partida de facinerosos más inmediata.
Hace cuatro meses fué asaltado un tren entre Pekín y Shanghai, y los bandidos secuestraron á los que iban en él (europeos y norteamericanos), para exigir grandes rescates. El gobierno, después de este suceso, se preocupa de vigilar las líneas férreas. No quiere que se repitan las reclamaciones diplomáticas; teme que el Japón aproveche tales incidentes para insinuar una vez más la conveniencia de que China le ceda la custodia de sus ferrocarriles. Esto traería como primer resultado el establecimiento de tropas japonesas dentro del territorio chino: una invasión disimulada igual á la de Manchuria.
No es algo nuevo, que debe atribuirse á la anarquía política del país con motivo de su revolución, esta inseguridad de los caminos. Los bandoleros y los piratas abundaron siempre en China, llegando en otros siglos á quebrantar la autoridad de los emperadores, estableciendo un Estado nuevo y excepcional dentro del vasto Imperio. El vulgo aún muestra admiración por ciertos bandoleros famosos del mar y de los caminos, héroes de antiguos poemas y novelas.
Los soldados instalados en el pasillo de nuestro vagón hablan en voz alta, fuman y discuten con una inconsciencia que impide toda protesta. Están aquí para defendernos, y como ellos no deben dormir, encuentran natural que sus protegidos se priven igualmente del sueño. Sus orejeras peludas, sus pellizas rústicas, las greñas aceitosas que cuelgan por debajo de sus gorras,[Pg 21] les dan un aspecto inquietante. Tal vez han sido bandidos antes de figurar como defensores del orden. Según se dice, la Guardia de Ferrocarriles la ha reclutado el gobierno entre el personal de las antiguas bandas, para mayor seguridad. Si les conviene, mañana, en vez de ir dentro del tren para defenderlo, se apostarán al lado de la vía para asaltarlo.
Esto no les impide mostrarse joviales, agradecidos y un tanto confianzudos. Cuando les dan cigarrillos, acogen el regalo con gesticulaciones cómicas de gratitud. Si pasa una señora por el corredor señalan las sortijas ó los pendientes que lleva, y á continuación fingen que sacan el revólver, imitando con la boca varios tiros imaginarios. Pretenden expresar con esta mímica su resolución de batirse hasta la muerte en defensa de tales alhajas; pero mejor preferirían apoderarse de ellas, al verse lejos de la vigilancia de sus oficiales, jóvenes, correctos, de aire militar europeo, que mantienen firmemente la disciplina.
Los coches-camas del Japón imitan á los de la América del Norte. Los que ruedan por las líneas chinas son parecidos á los de Europa, pero más abundantes en dorados, y con una altura tan exagerada y absurda de sus camas superiores, que hace necesario el empleo de una escala de muchos travesaños para poder acostarse en ellas.
Como las voces de los chinos no nos dejan dormir, entretengo mi insomnio pensando en la historia de esta aglomeración humana, la más antigua y numerosa de todas las existentes, sobre cuyo suelo vamos deslizándonos á través de la noche. Esta historia abarca más de 5.000 años, y sus episodios salientes son veintidós cambios de dinastía y dos grandes invasiones: la de los tártaros mogoles y la de los manchures.[Pg 22]
Egipto es de mayor antigüedad; mejor dicho; los historiadores han ido más lejos en sus descubrimientos, ensanchando las fronteras de su pasado. Pero el viejo Egipto hace miles de años que dejó de existir, y la China se conserva viva y sólida, como en los tiempos de sus emperadores fabulosos.
Recientemente desorientó al mundo, saltando sin transiciones constitucionales del régimen despótico más absoluto á la República democrática. Mas esto no pasa de ser un cambio de fachada, ya que la revolución todavía no ha reformado gran cosa en el interior del edificio.
El país más grande y más viejo de la tierra conservó hasta hace una docena de años la forma de gobierno de las sociedades primitivas: el régimen patriarcal. La autoridad política imitaba la autoridad del jefe del hogar. El emperador era el padre de los padres, reinando sobre centenares de millones de súbditos, como los patriarcas de la Biblia sobre su descendencia. El Hijo del Cielo pegaba ó premiaba como un padre, y sus palabras eran manifestaciones de la sabiduría divina. Del mismo modo el padre chino ha guardado dentro de su hogar, hasta hace poco, el derecho de vida ó muerte sobre sus hijos, casándolos á su antojo, sin consultar para nada su voluntad.
Durante 5.000 años el bambú flexible y duro fué el verdadero cetro de este Imperio, la varilla mágica que hizo marchar los engranajes del Estado, impulsando á los hombres á la práctica de la virtud. El único chino exento del peligro de sufrir una paliza era el Hijo del Cielo. Sus ministros más apreciados, los mandarines favoritos, los virreyes de las provincias, todos podían recibir por orden del emperador unas cuantas docenas de bastonazos, como penitencia de faltas ó descuidos. Y después de soportar esta muestra del interés imperial, continuaban en el ejercicio de sus funciones.[Pg 23]
Acostumbrados desde su niñez á los castigos del padre, nunca se creyeron los chinos deshonrados por unos cuantos palos más ó menos en el curso de su existencia. La paliza no cortaba una carrera ni quebrantaba el prestigio del que la sufría. Era como para nosotros pagar una multa por infracción de los reglamentos municipales. La policía imperial llevaba el bambú ó el látigo siempre en la diestra, para aplicar el correctivo apenas notada la falta.
Este Imperio, gobernado lo mismo que una casa por un padre de origen celeste, con cerca de 500 millones de hijos, fué creando en el curso de cincuenta siglos una civilización que hoy se cae al suelo de puro vieja y refinada, pero tuvo en todas las épocas el poder de asimilarse á sus vencedores, de transformar á los caudillos fieros que se adueñaron de su territorio, convirtiéndolos en emperadores chinos, iguales á las dinastías fenecidas.
Hasta hace 800 años, nuestro mundo occidental, indiscutiblemente bárbaro en comparación con el llamado Imperio de Enmedio, nada sabía de éste. Los capitanes que siguieron á Alejandro hasta la India y los romanos del Imperio llegaron á conocer vagamente la existencia del llamado «País de la seda». Mas á esto se limitaron sus noticias sobre la tierra china. Algunos viajeros árabes la visitaron en los primeros siglos de la Edad Media, pero nada se supo en Occidente de sus relatos.
La humanidad se ha desenvuelto en dos escenarios diferentes sobre el gran macizo continental que forman juntas Asia y Europa, sin que el grupo de la vertiente atlántica-mediterránea supiese nada del otro grupo establecido en la opuesta vertiente del Pacífico. Ni Grecia ni Roma tuvieron noticias de la civilización que se iba desarrollando, con muchos siglos de adelanto sobre ellas,[Pg 24] al otro lado de la barrera formada por el Asia Menor, la Persia, la India y los mares misteriosos.
Las expediciones de los cruzados y las guerras implacables de Gengis-Kan, que arrancaron á tantos pueblos asiáticos de sus alvéolos históricos, lanzándolos como piedras en opuestas direcciones, dejaron adivinar un poco del misterio chino. Pero fué un hombre aislado, un comerciante, un explorador amigo de correr aventuras, quien hizo conocer á los países de Europa lo que existía en este mundo lejano, envuelto en sombras para los occidentales. Este hombre se llamó Marco Polo.
Cuatro grandes héroes tiene la Geografía: Alejandro, que llevó la influencia griega hasta el Ganges; Marco Polo, Colón y Magallanes. Pero el héroe macedónico pudo realizar en gran parte su corta y asombrosa carrera porque su padre le había legado toda la fuerza militar y la sabiduría de Grecia, acaparadas astutamente por él. Colón descubrió un mundo nuevo auxiliado por los Pinzones y otros nautas españoles, que á causa de la posición geográfica de su país conocían mejor que los demás navegantes la existencia de tierras misteriosas en el Océano. Magallanes vió completada su circunnavegación del planeta gracias á la energía de Sebastián del Cano, que supo dar fin á tan magna empresa.
Marco Polo no tuvo colaboradores. Fué un simple mercader de genio, aficionado al estudio y á los descubrimientos, hábil para aprender las lenguas y amoldarse á los ambientes; un entendimiento ágil, capaz de ejercer las más diversas funciones.
Su padre y su tío habían hecho ya viajes comerciales á través de la misteriosa Asia, y le llevaron con ellos al ser mozo. Durante veintidós años vivió lejos de Europa, habituándose á los usos del Extremo Oriente. Su vida se desarrolla de la mitad del siglo XIII al primer tercio del[Pg 25] siglo XIV. Viajó por el Asia Menor, la Persia, la India, y llegó á China cuando el nieto de Gengis-Kan acababa de establecer la dinastía mongola en el Imperio de Enmedio, declarando á Pekín su capital.
El Gran Kan—nombre que Marco Polo da al emperador de la China y la tradición consagró durante siglos—necesitaba extranjeros leales que le sirviesen, en un país recién conquistado y sordamente hostil á sus nuevos dominadores. Por tal razón acogió favorablemente al mercader veneciano, que además podía darle noticias de su remoto y desconocido mundo.
Marco Polo fué un personaje en el Pekín de hace siete siglos, que se llamaba entonces Cambaluc (la Ciudad del Señor), y él titula en su libro Gran Ciudad del Catay. Este título se cambió luego en Pe-King (Corte del Norte), por haber estado la capital en otras ciudades situadas más al Sur. El veneciano hasta llegó á ser virrey de una provincia china; pero su curiosidad le impulsó á correr nuevas tierras, viajando por Sumatra, Java, Ceilán y Tartaria.
Pocos autores han influido en las letras como este hombre de acción, falto de pretensiones literarias. Al volver á su país, los venecianos escucharon con interés el relato de sus maravillosos viajes. Luego los incrédulos y los maldicientes hicieron materia de dudas y bromas estas historias de un mundo lejano, y muchos de sus compatriotas acabaron por apodarle Micer Millones. Unos lo llamaban así por las riquezas fabulosas que describía en sus relatos; otros, peor intencionados, calculaban por millones las mentiras salidas de su boca. Estando en la cárcel por haber caído prisionero de los enemigos de Venecia en una batalla naval, escribió la crónica de sus viajes á través del Asia. En sus últimos días, al hablar melancólicamente de la incredu[Pg 26]lidad de sus contemporáneos, afirmó no haber puesto en su libro ni la décima parte de las maravillas vistas por él.
La veracidad de Marco Polo ha sido comprobada por muchos sabios y exploradores modernos, sin encontrar en su libro errores geográficos de bulto ni descripciones inverosímiles. Su obra circuló entre los hombres doctos de los dos últimos siglos de la Edad Media. Poetas y novelistas la explotaron para sus relatos caballerescos. Él hizo conocer al Preste Juan de las Indias, rey misterioso del que tanto se ocuparon los autores medioevales; él lanzó los nombres de Catay y Cipango para designar á la China y el Japón; él fué el primero en describir como testigo visual las riquezas del Gran Kan y sus palacios de Pekín.
Colón no pudo leer directamente el libro de Marco Polo. Este relato sólo fué popularizado por medio de la imprenta años después del descubrimiento de América. Pero empleó como autores de consulta á muchos que se habían inspirado en el aventurero mercader, repitiendo sus descripciones de las riquezas asiáticas, en cuya busca fué Colón al salir de España, siguiendo el rumbo de Occidente. Por Marco Polo conocía también la existencia del Gran Kan, y estaba tan cierto de encontrarlo, que pidió á los Reyes Católicos una carta de presentación escrita en latín, para que aquel le recibiese en su ciudad de Catay como enviado de España.
El libro de un explorador que vivió en Pekín á fines del siglo XIII sirvió para que dos siglos después otro aventurero genial, con tres puñados de españoles sobre tres barquitos, fuese en busca del Japón y la China por el lado de Poniente, aprovechando la redondez de la tierra. Y al insistir en tan audaz aventura dieron todos, sin esperarlo, con una muralla infranqueable en medio[Pg 27] de los mares, la tierra virgen de las nuevas Indias, mal llamada después América...
Acabo por dormirme, no obstante los gritos y las risotadas de nuestros guardianes. Cuando despierto entra el sol por los resquicios de las ventanillas. Parece que ya hemos pasado la parte más peligrosa del camino: unas tierras encharcadas por las grandes crecidas fluviales, en cuyos pantanos, exuberantes de vegetación, se refugian los bandoleros.
Llegamos á la ciudad de Tien-Tsin, el puerto más inmediato á Pekín. En el vagón-comedor encuentro á varios europeos residentes en dicha población, que han subido al tren para trasladarse á la capital. Todos ellos llevan abrigos de pieles con el pelo á la parte exterior. En otras mesas hay numerosos chinos de aspecto elegante, que hablan en inglés y usan el tenedor como los occidentales. Son mercaderes acaudalados ó personajes adictos al gobierno de la República, que se dirigen á Pekín para despachar sus asuntos. Llevan el traje nacional: una túnica de rica seda azul, chaleco negro de damasco abotonado hasta el cuello, y un solideo de igual color con botón de coral ó de jade. Como la sotana azul está abierta á partir de las rodillas, deja ver su forro interior de suaves y costosas pieles. Además, llevan un pantalón sujeto al tobillo, muy ancho y acolchado por dentro. Todos ellos aman las joyas. Ostentan valiosas sortijas en las manos finamente cuidadas, y cadenas de oro sobre el pecho.
Uno de estos personajes, joven y de sonrisa afable, me explica la vestimenta que usan los chinos modernos según las estaciones. En invierno prefieren el traje nacional. Es más abrigador; su amplitud permite forrarlo con pieles y acolchados. En verano imitan á los coloniales de origen europeo, y se visten de blanco, con pantalón y chaqueta cerrada.[Pg 28]
A la nieve ha sucedido el polvo. Corre el ferrocarril por unas llanuras amarillas divididas en campos. Todo está arado. Cuando pase el invierno, esta sucesión de parcelas cultivadas resultará atractiva con su interminable oleaje de mieses; pero ahora el viento levanta remolinos de tierra rojiza, y los servidores del comedor deben sacudir á cada momento el cuero de los divanes y los manteles de las mesas.
Tienen cierta semejanza estos campos con las planicies de la Argentina después de la siembra, pero con más abundancia forestal. Todas las propiedades están orladas de árboles, á los que arrebató el invierno su follaje: hileras de esqueletos grises, elevando al cielo sus múltiples y nudosos brazos.
Hay en todas las estaciones muchedumbres vestidas de azul. Hombres y mujeres usan el mismo traje, de idéntico color. El pantalón y la blusa son el uniforme de la nación china sin distinción de sexos. En los pueblos rurales se conserva la trenza varonil. Sólo los chinos de las grandes ciudades y los que viven en el extranjero aprovecharon la caída del Imperio para cortarse este apéndice tradicional.
Lo que produjo mayor asombro á Marco Polo, y algunos siglos después á los primeros misioneros establecidos en China, fué el desarrollo de su agricultura. En aquellos tiempos los labriegos de Europa eran unos bárbaros que cultivaban sus tierras de un modo rudimentario. Todos los adelantos agrícolas posteriores fueron las más de las veces simples copias de la agricultura china.
Admiramos desde el tren huertas que merecen el título de jardines. Las grandes extensiones dedicadas á los cereales revelan un trabajo minucioso. Mas con frecuencia, partiendo los vastos rectángulos de tierra cultivada, vemos un oleaje de pequeñas cúpulas que son tumbas.[Pg 29] Estos grupos de sepulturas se prolongan á veces hasta el horizonte, formando cementerios interminables.
Los chinos pueden ordenar su enterramiento sin ningún obstáculo legal. Cada uno improvisa un cementerio en el campo de su pertenencia. Las tumbas no desaparecen con el curso de los siglos, y á las nuevas generaciones les basta añadir unas paletadas de tierra sobre los montículos sepulcrales para que éstos persistan á través de miles de años con más consistencia que los monumentos de granito.
Cada uno defiende las tumbas de sus muertos al defender la propiedad de la tierra que le alimenta. Y como en este país, poblado por cerca de quinientos millones de seres, la cantidad de defunciones alcanza todos los años á una cifra enorme y no se borra ninguna tumba aunque transcurran siglos y siglos, resulta que los que se fueron roban cada vez más terreno á los que llegan, estrechando los límites de su actividad.
Más de una cuarta parte de la inmensa China se halla ocupada por tumbas. Además, éstas son eternamente sagradas y no hay gobierno que se atreva á tocarlas. Una de las dificultades mayores con que tropiezan los blancos al construir ferrocarriles, es la imposibilidad de expropiar una tierra que tenga sepulcros. Algunas veces se ven obligados á desviar la línea férrea con absurdos rodeos porque los descendientes de unos chinos que murieron hace tres ó cuatro siglos se niegan á remover las sepulturas de éstos.
La República lleva hechas algunas reformas, pero no se atreverá en muchos años á aligerar el suelo patrio de tantos millones y millones de tumbas. Los muertos pesan sobre el país con una fuerza abrumadora; lo siguen gobernando, y habrá que empezar por hacerlos desaparecer para que la China entre en la vida moderna.[Pg 30]
Son tantos los sepulcros en algunos campos, que sus poseedores, necesitados de hacerlos producir, aprovechan los espacios libres entre los montículos y van trazando con el arado surcos tortuosos. Así obtienen hileras de espigas nutridas con el zumo de unos ascendientes á los que nunca conocieron, pero que les inspira un respeto supersticioso.
El japonés venera á sus antepasados porque se han convertido en dioses, y él á su vez será dios cuando sus descendientes le rindan igual culto. El chino los respeta porque les tiene miedo. Venera las tumbas de unos abuelos remotísimos cuyo nombre ignora; se arruina y vende hasta los objetos de primera necesidad para costear funerales ostentosos en honor de los que fallecen dentro de su casa. Como teme á los muertos, procura mantenerlos tranquilos y contentos, para que no vengan á atormentarle durante la noche, ni siembren de fracasos y desgracias el camino de su vida. Alguien ha definido á este país diciendo que es una aglomeración de quinientos millones de vivos, aterrados por la presencia de miles de millones de muertos.
Los cementerios se suceden en el paisaje, cada vez con mayor frecuencia. Al final sólo vemos tumbas, y emergiendo de su oleaje rojizo algunas chozas de esteras y pedazos de lata, semejantes á las que existen en los suburbios de todas las ciudades.
Empieza á deslizarse paralelamente al tren una alta muralla gris de apretadas almenas. En la faja de terreno intermedia van pasando pequeñas huertas y casitas de hortelanos. Vemos, con cinematográfica rapidez, una puerta que perfora lo mismo que un túnel este bastión interminable, y sobre su arcada sombría un castillo rojo con tres tejados superpuestos, cuyos ángulos tienen forma de cuernos.[Pg 31]
Esta puerta, fortificada al estilo chino, la hemos contemplado muchas veces en libros de viajes. A continuación, con violenta antítesis visual, se alzan sobre la muralla unos palos gigantescos que se aproximan á nosotros. Son dos poderosas antenas de comunicación inalámbrica, instaladas por los norteamericanos. ¡La telegrafía sin hilos junto á una puerta que cuenta más de mil años!...
Va aminorando su marcha el tren y se inmoviliza finalmente luego de rozar una especie de malecón que es una antigua muralla cortada.
Hemos llegado á Pekín.[Pg 32]
La forma geométrica de Pekín.—La ciudad china, la ciudad tártara y la ciudad prohibida.—El edificio chino y la tienda de campaña.—Los geomantes y sus adivinaciones.—Los espíritus del Viento y del Agua.—La cuarta ciudad.—El barrio de las Legaciones y sus tropas visibles y ocultas.—La seguridad de las calles de Pekín y la policía china.
Todas las mañanas, al saltar fuera de mi cama en el «Grand Hôtel des Wagons-Lits», siento la misma duda, y me pregunto:
—¿Estoy verdaderamente en Pekín?
El aspecto europeo de mi habitación me obliga á descorrer las cortinas de una ventana y limpiar sus vidrios, empañados por el frío exterior. Veo enfrente un canal, á un lado una muralla obscura, y al pie del hotel una larga fila de cochecitos con las varas en el suelo, mientras sus conductores, cruzando los brazos sobre el pecho, abrigan sus manos conservándolas bajo los sobacos. Todos estos chinos miran á las ventanas, y uno de ellos que me llevó por la ciudad en días anteriores, al reconocer á su cliente inicia una mímica apasionada para hacerme saber que me espera desde el alba.
Una vez más me convenzo de que estoy en Pekín, pero esto no impedirá que al despertar mañana sufra la misma duda. ¡Es tan extraordinario vivir en esta pobla[Pg 33]ción, cuyo nombre aprendemos desde niños, como algo remotísimo que nunca llegaremos á ver!...
La gran ciudad china figura en nuestras primeras impresiones como un lugar inaudito de absurda lejanía. Cuando oíamos hablar, siendo pequeños, de alguna persona que se había alejado para siempre, decían: «Se fué á Pekín», y no era preciso añadir más. Los hombres de verbo enérgico, para concretar algo que no podría realizarse nunca ó no tolerarían de ningún modo, afirmaban: «Ni aquí ni en Pekín», y todo quedaba dicho.
Esta capital misteriosa se hallaba al otro lado del planeta, debajo de nuestras plantas, y como sus habitantes de ojitos oblicuos, sonrisa astuta y trenza en el cogote vivían cabeza abajo, era natural que todo lo hiciesen al revés que los blancos, lo que abría ante nuestra imaginación infantil una serie interminable de espectáculos grotescos y disparatados.
Me convenzo todas las mañanas de que estoy en Pekín é igualmente de que los chinos no son tan extravagantes como los creíamos en nuestra niñez. La vida moderna ha cambiado la fisonomía de todos los pueblos, hasta del Imperio chino, que parecía eterno como una momia y hoy es una República. Pero no obstante la general transformación, guarda esta ciudad el prestigio misterioso y el novelesco interés que envolvió siempre su nombre.
Verdaderamente sólo á partir del régimen republicano forma Pekín una ciudad única. Mientras existieron los emperadores estuvo compuesta de tres ciudades: la china, la tártara y la imperial, llamada también «ciudad prohibida», cada una de ellas con su defensa de anchos muros y puertas profundas, coronadas por castillos.
Pekín es, de todas las capitales de la tierra, la que[Pg 34] tiene una forma más exactamente geométrica y una orientación escrupulosamente geográfica. Su eje va de Norte á Sur rigurosamente. La calle de Chien-Men, que divide toda la ciudad china y gran parte de la tártara, llegando hasta la primera puerta de la ciudad imperial, es una línea escrupulosamente trazada entre estos dos puntos cardinales, y las calles secundarias que la atraviesan van con igual exactitud de Este á Oeste. Las murallas que abarcan á las tres ciudades forman en su conjunto un cuadrilátero y cada una de sus caras es paralela á uno de los cuatro límites geográficos.
Al examinar el plano de Pekín se cree estar viendo un dibujo geométrico. Abajo, en el Sur, hay un rectángulo más ancho que alto, que es la ciudad china. Encima un cuadrado perfecto, la ciudad tártara, y en el centro de ella un segundo cuadrado, la ciudad imperial. La ciudad china, reservada en otros siglos al populacho, ocupa el lugar del vestíbulo en un plano arquitectónico; después viene, como si fuese el cuerpo principal del edificio, la ciudad tártara, y en su corazón, bien guardado por todas sus caras, está el santuario, la ciudad imperial, donde residía el Hijo del Cielo.
Marco Polo cuenta que el nieto de Gengis-Kan, al establecer su capital en Pekín, tuvo en cuenta las predicciones de algunos adivinos que le acompañaban en sus conquistas. Como éstos le aseguraron que su descendencia perecería por una sublevación de dicha ciudad, el Gran Kan levantó al lado de la antigua Cambaluc, ó sea la ciudad china, la actual ciudad tártara, repartiendo los solares entre sus feudatarios más adictos. De tal modo, sus herederos vivirían rodeados siempre por los nietos de los antiguos conquistadores, sirviéndoles éstos de guardia y defensa. Para que los enemigos del Hijo del Cielo pudiesen llegar hasta él, tenían que asaltar[Pg 35] primeramente la ciudad china, que por sí sola representaba todo un sistema de fortificación. Luego, salvando el canal que separa dicha ciudad de la tártara, debían hacerse dueños de los baluartes de ésta última, todavía más altos y robustos, y finalmente, al verse poseedores de la ciudad tártara, tropezaban con las murallas de la «ciudad roja», nombre que se da igualmente por el color de sus muros á la ciudad imperial ó prohibida.
Durante varios siglos de paz se fué quebrantando la división de razas que separaba á los conquistados, habitantes de la ciudad china, de los vecinos de la ciudad tártara, descendientes de los conquistadores. Esta última, por contener en su recinto los palacios imperiales, vivía bajo un régimen militar, cerrándose sus puertas á la puesta del sol y quedando sometidos sus habitantes á todas las molestias de una plaza fuerte. Como precisamente los nietos de los tártaros eran los más ricos y dados á los placeres, se fueron trasladando á la ciudad china, para vivir con mayor libertad. Hace ya muchos años que estas denominaciones no son más que recuerdos históricos. Las familias chinas y tártaras se han mezclado por enlaces matrimoniales y viven indistintamente en una ó en otra ciudad.
La arquitectura de Pekín recuerda el origen nómada del pueblo chino en los tiempos remotos de su historia. También fueron de vida errante las dos invasiones de jinetes tártaros y manchures. A causa de esta influencia, muchos que han estudiado su arquitectura reconocen en todas sus construcciones—palacios, templos, torres ó casas particulares—una imitación de la tienda de campaña habitada por sus ascendientes.
En China sólo se construyeron durante los pasados siglos edificios de un piso único. Cuando se quería darles cierta altura para que adquiriesen proporciones majes[Pg 36]tuosas, eran levantados sobre mesetas de piedra. En los barrios comerciales, la necesidad de vivir sin quitar espacio al propio almacén obligó á muchos á construir sobre su establecimiento una especie de buhardilla, que sirve de habitación. Pero es creencia tradicional que el vivir en piso alto atrae las enfermedades, y manteniéndose en contacto á todas horas con la tierra se reciben efluvios misteriosos que vigorizan la salud.
El parecido entre el edificio chinesco y la tienda de campaña resulta exacto. Las techumbres, negras ó de tejas barnizadas, son externamente cóncavas, como la cubierta de lona de la tienda, que forma bajo el soplo del viento una curva entrante. Las columnas, siempre de madera, carecen de capiteles y basamentos, aunque el edificio se halle revestido con pomposa riqueza. Están cubiertas de laca y oro, pero son iguales de arriba á abajo, sin ningún adorno saliente, como los postes que forman el andamiaje interior de los campamentos. Los ángulos de las techumbres se encorvan hacia arriba, lo mismo que los extremos de la tienda, sostenidos por lanzas.
Los chinos han ratificado con sus ideas supersticiosas esta forma curva de los ángulos de sus tejados. Son muchos los que aún creen en la actualidad que sus ascendientes dieron figura de cuerno á los remates de los aleros para dejar más espacio á los espíritus del Agua y del Aire, señores de nuestra existencia. Así no se rasgan las alas ni se enredan en ángulos agudos, como los que fabrican los «demonios blancos» en sus construcciones.
Éste es el país de los geomantes. Antes de construir un edificio se pide consejo á la ciencia geomántica y no se abren los cimientos ni se coloca una piedra sin que el adivino, enterado del revoloteo de los espíritus y las direcciones amadas por ellos, estudie el solar y diga al arquitecto qué orientación debe seguir en sus planos.[Pg 37] Son también los geomantes quienes señalan los terrenos más favorables para enterrar á los muertos y que los espíritus sean clementes con ellos. Con frecuencia, el adivino designa como lugar favorable para la futura tumba el campo de algún amigo suyo, y los herederos se ven obligados á adquirirlo á un precio fabuloso. Lo más extraordinario es que estos hechiceros que legislan sobre las buenas ó malas condiciones del suelo únicamente reconocen á la tierra que los hace vivir una personalidad secundaria y pasiva. Los dioses, según ellos, sólo habitan la atmósfera. Son Feng (el Viento) y Shui (el Agua).
Más de una vez, el europeo ó el norteamericano, después de haber construído una fábrica, una estación de ferrocarril ó una chimenea de ladrillos, ve llegar en masa á la chinería de las inmediaciones, que protesta con desesperación, enumerando las calamidades caídas recientemente sobre la comarca. Esto se debe á que Feng y Shui están irritados por las obras groseras que obstruyen una atmósfera en la que se movían antes con desembarazo. Es el geomante más célebre del distrito quien ha hecho tal descubrimiento, gracias á su ciencia. Y los civilizadores del país no tienen otro recurso que buscar al sabio popular para conseguir con donativos secretos que cambie repentinamente de opinión. En ciertas ocasiones el geomante es un nacionalista hasta la xenofobia, que no admite regalos y cree de buena fe en sus revelaciones, aferrándose á ellas para que los extranjeros se alejen del país. El populacho insiste en sus protestas, y los mandarines encargados de la justicia ordenan, para restablecer la paz, la demolición de los edificios industriales, aunque el gobierno tenga que pagar una fuerte indemnización á sus dueños.
La tienda de campaña, origen y modelo de la arquitectura china, se repite siempre en extensión ó en altu[Pg 38]ra. Una torre de pagoda no es más que una sucesión de tiendas con los aleros cornudos, colocadas una sobre otra en armónica disminución. Los pequeños y ligeros edificios superpuestos deben ser forzosamente en número impar: cinco ó siete por regla general. Los chinos aborrecen el número par y lo evitan en todas sus obras.
Templos y palacios están formados por aglomeraciones de edificios, siempre en figura de tienda, y teniendo por únicos materiales la madera y el azulejo. El mármol y el granito se reservan para los basamentos de las construcciones, para las escalinatas con barandillas admirablemente cinceladas, para los puentes de atrevida joroba, para los pavimentos de los patios, encerrados entre cuatro hileras de edificios y por cuyo centro se desliza un curso de agua.
Las tres antiguas ciudades que forman la capital china han visto crearse otra más pequeña junto á la muralla de la ciudad tártara, en el lugar donde se alza la Puerta de Enfrente, dando paso á la avenida que atraviesa todo Pekín hasta el Palacio Imperial. Esta cuarta ciudad es el llamado barrio de las Legaciones, por vivir en él los representantes diplomáticos y todos los blancos residentes en Pekín. Es como un Estado independiente dentro del corazón de la China. Hasta tiene un ejército internacional para su defensa, y en el interior de sus fronteras no rigen las leyes ni las autoridades del resto del país.
El lector recordará indudablemente la sublevación de los boxers en 1900 y la horrible situación en que se vieron los habitantes del barrio de las Legaciones. Estos boxers, patriotas hasta la ferocidad, se sublevaron contra los «demonios blancos», exterminando á todos los individuos de nuestra raza que pudieron encontrar. El personal de las Legaciones, los exiguos contingentes[Pg 39] militares que éstas tenían á su disposición y los europeos civiles que pudieron armarse sostuvieron una lucha desesperada durante varias semanas, hasta que llegaron los refuerzos enviados por las grandes potencias. Tuvieron que batirse uno contra mil día y noche, sufriendo el hambre, la sed, el insomnio, la infección de la atmósfera producida por los cadáveres abandonados en las calles al pie de las barricadas. Como estaban seguros de perecer sometidos á horribles tormentos si caían en poder de los boxers, se batieron con el heroísmo del que ha decidido morir, pero sin soltar las armas.
Además, el chino es poco propenso á las ofensivas á cuerpo descubierto, y prefirió atacar las Legaciones oculto en los edificios cercanos, con la esperanza de rendir á sus enemigos por el hambre y la sed.
Después de esta cruel experiencia, las naciones poderosas que desean influir sobre los destinos de la China mantienen en el barrio de las Legaciones unos contingentes militares dignos de respeto. Se ven en las calles de esta pequeña ciudad, edificada á estilo europeo, soldados ingleses, franceses, italianos, y especialmente norteamericanos.
La Embajada de los Estados Unidos es enorme. Sus varios edificios están situados junto á una sección interior de la muralla que defiende á la ciudad tártara. Algunos de ellos son pabellones militares, idénticos á los de los cuarteles. Desde lo alto de la muralla se ven sus patios y en ellos grupos de soldados con chambergos puntiagudos que hacen el ejercicio de fusil y practican el manejo de las ametralladoras. Además, dentro de la Embajada están las dos enormes antenas de telegrafía inalámbrica que mantienen en comunicación segura á las Legaciones con el resto de la tierra.
Hoy no es probable un ataque de los patriotas exal[Pg 40]tados contra este barrio. Las fuerzas militares de que disponen los embajadores en Pekín y en las concesiones diplomáticas del puerto de Tient-Sin ascienden, según parece, á unos ocho mil hombres, lo que representa, por la calidad de los soldados y por su material de combate, un ejército importantísimo, teniendo en cuenta la desorganización ruidosa y la propensión á huir, después de un ataque rechazado, que muestran las muchedumbres chinas.
No hacen los embajadores ostentación de dichas tropas. Únicamente se ven en las calles, con alguna frecuencia, soldados norteamericanos; lo que no resulta extraordinario, por ser el gobierno de los Estados Unidos el que ejerce mayor influencia sobre la República china. Soldados nipones apenas se encuentran, aparte de los centinelas que guardan la entrada de su Legación; pero en Pekín ascienden á varios miles los tenderos japoneses, vigorosos, jóvenes, de sonrisa astuta. Según me dicen algunos diplomáticos, todo japonés tiene oculto en su tienda el uniforme y el fusil, y basta que su embajador lance una palabra, para que media hora después formen en sus patios dos regimientos tan bien organizados como los de la guarnición de Tokio, sin que nadie pueda adivinar de dónde surgieron.
Este barrio de las Legaciones es interesante y ameno á causa de las rivalidades ocultas, las ceremonias y las etiquetas exteriores, que forman el tejido de su vida diaria. Recuerda el mundo diplomático de Constantinopla antes de que fuese destronado el último sultán absoluto, cuando aún existían los privilegios internacionales de las Capitulaciones. Las esposas de los diplomáticos reproducen en Pekín las elegancias y placeres de la vida occidental. Son frecuentes las fiestas de sociedad, los banquetes conmemorativos, las recepciones oficiales.[Pg 41]
El primer hotel europeo de Pekín lo estableció, en pleno barrio de las Legaciones, la Compañía europea de los Wagons-Lits y lleva este mismo título. Es un hotel de tipo francés, que algunos consideran algo anticuado. Recientemente, la influencia norteamericana creó el Gran Hotel de Pekín, edificio enorme, á semejanza de los de Nueva York, con vastas salas de baile y una feria de bulliciosas tiendas en su piso bajo. La tranquilidad actual de la China ha permitido la audacia de construir este albergue lujoso fuera del barrio de las Legaciones. En torno á él se están edificando casas á la europea para las familias occidentales, cada vez más numerosas. De ocurrir una revolución nacionalista, las fuerzas que guarnecen las Legaciones podrían defender con facilidad este nuevo barrio anexo.
Los que conocemos á Pekín desde hace muchísimos años por nuestras lecturas, preferimos el tranquilo y señorial Hotel de los Wagons-Lits. Lo vimos mencionado siempre en los relatos de la lejana ciudad como única residencia de los europeos de entonces, y nos parece que instalados en él estamos más de veras en China.
Tengo un amigo y compañero de letras que ha residido en esta capital dos largas temporadas, y me conduce á muchos lugares cuyo conocimiento requiere una larga observación. Es el marqués de Dosfuentes, ministro plenipotenciario de España; diplomático que vive como un prócer de otra época, escritor que en su libro El alma nacional supo condensar como nadie lo mejor y lo más sano de nuestra raza. La Legación de España, edificio gracioso, de elegante sencillez, ha aumentado sus atractivos para la sociedad internacional de Pekín con las fiestas que da frecuentemente nuestro ministro. Gracias á él pude conocer en poco tiempo todas las per[Pg 42]sonalidades interesantes de este barrio célebre que asisten fielmente á sus comidas y recepciones.
En los primeros días causa extrañeza ver con qué naturalidad se desarrolla la vida europea dentro de esta urbe asiática tenida hasta hace poco por misteriosa. Parece imposible que á una distancia de dos docenas de años nada más, fuesen martirizados y hechos pedazos todos los blancos que pudo pillar la muchedumbre amarilla en sus calles. Las señoras van solas en plena noche á través del gentío chino, sin recibir el menor insulto; tal vez con más seguridad que en algunas ciudades europeas.
Al pasear por Pekín se nota inmediatamente la abundancia de policía y el método con que cumple ésta sus funciones. A cortas distancias hay agentes que con sus movimientos de brazos regulan la circulación. Sólo los pobres marchan á pie. Muchos chinos van en automóvil, y el resto de los transeúntes se vale del carruajito de ruedas ligeras, tirado por un solo hombre, que aquí se llama ricsha. En la gran avenida que parte longitudinalmente á Pekín, las ricshas forman filas de seis y de ocho, circulando por la derecha ó la izquierda, según su dirección. Ninguno de los caballos humanos deja de obedecer los manoteos ordenadores de la policía. Además, cada cien metros hay una pareja de gendarmes con el fusil al hombro, más correctamente uniformados y de mejor cara que nuestros guardianes del ferrocarril.
Se adivina en toda la ciudad un orden firme y severo, una vigilancia continua é inexorable. Robos y homicidios abundan menos que en la mayoría de las capitales de Europa. El chino del Norte, grande de estatura, sobrio en palabras, honesto en sus tratos, se parece muy poco al chino del Sur, pequeñito, bullanguero, astuto, propenso á la mentira, que es el más co[Pg 43]nocido en el mundo, porque junto con tan malas cualidades posee otras muy excelentes, que hacen de él un elemento valioso de emigración.
Después de comer en la Legación de España veo que una de las invitadas, señora joven y elegante, se vuelve sola á su casa á las once de la noche. Al extrañarme de ello, como de una audacia inconcebible, me dice con naturalidad que todas las noches hace lo mismo. Toma una ricsha, cuyo conductor no conoce las más de las veces, y se hace llevar por él á su domicilio, fuera del barrio de las Legaciones, á través de calles puramente chinas.
Nunca la ocurrió el menor percance. Jamás ha sentido la inquietud del miedo. En las vías solitarias encuentra siempre á un policía, con su gorra redonda galoneada de blanco y el revólver sobre una cadera. Otras veces es una pareja de gendarmes con fusiles al hombro y cargados.
No todos pueden decir lo mismo en la mayoría de las ciudades de Occidente, más peligrosas y desiertas después de media noche que los senderos de una selva.[Pg 44]
La ciudad más grande del mundo.—Las antiguas calles y sus muchedumbres.—Casas, muebles y gorros.—Los casamientos.—Los pies de las chinas.—Vanidad con que las mujeres á estilo antiguo aprecian su deformación.—Las damas manchures.—La cocina china y sus horripilantes picadillos.—Vinos de animales.—Los cocineros chinos esparcidos por el mundo.—Sus caprichos de artista.—Lo que vió una dama al bajar á su cocina, y la respuesta del cocinero para que todos quedasen contentos.
A mediados del siglo XIX era Pekín la ciudad más grande del mundo. Londres encerraba escasamente millón y medio de habitantes; Nueva York y París, muchos menos. Pekín tenía el mismo vecindario que ahora: dos millones y medio de seres.
Su área era también superior á la de todas las grandes urbes de Occidente, por apreciarse las categorías de los personajes chinos con arreglo á la extensión de terreno que ocupan sus viviendas. Por eso en todas las construcciones de algún valor procuran los arquitectos engañar al visitante con perspectivas hábilmente dispuestas, que agrandan las proporciones de los edificios y especialmente la amplitud de los jardines.
La población de Pekín ha parecido siempre dos ó tres veces más numerosa que lo es en realidad, por las ceremonias de la etiqueta china y las costumbres espe[Pg 45]ciales del país. En tiempo del Imperio ningún personaje salía á la calle sin ir en un palanquín llevado á hombros y con largo séquito de domésticos. Los mandarines allegados al emperador debían ir seguidos cuando menos de cien acompañantes. Los jueces, al dirigirse á los sitios donde administraban justicia, llevaban detrás de ellos todo su tribunal formado en procesión: secretarios, procuradores, alguaciles y litigantes. Los mandarines militares, á partir de un grado equivalente al nuestro de capitán, iban con una escolta de jinetes. Esta escolta, según la importancia del jefe, llegaba á convertirse en nutrido escuadrón. Todos galopaban sin orden determinado, pero procurando mantener al personaje en el centro del grupo.
Además llenaban las calles, de sol á sol, los pequeños cortejos de los particulares. Éstos se consideraban desprestigiados si no hacían sus visitas en un palanquín con numerosos servidores. Unos se relevaban para el sostenimiento de la pequeña casa portátil, otros llevaban los objetos usuales de su dueño: el quitasol, el abanico, la pipa, etc.
Otro motivo de gran afluencia en las calles del Pekín imperial era la costumbre de trabajar á domicilio, observada por los menestrales desde tiempos remotos. El carpintero, el herrero, el sastre, circulaban por la ciudad con sus oficiales y aprendices, llevando las materias y herramientas para su trabajo. Hasta los impresores iban á las casas de los letrados con su prensa, sus resmas de papel y sus tarros de tinta para imprimir libros. Los autores guardaban en su domicilio las planchas de madera grabadas, cada una de las cuales era una página, y no tenían más que sacarlas á la puerta para que el impresor fabricase en unas cuantas horas centenares de volúmenes, tirados en un papel sutil, de do[Pg 46]bles planas, plegadas y sin cortar, forma que todavía subsiste.
El tercer motivo de aglomeración en las vías públicas era que en Pekín todo se hacía á brazo, y el transporte de maderos y ladrillos para las obras del gobierno y los edificios particulares exigía largos rosarios de atletas doblados bajo pesos abrumadores.
Hoy la vida antigua de la ciudad está modificada. Han desaparecido casi por completo los palanquines, como ocurrió en las ciudades japonesas. La ricsha, más ligera y que sólo exige un hombre para su manejo, ha democratizado la circulación.
Son los blancos quienes implantaron este nuevo medio de transporte en el Extremo Oriente. Algunos misioneros norteamericanos, viejos y achacosos, al establecerse en el Japón en 1860, se hicieron llevar por naturales del país en carruajitos de tal especie. Los japoneses se apropiaron la innovación, creando la koruma, y del Imperio del Sol Naciente han copiado el uso de su ricsha los chinos y otros pueblos asiáticos. Antes sólo podían ir en palanquín los mandarines y los comerciantes ricos; ahora todos los chinos que gozan de un pequeño bienestar usan la ricsha. Esto ha aumentado la afluencia en las calles, pero con un tono uniforme y obscuro, sin la brillantez colorinesca de los antiguos cortejos.
Algunos próceres chinos apegados á la tradición se niegan á aceptar el automóvil, como muchos de sus compatriotas que viajaron por los países occidentales. Tampoco se atreven á resucitar el antiguo palanquín, y dan sus paseos en unas berlinas azules, de ruedas doradas, con el interior forrado de seda gris perla. En estos carruajes vistosos, tapizados como un tocador de dama, no hacen mala figura los personajes de la antigua corte,[Pg 47] chinos de aventajada estatura, algo gruesos, con ricas vestimentas de seda azul. Dos caballitos mogoles, de exigua talla con relación al vehículo, tiran de éste, y á veces se muerden entre ellos, obligando á echar pie á tierra á uno de los lacayos, para ponerlos en paz.
Al ser de un solo piso, las casas están compuestas de numerosos pabellones separados por patios y jardines. Los chinos son los únicos en el Extremo Oriente semejantes á nosotros por su mueblaje. Se sientan en sillas y no en el suelo, comen sobre una mesa, duermen en camas. En sus salones, el gran lujo son los biombos. Sus diversas hojas contienen paisajes y escenas de la vida ordinaria, pintados con minuciosa observación. En todas las viviendas de alguna comodidad, los pisos tienen debajo de ellos tubos de piedra que transmiten el calor de una hoguera encendida en el subterráneo.
Una contradicción artística de este pueblo. Ama las líneas simples en su arquitectura; algunos de sus edificios célebres parecen diseños geométricos, y en cambio muestra horror por la línea recta cuando fabrica muebles y objetos de lujo. Talla la madera y los metales con ondulaciones reptilescas. Los contornos de sillas y mesas parecen estar formados con una interminable curva vermicular. El eterno modelo es un dragón, con sus enroscamientos escamosos.
Este pueblo que durante siglos vistió de un modo uniforme, obedeciendo las leyes suntuarias decretadas por el Hijo del Cielo, conserva por tradición el mismo corte de traje en los diversos grados sociales. La importancia de las personas se aprecia únicamente por la riqueza de las telas que usan.
La elegancia y el rango de cada uno se concentra en el gorro ó solideo que cubre su cabeza. En él se exhiben los signos honoríficos, iguales á las condecoraciones que[Pg 48] los mandarines civiles de Europa se colocan sobre el pecho en forma de cruces y los mandarines militares sobre los hombros en forma de charreteras. Cada tocado indica la categoría de su portador por medio del botón que lo termina. Unas veces el botón es de seda, otras de oro ó de piedras preciosas, abarcando su simbolismo todas las dignidades, hasta las puramente literarias. Además, los mandarines letrados, para demostrar su alejamiento de los trabajos materiales, se dejaron crecer hasta hace poco las uñas de sus manos. Sólo las exhibían en días de ceremonia, guardándolas el tiempo restante metidas en fundas de bambú.
Bien sabida es la enorme influencia del llamado Código de los Ritos en este país ceremonioso. La gran sabiduría para la China imperial consistió en conocer la mayor cantidad de palabras y todas las reglas de una complicadísima etiqueta. La escritura china, que es ideológica, no tiene letras sueltas. Cada signo es una palabra, y la gran ciencia consiste en poder guardar en la memoria veinte mil, treinta mil y hasta cuarenta mil de ellos, y tenerlos igualmente prontos al extremo del pincel que sirve de pluma. El que además llegaba á dominar todos los enrevesamientos interminables de la etiqueta, se consideraba apto para los más altos cargos del gobierno, pues éstos se obtenían siempre por examen. Hoy todo ha cambiado, y los letrados que figuran en la República china saben algo más que palabras sin ideas ó cortesías interminables y falsas.
La autoridad despótica del padre mantuvo hasta hace poco un régimen absurdo dentro de las familias. Los hijos nunca eran consultados para su casamiento, lo mismo que en el antiguo Japón. Con frecuencia, dos amigos faltos aún de descendientes se prometían de un modo solemnísimo unir en matrimonio los hijos que pudieran[Pg 49] tener más adelante, si eran de sexo distinto. La solemnidad de tal promesa consistía en desgarrarse la túnica en dos pedazos, dándose recíprocamente la mitad. El Código de los Ritos protestó en vano contra estas absurdas costumbres. Los padres celosos de su poder absoluto siguieron casando á los hijos según su capricho ó su interés, y vendiendo sus hijas al marido que ofrecía más.
En las provincias del interior todavía es el casamiento un juego de azar para el hombre. Como los chinos tradicionalistas mantienen á sus hijas reclusas, el que desea contraer matrimonio se vale de los oficios de viejas casamenteras, sometidas por las antiguas leyes, en caso de engaño, á severísimas penas, que algunas veces llegaban hasta la estrangulación.
A pesar de tales amenazas de la ley, las casamenteras, sobornadas por los padres, engañan casi siempre á los novios, exagerando descaradamente las gracias y los méritos de sus futuras. Como el marido ve por primera vez á su esposa al abrir la portezuela del palanquín que la trae á su casa, no le queda otro recurso, si le han engañado con falsos informes sobre su belleza, que devolverla inmediatamente á sus padres, dando por terminada la fiesta y despidiendo al ruidoso cortejo de músicos é invitados. Pero esto se ve con más frecuencia en las comedias chinas que en la realidad, ya que el marido, si adopta tal resolución, pierde el dinero que dió al suegro por obtener á su hija, así como los regalos que lleva hechos.
El juego es la gran pasión del populacho, desarrollándose este vicio especialmente en las provincias del Sur. La diversión que más le entusiasma, los fuegos artificiales. Los pirotécnicos de Europa copiaron mucho de los de aquí, pero en realidad nunca han llegado á dar á sus obras la duración y el brillo de los fuegos chinos.[Pg 50]
Hoy se usa en Pekín la tarjeta de visita como en Europa. La única variante consiste en estar impresa por ambas caras: á un lado en caracteres chinos, al otro en letras occidentales. En tiempo del Imperio, la tarjeta, originaria de aquí, era de enormes dimensiones, y tenía tres emblemas representando las tres felicidades más grandes que puede obtener un chino: un heredero, un empleo público y una vida larguísima, simbolizados por las figuras de un niño, un mandarín y una cigüeña.
Al circular por las calles de Pekín sentí inmediatamente cierta curiosidad que hace mirar al suelo á todos los extranjeros. Deseaba ver los pies de las chinas.
Una de las primeras reformas de la República fué abolir la bárbara costumbre que estropea los pies de las mujeres para hacerlos extremadamente pequeños. Ahora existe ya toda una generación de adolescentes con los pies intactos, iguales á los de las otras mujeres; pero á los pocos días de circular por Pekín se van encontrando damas de la burguesía y de la aristocracia con las extremidades desfiguradas por tan absurda costumbre, muchas de ellas todavía jóvenes, de veintiocho ó treinta años de edad.
Esta deformación no es de origen antiquísimo, como se imaginan algunos. Data del siglo X y no se comprende cómo pudo generalizarse en tan vasto Imperio. Los invasores tártaros tuvieron el buen sentido de no imitar dicho uso de los vencidos, y sus mujeres, nueva aristocracia del país, dejaron crecer sus pies en libertad, sin considerarse por ello menos hermosas que las chinas tradicionales. Lo más censurable fué que las mujeres del pueblo, por imitar á las de arriba, comprimieron igualmente los pies de sus hijas, y millones de hembras han tenido que ganarse la subsistencia trabajando, á pesar[Pg 51] de faltarles un sólido apoyo por culpa de sus extremidades deformadas.
Todos saben cómo se realiza esta tortura, obligando á las niñas á usar diminutos zapatos de metal, que sólo abandonan cuando son mujeres. Los dedos se doblan y se anquilosan, quedando adheridos á las plantas de los pies, y éstos no son al fin mas que dos muñones dentro de un calzado que por su forma redonda se asemeja á las pezuñas de ciertos animales.
Las mujeres que sufrieron tal mutilación marchan con una dificultad que causa cierta angustia al observador la primera vez que las ve. Avanzan con igual movimiento que una persona montada en zancos; parece que sus rodillas no pueden doblarse; se balancean con un contoneo grotesco, semejante al del pato. Y sin embargo, los poetas chinos han cantado en el curso de los siglos este andar torpe, comparándolo con los balanceos de la flor, con el sauce llorón, etc.
A pesar de la dificultad que sufren en sus movimientos, siempre están las chinas dispuestas á pasear, y lo que lamentan es que sus esposos y padres no las concedan mayor libertad. No es la deformación de sus pies lo que las hace sedentarias, sino la dureza del régimen familiar. Todas llevan pantalones de seda azul, muy anchos de boca, y resulta cómico y triste á un tiempo ver salir de dicha funda ondeante una pantorrilla enjuta, toda hueso, con media blanca, rematada por un muñón y una pezuñita de raso negro, sostenida por cintas, que hace oficio de zapato.
Según dicen algunos que por sus observaciones íntimas pueden estar bien enterados, esta estúpida amputación pedestre anquilosa la pantorrilla femenil, haciéndola de una delgadez esquelética, pero en cambio engruesa el muslo y sus vecindades superiores, particu[Pg 52]laridad plástica que parece muy de acuerdo con la estética china. He encontrado en los museos y jardines ex imperiales muchas de estas damas balanceantes y casi faltas de pies. Reían con cierta vanidad al notar nuestra sorpresa y la atención con que mirábamos sus extremidades. Exageraban sus movimientos para que no sintiésemos duda alguna sobre su agilidad. Hacían toda clase de remilgos y monadas, como niñas traviesas.
Las mujeres chinas son más grandes que las del Japón. Algunas de ellas, á no ser por sus ojitos oblicuos, pasarían por europeas, á causa de su tez blanca y sus formas redondeadas. Todas se pintan el rostro, jóvenes y maduras. Emplean el negro para dar á sus cejas la forma de un semicírculo y se colocan una mancha de bermellón en el labio inferior. Las damas de origen manchur usan como signo de nobleza el peinado de su raza, un lazo parecido al de las alsacianas hecho con sus cabellos. Las más de las chinas son de naricita corta; las manchures tienen un perfil aquilino y soberbio de raza de presa.
Otro signo de aristocracia histórica en estas últimas es el no usar ningún carruaje de origen europeo. Su vehículo nobiliario está representado por la vieja carreta manchur. Yo he visto en un camino, cerca del Palacio de Verano, á varias princesas de la antigua corte imperial, una de ellas tía del joven ex emperador. Todas iban pintadas y con su peinado en forma de lazo, ocupando una especie de carreta de labriego tirada por dos caballitos manchures. Sus asientos eran almohadas puestas sobre el fondo de tablas del vehículo, y como éste carecía de muelles, en cada bache de la ruta sus Altezas y Excelencias tenían que agarrarse á los varales para no rodar fuera de él. Una pintora norteamericana, antigua retratista de la emperatriz regente, que tuvo la bondad de mostrarme el Palacio de Verano, hizo detenerse la[Pg 53] carreta para saludar á las amigas de su época gloriosa, y yo gocé el honor de cruzar varias sonrisas con estos fantasmas del pasado, sin entender ninguna de sus palabras.
Gracias á la cocina del país volvemos á encontrar la China de costumbres extrañas y originalidades desconcertantes que tanto nos asombró de niños en los libros. Los gastrónomos de esta tierra son los que han hecho retroceder hasta un límite más remoto el catálogo de las materias utilizadas por el estómago humano. En las carnicerías venden gatos y perros, que, según afirman los conocedores, fueron cebados con arroz, estando sujetos á una argolla día y noche para su engorde. Como este consumo podría ser causa de que las ratas, libres de enemigos, se multiplicasen de un modo peligroso, también las venden en los mismos establecimientos, desolladas y formando manojos de á docena, unidas por los rabos. El chino aburrido de comer arroz con cerdo emplea dichas carnes como variantes. ¡Y pensar que este país es el del faisán, abundando tanto como la gallina!...
La gran especialidad gastronómica nacional es la de los picadillos que se sirven al principio de todo banquete. Hay unas cuarenta clases de picadillos, entrando en tales platos los componentes más inverosímiles: gusanos de tierra, cucarachas enormes, de un negro brillantísimo, que he visto vender en las calles, huevos empollados con sus pequeños fetos, capullos de seda hervidos conservando sus larvas...
Salsas y trituraciones modifican el aspecto y el gusto de estos picadillos. En idéntica forma son presentados los famosos nidos de golondrinas, filamentos gelatinosos, iguales por su aspecto á los fideos, y la aleta dorsal del tiburón, de la que se utiliza solamente las fibras de su base.[Pg 54]
Algunos de estos manjares, que repugnan á nuestros estómagos, resultan costosísimos. Para hacer un simple plato de picadillo hay que dar caza á un tiburón, empleándose únicamente de tan enorme organismo un pequeño manojo de filamentos pegado al lomo.
He procurado evitar el conocimiento directo de estas singularidades gastronómicas; pero no me espantan ni me escandalizan. Mi humilde estómago europeo data de unos cuantos siglos nada más y está próximo aún á la nutrición monótona de nuestros silvestres antepasados. El estómago chino cuenta con una historia de 5.000 años, tiempo suficiente para que cocineros y comilones refinados llegasen en fuerza de inventos y caprichos á las más remotas y disparatadas combinaciones.
Nosotros también saboreamos manjares y bebemos líquidos que hubiesen dado náuseas á nuestros bisabuelos y tal vez á nuestros abuelos. Hoy mismo, la mayoría de las gentes que viven en los campos y en los barrios pobres no llegan á comprender cómo las personas de educación superior comen ostras y otros mariscos crudos, quesos fermentados abundantes en gusanos, ó beben cerveza y ciertos aperitivos hediondos.
Muchos chinos opulentos se han arruinado dando banquetes á sus amigos. Estas comilongas, inverosímiles para los blancos, duran á veces una noche entera, desfilando sobre la mesa los platos más inauditos. Los patricios de Roma, con sus lampreas devoradoras de esclavos, no llegaron á la costosa extravagancia de los próceres chinescos.
Las supersticiones de la farmacopea nacional influyen en la confección de las bebidas. En algunas ciudades del Sur hay restoranes famosos por sus bodegas, repletas de venerables tinajas que únicamente son abiertas para los conocedores ricos, capaces de pagar dignamente[Pg 55] su contenido. Estas vasijas preciosas guardan «vino de mono», «vino de culebra», «vino de pollo», llamados así porque hace años se hallan dichos animales en maceración dentro de la tinaja, comunicando al líquido sus cualidades especiales. Según parece, el vino de mono es un excelente afrodisíaco; el de pollo evita las enfermedades del pecho y el de reptiles da valor y ligereza. Algunos europeos que por engaño probaron el picadillo de gusanos de seda me afirman que tiene un sabor parecido al de las castañas hervidas.
Sin embargo, el chino es un excelente guisandero, y se le encuentra ahora en las cocinas de muchos hoteles, de muchos trasatlánticos y de importantes casas de América, lo mismo del Norte que del Sur. Siente una verdadera vocación por la química nutritiva, asimilándose fácilmente las combinaciones gastronómicas de los blancos. Luego las perfecciona con su paciencia sonriente y su despierto ingenio. Muchos arroces inventados por ellos figuran entre los mejores platos de la cocina moderna. En las ciudades de los Estados Unidos, los restoranes chinescos atraen siempre numerosa clientela. Las familias más acomodadas de algunas capitales de la América del Sur aprecian mucho á los cocineros chinos, por su laboriosidad y por las novedades que añaden á los guisos del país.
De vez en cuando estos amarillos, con su nerviosidad de artistas mimados, se permiten caprichos semejantes á los de un tenor célebre. Todos son jugadores, y al ir por la mañana al mercado, antes de hacer sus compras entran en el café de algún compatriota, para dedicarse con otros chinos á juegos de azar, de nombres poéticos y resultados terribles. Si pierden, dan á comer á sus amos con una parquedad inexplicable, cual si la población hubiese quedado sitiada de pronto. Cuando ganan, los[Pg 56] sorprenden con un banquete inaudito, cual si se hubiesen trastornado las leyes económicas y todo lo diesen gratis en el mercado.
Lo peligroso en estos artistas admirables es que sienten con frecuencia la nostalgia del remoto país al que serán llevados cuando mueran, ya que para eso pagan todos los meses su cotización á una empresa encargada de repatriar cadáveres amarillos. Recuerdan los platos que comieron en su niñez guisados por su madre, y procuran resucitar en el fogón esta época de la vida, que es siempre para todos la más conmovedora...
En una ciudad histórica de la América del Sur, los convidados de una familia aristocrática se hacían lenguas de cierto caldo preparado por el cocinero chino de la casa. Era un secreto profesional que el «maestro» se negaba á revelar.
La señora, excitada su curiosidad por el mutismo sonriente del chino, bajó un día á la cocina para sorprender el misterio de la marmita burbujeante. Al levantar la tapa y ver su interior, dió un grito de espanto. Una rata enorme subía y bajaba á impulsos del hervor, derramando sus jugos en el líquido.
Como la dama insistiese en sus exclamaciones de asco, el artista amarillo creyó llegado á su vez el momento de enfadarse. ¿A qué tantos extremos de asombro, como si presenciase algo inaudito?... Que cada cual siga sus gustos; lo importante es vivir todos en paz, tolerándose. Y en su español balbuciente y propenso al tuteo, dijo á la señora:
—No grites; todo arreglado... Caldo para ti, rata para mí.[Pg 57]
El templo del Gran Lama.—La capilla secreta.—Un milagro.—Doctores y bachilleres en armas.—Laotsé y Confucio.—El templo de Confucio y el Salón de los Clásicos.—Culto de la República china á Confucio.—El templo del Cielo.—El simbolismo del número 9.—La ceremonia imperial en el solsticio de invierno.—El templo de la Agricultura.—Cómo araba todos los años el Hijo del Cielo.—Progreso de la agricultura china hace miles de años.—Su abono predilecto y más precioso.—Cómo se produce públicamente en calles y caminos.
En el extremo Norte de Pekín, cerca de la muralla de la Ciudad Tártara, esparce sus diversos edificios el templo del Gran Lama, famoso en otros siglos. Más que templo es un vastísimo monasterio, habitado por bonzos venidos del Tibet, á los que se unieron chinos budistas deseosos de recibir las doctrinas guardadas durante largos siglos por el Gran Lama en su misteriosa ciudad de Lassa. Este templo de Pekín llegó á albergar 1.500 bonzos, proveyendo los emperadores á la manutención de todos ellos y haciendo además cuantiosos donativos para embellecer y agrandar sus construcciones.
Mientras duró el Imperio, el templo del Gran Lama y su seminario de bonzos fueron tan cerrados y hostiles al extranjero como la Ciudad Prohibida. Con el triunfo de la República, llegaron para este monasterio la po[Pg 58]breza y el olvido. Los republicanos chinos son indiferentes en materias religiosas ó profesan la filosofía de Confucio, el más alto personaje nacional.
Para poder vivir han abierto los bonzos el templo del Gran Lama y lo muestran lo mismo que un museo. Algunos de ellos hasta aprendieron unas pocas palabras de inglés para pedir propina á los visitantes.
Como todos los monumentos chinos, es una agrupación de edificios sueltos, con patios enlosados de granito y un jardín de cedros seculares. En todo el Extremo Oriente no he visto nada que dé una impresión tan absoluta de vejez como este templo caído en la pobreza. Los edificios de Occidente, hechos de piedra, adquieren con el abandono y la ruina un aspecto sombrío y majestuoso. Las construcciones asiáticas, compuestas de mármol cincelado que toma á través de los siglos un tono de marfil con caries, de ladrillos vidriados, de tejas coloreadas y barnizadas, de maderas que se desconchan dejando caer escamas de laca y de oro, hacen pensar en una momia de las que mantienen sobre su costillaje, al quedar expuestas á la luz, harapos bordados, restos de afeites, perfumes corrompidos, joyas empañadas por la tierra y los zumos cadavéricos.
Esta pagoda, majestuosa en otro tiempo, tiene ahora sus techumbres cubiertas de matorrales. Una variedad innúmera de plantas parásitas silvestremente floridas ha surgido entre las tejas, separándolas con el empuje de sus raíces. Los cuervos, eternos figurantes de todo cielo de Asia, revolotean sobre los patios ó se alinean en los aleros, lanzando graznidos. Las maderas enormes de los techos están acribilladas por la carcoma y dejan caer poco á poco su corazón hecho polvo. Las columnas pierden sus estucos rojos y se motean de blanco con la viruela de la vejez.[Pg 59]
Los habitantes de este monasterio parecen igualmente decrépitos y sonríen con una melancolía fatalista. Son bonzos sin edad, seres inclasificables, que tienen en el rostro una expresión de fanatismo y de rutina. Las ideas generosas del dulce Gautama se modificaron al ser interpretadas por numerosas generaciones de sacerdotes profesionales, y hoy no son más que un pretexto para ceremonias. Estos monjes del budismo han perdido de vista á Buda. Sólo conocen los actos del rito y los repiten automáticamente, sin sospechar su significado.
Vemos en uno de los santuarios la estatua gigantesca de Maitreya, ó sea el Buda chino; imagen jovial, carillena, extremadamente panzuda, que hace reir á los mismos sacerdotes que le rinden culto. ¡Cuán lejos este coloso grotesco del sereno y noble solitario de Kamakura, esculpido igualmente por chinos!...
El interior de los santuarios es tan vetusto como las fachadas. Brilla el oro por todas partes, pero un oro agrietado, de resplandor agonizante, con grandes manchas negras. Algunos bonzos, para atraerse la generosidad de los curiosos, hacen sonar los dos instrumentos litúrgicos de todo templo budista: la campana y el timbal. Otros más inferiores, que son á modo de sacristanes, se han puesto su traje de ceremonia para guardar las puertas, manto rojo y anaranjado, con un gorro puntiagudo de idénticos colores, que recuerda la montera con que los artistas simbolizan á la Locura.
En las primeras horas de la mañana, cuando los bonzos celebran sus oficios, el aspecto general del templo ofrece todavía cierta magnificencia. Los oficiantes llevan sus capas pluviales rojas, de color de limón ó de azafrán, parecidas á las del culto católico. Las únicas riquezas que conserva la pagoda de su esplendoroso pa[Pg 60]sado son las vestiduras rituales, regaladas muchas de ellas por remotas emperatrices.
Uno de los servidores del templo, mediante una propina extraordinaria, nos abre cierto santuario que puede llamarse secreto. En otros tiempos sólo lo veían los emperadores, y ahora, para entrar en él, hay que aprovechar la ausencia de los bonzos más importantes. Este pequeño y misterioso escondrijo contiene varias imágenes fálicas, traídas del Tibet hace siglos, que representan el acto de la procreación con un naturalismo sin tapujos. Además, el sacristán budista nos proporciona las señas de ciertos artífices chinos que venden reproducciones en bronce de estas esculturas divinas, tan solemnemente ingenuas, que á pesar de sus gestos no resultan pornográficas.
Otro de los servidores, decrépito y vacilante, como todo lo que nos rodea, cuenta con balbuceos, traducidos por nuestro intérprete, la historia milagrosa de un Buda de cara feroz que toca el techo con su cabeza. Todo él está tallado en un árbol del Tibet. Un emperador de Pekín vió en sueños la imagen, y envió á un santo bonzo á la remota ciudad tibetana para saber si realmente existía. El hombre de Dios encontró la imagen en Lassa, y sin vacilar se la echó á cuestas, emprendiendo el regreso á la China. (Necesito advertir que la imagen es un coloso de varios metros de altura y pesa indudablemente una cantidad respetable de toneladas. Pero en materia de milagros deben pasarse por alto estos pequeños detalles.) En su viaje de vuelta tuvo que atravesar el bonzo la Siberia rusa, y como no conocía el idioma del país se vió en grandes peligros. Pero el Buda que llevaba á sus espaldas era poseedor de todos los idiomas de los hombres y se encargó de hablar en ruso por él, sacándolo de apuros.[Pg 61]
A pesar de la pobreza mental de sus actuales habitantes, este monasterio despierta gran interés cuando se recuerda lo que representó para China, hace muchos siglos, la introducción del budismo. La nueva religión despertó la vida espiritual del país. Numerosos chinos, ansiosos de saber, emprendieron largas y penosas peregrinaciones hacia el remoto Tibet, donde eran guardados en toda su pureza los recuerdos y las doctrinas de Buda. Tuvieron que atravesar países bárbaros, siempre en guerra; arrostraron la esclavitud y la muerte, y tales viajes emprendidos con un fin puramente teológico sirvieron para aportar á la cerrada China nociones geográficas y relatos de costumbres de otros pueblos, hasta entonces desconocidos.
En las inmediaciones del templo del Gran Lama existe el de Confucio y su anexo llamado el Salón de los Clásicos.
Confucio es el primero de los chinos. De los quinientos millones de seres que pueblan este país, muy pocos recuerdan los nombres de sus emperadores, ni aun los de aquéllos que figuran gloriosamente en su historia. Pero ninguno ignora quién fué Kung-Tsé, nombre chino de Confucio. No hay ejemplo de que un varón ilustre de Occidente haya llegado á una celebridad tan absoluta. En este país, donde cargos y honores no son transferibles, y los herederos de los mandarines más poderosos vuelven á sumirse en las últimas capas sociales si no logran á su vez conquistar por el estudio y el examen la posición de sus padres, la única nobleza reconocida es la de los descendientes de dicho filósofo. La República, que se muestra ajena á todas las religiones del país, ha acrecentado aún más la fama de Confucio, tributándole un culto nacional. En ningún pueblo se vió jamás rendir tales honores á un moralista, conservan[Pg 62]dole su condición simple de hombre, sin pretender convertirlo en hijo de Dios.
En realidad, el pueblo chino, á pesar de su rutinarismo, fué siempre el más respetuoso para la inteligencia, y este respeto viene durando miles de años, sin ningún eclipse. Los invasores mogoles y manchures eran bárbaros de á caballo, que sólo creían en la fuerza y encontraban insípida la existencia sin las aventuras y peligros de la guerra. Y sin embargo, para poder reinar sobre tan vasto Imperio, tuvieron que amoldarse á las costumbres tradicionales, dejando que marchasen en su cortejo los mandarines letrados á la derecha y los mandarines militares á la izquierda.
Los antiguos ejércitos chinos hasta tenían una organización literaria. Los jefes y oficiales se titulaban, según sus grados, «doctores en armas» y «bachilleres». Para ser bachiller bastaba manejar hábilmente el sable, la espada y la ballesta, dando pruebas, en un riguroso examen, de estar ejercitados igualmente en la equitación y la gimnasia. El grado de doctor sólo se otorgaba á los que poseían conocimientos profundos de estrategia y eran capaces de dirigir un ejército y atacar ó defender una plaza.
Mostraron los emperadores tártaros gran empeño en dar el primero de los lugares á los «graduados en armas», pero no pudieron conseguirlo. La opinión pública estableció siempre una diferencia entre los doctores civiles y los doctores militares, respetando más á los primeros. Muchos siglos antes de Cicerón, este pueblo había puesto en práctica su Cedant arma togoe.
Confucio tiene un predecesor, el moralista Lao-Tseu ó Laotsé. Este espíritu puro y superior vivió seiscientos años antes de nuestra era y un siglo antes que Confucio. Pero Laotsé tuvo la desgracia de dar motivo después de muerto á una religión de supersticiones y magias que es[Pg 63] la seguida por el populacho chino, y esto ha rodeado su memoria de un sinnúmero de leyendas que la desfiguran de un modo lamentable. El fondo del llamado taoísmo es una filosofía que recomienda el anonadamiento de las pasiones materiales, el alejamiento de los placeres del mundo, la contemplación de la naturaleza divina para confundirse con ella, como las aguas de una fuente vuelven al mar del que proceden.
No creó Confucio una religión, pero su vida pura sirve de ejemplo á todos los chinos. En las escuelas se repiten sus aforismos morales y sus cantos elegíacos, pues este filósofo fué al mismo tiempo un poeta y un amante apasionado de la música.
Haciendo un breve parangón entre los dos grandes conductores del pueblo chino, puede decirse que Laotsé se preocupó más del hombre que de la humanidad. Según él, la vida es un período transitorio y su objeto principal debe ser puramente contemplativo. La filosofía moralista de Laotsé resulta estéril para la felicidad común. Confucio, por el contrario, pensó en la sociedad más que en el hombre, fundando aquélla sobre las leyes de la más generosa moral. Para él, la virtud no consiste únicamente en abstenerse de acciones condenables. Hay que ser útil además á los otros seres, contribuyendo activamente á la felicidad de todos.
El uno considera la civilización como causa de la decadencia del género humano; el otro la acepta como el mayor destino del hombre sobre la tierra. El primero se pierde en las profundidades de la metafísica, el segundo propuso leyes y costumbres, muchas de las cuales rigen hoy la vida superior del pueblo chino. Laotsé fué un gran filósofo, Confucio un gran legislador.
«Responde al mal con la justicia y á la bondad con la bondad.» Así habló Laotsé cuando aún faltaban seis[Pg 64] siglos para el nacimiento de Jesús. «Trata á los demás hombres como tú deseas que te traten á ti.» Esto lo dijo Confucio quinientos años antes de la era cristiana.
Mientras en los otros países se dedicaban templos á dioses imaginarios y muchas veces crueles, la nación china los elevó á un simple hombre, porque fué apóstol de la dulzura humana, de la moral y la virtud. El templo de Confucio en Pekín es de majestuosa simplicidad, muy grande, pero solemnemente vacío. Sus paredes no contienen imágenes; su principal adorno es una calma absoluta. Las columnas y las murallas, de un rojo uniforme, sólo tienen ligeros toques de oro. Después de haber visto la exorbitante profusión de dioses y monstruos en las pagodas, los ojos parecen descansar placenteramente en este vasto local sin ídolos y sin tallados. En el centro, como único adorno, hay un ramo gigantesco de lotos surgiendo de un vaso de bronce de iguales dimensiones.
Nichos abiertos en los muros de color sanguíneo contienen pequeños obeliscos de piedra. En sus lados están grabadas sentencias morales de los filósofos á cuya gloria fueron erigidos estos monumentos simples. La piedra de Confucio es más grande y parece presidir á las otras, ocupando un sitio preferente, el mismo del altar mayor en los templos. A ambos lados de ella están las piedras representativas de sus cuatro asociados (uno de los cuales fué su célebre continuador Mencio), de sus doce discípulos más ilustres, y de setenta y dos discípulos menores, alineados con arreglo á fechas y méritos.
En este panteón severo, que nunca guardó cadáveres, y en la próxima sala, llamada de los Clásicos, donde se reúne algunas veces la Academia de Pekín, no se desarrolla ningún acto con carácter religioso. En realidad, Confucio fué un moralista que se mantuvo al mar[Pg 65]gen de las religiones positivas. Todas, incluso el catolicismo, pueden admitir su moral y amoldar á sus doctrinas la personalidad del filósofo. Sólo una vez por año el presidente de la República viene al templo con su cortejo de grandes funcionarios—como venía antes el emperador—para tributar un homenaje al más grande de los chinos en presencia de los alumnos de las escuelas, y una música acompaña los coros de voces infantiles cuando éstas entonan los viejos himnos del poeta de la moral.
Los dos templos indiscutiblemente más antiguos de Pekín se hallan en el extremo opuesto, al principio de la Ciudad China, según se llega por el camino del Sur, y en ellos se ha rendido culto hasta hace poco á las nociones religiosas de las primeras dinastías, con ceremonias que datan de más de tres mil años. Son el templo del Cielo y el templo de la Agricultura.
Cada uno de ellos está formado por una aglomeración de capillas y los dos tienen en torno un parque de árboles centenarios, que adquirieron enormes proporciones. Únicamente separa á ambos parques sagrados la famosa calle de Enfrente, al avanzar recta por el centro de Pekín desde la puerta de igual nombre en la muralla de la ciudad tártara, á la puerta del Sur que da entrada á la Ciudad China.
La puerta y la calle se llaman de Enfrente (Chien-Men) porque están en el mismo eje que pasa por el centro del palacio imperial y por mitad también del Salón del Trono, donde daba audiencia el Hijo del Cielo. Éste, sin moverse de su asiento, si hacía abrir las puertas de los tres recintos fortificados de la Ciudad Imperial y la puerta del muro de la Ciudad Tártara, podía ver toda la longitud de la calle de Enfrente, bordeada de edificios y hormigueante de muchedumbre, en una extensión de diez kilómetros.[Pg 66]
Una vez al año seguía el emperador este camino para ir al templo del Cielo. Esta solemnidad era el día del solsticio de invierno. Jamás en el resto del año atravesaba el divino monarca las calles de su capital. No por ello lograban los súbditos ver su rostro el día de la citada fiesta. Los habitantes de la calle de Enmedio debían permanecer recluidos en sus casas, con pena de muerte si osaban mirar por una rendija. Las calles adyacentes quedaban cerradas con altas vallas. Debía ser un espectáculo interesante la marcha lenta y aparatosa del cortejo imperial por esta amplia avenida, completamente desierta.
Hace ocho años todavía era el Chien-Men la calle más «pintoresca» de la China. Hoy sus edificios siguen ocupados por los primeros comercios de Pekín; pero un incendio destruyó las antiguas fachadas de sus tiendas, todas ellas con celosías cubiertas de oro viejo y la madera tallada en forma de flores, ramajes y dragones.
El comerciante chino, inventor del anuncio, sigue poniendo en sus puertas grandes tableros avanzados sobre la calle, con inscripciones doradas y dibujos quiméricos en sus dos superficies. Dicho ornato industrial da una originalidad animada y colorinesca al Chien-Men, de perspectiva interminable. Pero los que pudieron ver esta calle antes del incendio se hacen lenguas de la suntuosidad artística que ofrecían las fachadas de sus tiendas, cubiertas de sólidos encajes dorados.
Atravesamos las avenidas del parque que rodea el templo del Cielo. Es tan extenso este bosque situado en el interior de una ciudad amurallada, que hay que usar la ricsha para visitar todos los edificios esparcidos en sus arboledas. Se comprende la admiración de los primeros blancos que visitaron Pekín cuando las grandes urbes de Europa aún no habían trazado sus parques actuales.[Pg 67] Resultaba inaudito encontrar dentro de una ciudad fortificada estas arboledas de límite invisible, que parecen crecer en pleno campo. Además, el Chien-Men era entonces la única calle del mundo con cincuenta metros de anchura.
Vamos visitando los edificios sagrados anexos al verdadero templo. Estas construcciones, no muy altas, tienen sus gruesos muros pintados con un rojo obscuro de sangre, que es aquí el color de las construcciones majestuosas y cubre uniformemente palacios y templos. Las tejas son de un azul cerúleo, en armonía con el culto celeste. Puentes de mármol se encorvan sin objeto sobre anchos fosos invadidos por la hierba. Antes corría por estos canales un agua verdosa y clarísima, en la que nadaban todas las especies fantásticas é inverosímiles de la fauna fluvial del país: peces rojos, dorados, violeta, de ojos telescópicos y monstruosos, arrastrando una larguísima falda transparente de bailarina, moviendo sus nadaderas sutiles y amplias como manteletas de encaje.
Subiendo escalinatas de mármol partidas por el «sendero imperial», llegamos al altar del sacrificio. A primera vista parece demasiado bajo, en relación con la arboleda y los otros edificios del parque. Pero los chinos no aman la enormidad en sus monumentos; buscan su belleza en la armonía de las proporciones, con arreglo á la educación de sus ojos. Este altar se compone de tres torres bajas y anchas, superpuestas en ángulos entrantes. Los tres rellanos son de mármol blanquísimo y uniforme, habiendo concentrado los escultores toda su labor en las barandas.
Cada una de dichas mesetas está separada de las otras por escalinatas de nueve peldaños. El 9 es el número sagrado de los chinos, como el 7 lo fué de los pueblos cristianos. La primitiva religión del país tiene nueve[Pg 68] cielos; su antigua ciencia da á la tierra nueve grados; las divisiones del tiempo y del espacio se basan siempre sobre el citado número.
Subía el emperador, en una mañana brumosa y frígida de nuestro mes de Diciembre, á la plataforma más alta de dicho altar, para rendir sacrificio á sus padres, los señores del cielo. En esta ceremonia vestía una túnica de piel de cordero negro, forrada interiormente de zorro blanco, y encima un gabán de seda, en el que estaban bordados los dos dragones celestiales, el sol, la luna y las estrellas.
Él era el único que se erguía en la última meseta del cono truncado. Los personajes de su séquito quedaban inmóviles en los peldaños de las tres series de escalinatas: los letrados á la derecha, los guerreros á la izquierda. Y el soberano iba ofreciendo á los espíritus celestes las viandas preparadas para esta ceremonia, los rollos escritos en pergamino y en seda, un novillo sin ningún defecto, un disco de lapislázuli. El público silencioso de altos dignatarios no ignoraba que el Hijo del Cielo se había preparado para esta ceremonia con ayunos y largos exámenes de conciencia, siendo la pureza de su alma y los virtuosos deseos de hacer á su pueblo feliz la principal ofrenda dedicada á sus mayores, que le estaban mirando desde lo alto del cielo.
Iba acompañada la ceremonia por músicas litúrgicas. En un pabellón de este mismo parque se guardan muchos instrumentos empleados en dicha fiesta. Son grandes tambores, címbalos y gongs. También hay arpas enormes que tienen por base cisnes y perros azules con melena de león.
Después del triple altar se llega por una avenida al verdadero templo del Cielo, especie de rotonda cuya cúpula se halla sostenida por columnas de laca roja. En[Pg 69] sus muros circulares brilla una falsa primavera de flores de oro.
Seis religiones vienen existiendo en la China hace muchos siglos. Tres de ellas poseen á la mayoría de la nación: el taoísmo, el confucismo y el budismo. (El taoísmo es la religión basada en las doctrinas de Laotsé. Éste llamó Tao á la razón que gobierna el mundo, ó sea la suprema virtud.) Además, el islamismo, el cristianismo y el judaísmo tienen numerosos adeptos. Sus comunidades resultan sin embargo de poca importancia comparadas con la enorme cifra de la población china; los cristianos no pasan de dos millones; los judíos son menos, y los mahometanos, más numerosos, sólo llegan á veinte millones.
El confucismo es la religión de los letrados; el taoísmo y el budismo, religiones del pueblo, cuentan sus fieles por centenares de millones. Las tres se asocian fraternalmente, tomándose unas á otras doctrinas y ritos y absteniéndose de todo proselitismo. A pesar de su tolerancia miran con recelo á los misioneros cristianos, porque se han inmiscuído muchas veces en los asuntos políticos del país, protegiendo á terribles malhechores convertidos á sus creencias para escapar á la justicia. Tampoco aman á los chinos musulmanes, á causa de su insurrección en 1856, que duró nueve años.
Los emperadores, respetuosos siempre para las varias religiones de sus súbditos, sólo rendían culto al cielo y manifestaban además un agradecimiento místico á la tierra arada, sustentadora de la nación.
El templo de la Agricultura, vecino al del Cielo, tiene un parque menos extenso que el de éste, pero sus proporciones resultarían extraordinarias en muchas capitales de Europa. El mismo emperador, que ofrecía con sus manos un tributo á los dioses celestes en el solsti[Pg 70]cio de invierno, celebraba otra ceremonia religiosa al llegar la época en que son aradas las tierras. En presencia de sus cortesanos y con todo el aparato de un acto de gobierno, el Hijo del Cielo empuñaba la esteva de un arado amarillo al que iban uncidos dos bueyes con cuernos dorados y labraba un trozo de campo sin ayuda de nadie, sembrándolo después.
Este es el pueblo que dió á la humanidad la seda, el arroz, el naranjo y otros frutos preciosos. La corte imperial, al venerar religiosamente el cultivo de la tierra, adoraba la gloria de su propia nación.
La maestría y el entusiasmo aportados por los chinos á las labores agrícolas han acabado por hacer sufrir una molestia obsesionante á los extranjeros, dificultando su vida mientras permanecen en el país. Estos agricultores intensivos se preocuparon de los abonos hace miles de años, cuando nadie en nuestro mundo tenía la menor idea de lo que pudiera ser un fertilizante. Y de todas las materias que reconstituyen y tonifican las fuerzas germinativas del suelo, la más preferida por ellos es la de procedencia humana.
Ya dije algo de esta predilección con motivo de cierto encuentro en una calle de Kioto. Es verdad que el chino mezcla la citada materia con otras para dosificar sus energías fecundantes, pero no resulta menos cierto que todas las plantas de sus admirables huertas tienen al pie invariablemente algo que pasó por una letrina.
En los hoteles importantes de Pekín y otras ciudades, los directores, para tranquilidad de la clientela, fijan un anuncio en el vestíbulo afirmando rotundamente que todas las hortalizas preparadas en su cocina proceden de terrenos propiedad del establecimiento cultivados á estilo europeo.
Ríe el chino de los escrúpulos y ascos de la gente[Pg 71] occidental. Establece comparaciones entre el estiércol podrido de cuadra que empleamos en nuestros campos y la materia preferida por él, no pudiendo comprender por qué razón los detritus de las personas deben ser más repugnantes que los proporcionados por los animales, y acaba compadeciéndonos, como si fuésemos unos niños incoherentes y caprichosos.
Como el abono humano es el más apreciado de todos, el acto de producirlo no representa algo vergonzoso é inmundo, como en nuestros países, desarrollándose públicamente con la mayor tranquilidad. Dentro de Pekín, la policía de la República vela por dar á la capital una disciplina europea, y no permite en las calles principales estos desahogos á lo chino, tan apreciados por la agricultura. Pero al pasar en ricsha ó automóvil por las vías apartadas ó por las afueras, siempre se encuentra algún chino en cuclillas, con un pedazo de diario en la mano, cuya lectura no le interesa, y que sonríe al transeunte sin cambiar de postura. Algunas veces no está solo, y á continuación de él se extiende una larga fila de compatriotas con el mismo encogimiento y no menor tranquilidad.
Todo agricultor se preocupa de instalar en sus campos una letrina cerca del camino para que la use el viandante. Escoge para esto el lugar más agradable: la sombra de un árbol frondoso, un grupo de arbustos floridos. Hasta hay quien afirma que los más letrados colocan en dichos lugares carteles con versos, rogando al transeunte que haga alto y deje su recuerdo.
Pero yo no los he visto.[Pg 72]
Los mares y las montañas de los jardines imperiales.—La «Montaña del Carbón».—El árbol sentenciado á cadena perpetua por lesa majestad.—Los guardianes de la República.—Los grandes patios de mármol y sus ríos.—Los tesoros del Hijo del Cielo.—Las recepciones solemnes en la Sala de la Gran Reunión.—Todo Pekín visto desde el trono.—Los dueños alados y definitivos de la Ciudad Prohibida.—Robos de las tropas civilizadoras.—Un museo formado con lo que dejaron ó lo que devolvieron.—La ironía de los chinos.—«Nosotros los salvajes.»
Antes de 1911, fecha de la caída del régimen imperial, el europeo llegado á Pekín sólo podía ver el templo del Cielo y de la Agricultura, con sus vastos parques. La Ciudad Prohibida estaba cerrada para él, é igualmente muchos templos antiguos que eran al mismo tiempo boncerías habitadas por monjes fanáticos.
La República ha abierto todas las residencias imperiales, y desde hace catorce años un nuevo Pekín se ofrece á la curiosidad de los viajeros. La llamada Ciudad Prohibida puede ser visitada á todas horas en los tres diferentes recintos que la componen.
El primero lo designó siempre el pueblo con el nombre de Ciudad Amarilla, á causa del color de las tejas barnizadas que cubren sus techos. En ella estaban los ministerios y otros centros de la vida oficial, pudiendo[Pg 73] ser visitada por los extranjeros de distinción. El segundo recinto era la Ciudad Roja, llamada así por el color de sus muros. Nadie pasaba sus puertas si no pertenecía á la corte del Hijo del Cielo. En sus construcciones más avanzadas vivían los soldados de la Guardia del emperador y sus cortesanos. El tercer núcleo, ó sea el lugar central y misterioso donde estaban las habitaciones del soberano y su familia, se llamaba la Ciudad Violeta, también por el color de sus techumbres.
Pocos entraban en la Ciudad Violeta. Los mandarines importantes y los embajadores recibidos por el Hijo del Cielo no iban más allá de los patios majestuosos de la Ciudad Roja. Aun en el presente continúa siendo inaccesible la Ciudad Violeta, por estar reservada una parte de ella para el joven emperador sin corona, que sigue llevando, cerca del presidente de la República, una existencia misteriosa.
Así como los antiguos viajeros quedaban admirados ante los grandes parques existentes dentro de la ciudad amurallada de Pekín, se siente asombro ahora viendo los jardines de la Ciudad Prohibida. Se cree vivir en pleno campo al contemplar arboledas que parecen interminables; montañas cubiertas de palacios y pagodas con techos superpuestos y cornudos, de cuyos aleros penden campanillas de sonoros estremecimientos; lagos por los que navegan sampanes con proas de dragón y cámaras doradas de techo redondo. Y estos vastos jardines están en el interior de un recinto fortificado; los guardan murallas, invisibles desde aquí, pero que se extienden kilómetros y kilómetros.
Los emperadores chinos y los mandarines opulentos consideraron un jardín como el más precioso adorno de toda vivienda rica, reproduciendo en su frondosidad las bellezas naturales con arreglo á un gusto pueril y extre[Pg 74]madamente minucioso, mas no por esto indigno de consideración. Visitando esta Ciudad Prohibida, tan grande como algunas capitales de Europa y que sirvió de simple vivienda á un solo hombre, se puede apreciar cuán necesario es para la vida humana el contacto con la Naturaleza. Estos monarcas absolutos, que durante largos siglos dominaron la mayor parte del mundo asiático y por exigencias de la etiqueta debían mantenerse aislados de su pueblo, reprodujeron en el interior de su ciudad-palacio los esplendores del campo, ya que no podían ir á contemplarlos como simples viajeros.
Ahora los jardines imperiales están olvidados. La República no puede mantener un ejército de miles de jardineros como lo hacían los Hijos del Cielo, derrochadores de tesoros. Pero á pesar de su abandono creciente y la tristeza de las tardes invernales, aún ofrecen un aspecto de melancólica majestad.
Los lagos son varios y enormes, con islas y penínsulas cubiertas de arboleda. Como los chinos de Pekín vivían y morían lejos del Océano, no vieron obstáculo alguno en llamar enfáticamente «mares» á estas extensiones acuáticas, y todavía conservan dicho título. Dentro de la Ciudad Prohibida se encuentran el Mar de Enmedio, el Mar del Norte, el Mar de las Cañas, y otros.
No bastando á los emperadores abrir mares en el suelo de sus jardines, elevaron igualmente montañas. Pekín está asentado en una llanura polvorienta, y sólo al perder de vista la capital empiezan á columbrarse las estribaciones de una cordillera. Pero los jardines de la Ciudad Prohibida tienen montañas que ostentan en sus cumbres palacios y templos, siendo la más famosa de ellas la llamada Mee-Chaen (Montaña del Carbón).
Según cuentan, debe su título á que cierto emperador, durante una de las remotas guerras civiles, hizo previ[Pg 75]soramente enormes acopios de carbón, temiendo un asedio de sus enemigos. La gigantesca masa de combustible quedó en el olvido, los huracanes polvorientos que soplan sobre la planicie pekinesa la fueron cubriendo de tierra, y acabó por convertirse en una colina de rudas pendientes. Luego, los emperadores, despreciando por innecesario el contenido de la montaña artificial, cubrieron sus laderas con jardines, y durante varios siglos fué un lugar predilecto dentro de este mundo cerrado y majestuoso.
Hoy la Montaña del Carbón está abandonada. En sus caminos sólo se ven boncerías desiertas ó palacios que habitaron los mandarines favoritos y caen ahora poco a poco en escombros. Entre estos edificios crecen bosques de lilas y extienden su venerable ramaje los cedros centenarios. Bandas de pájaros saltarines animan con sus voces una soledad verde que dura de sol á sol.
No creo, sin embargo, que estas avenidas en pendiente se viesen más frecuentadas en los buenos tiempos del Imperio. El chino rico gusta de los jardines para verlos desde una ventana; rara vez pasea por ellos, los aprecia como un deleite de los ojos. Los mandarines del pasado únicamente debieron subir en palanquín los caminos ásperos de la Montaña del Carbón para llegar á su cumbre y sentarse en la torre que la corona, contemplando desde sus miradores todo el ámbito de una ciudad que sólo de tarde en tarde podían visitar á causa de sus deberes palaciegos.
En el centro del Mar de Enmedio ó de los Lotos, sobre una colina artificial con bosques y palacios, está el famoso árbol encadenado.
Cuando los emperadores manchures, hace dos siglos y medio, destronaron á la dinastía de los Ming, apoderándose de Pekín, el último de los Ming no quiso sobre[Pg 76]vivir á tal vergüenza y se ahorcó de una rama de dicho árbol. A los nuevos emperadores les convenía mantener intacto el prestigio de su investidura, la inviolabilidad religiosa de sus personas, y ordenaron el procesamiento del árbol por haber prestado sus ramas para esta acción sacrílega, condenándolo á prisión perpetua como reo de lesa majestad. El árbol hace muchos años que está seco, pero aún se mantiene erguido, negro y leñoso, en medio de una vegetación que goza de plena libertad, teniendo enroscadas á su tronco y sus brazos numerosas cadenas manchadas de herrumbre.
Sobre los canales con riberas de piedra que llevan el agua de un «mar» á otro, se lanzan las curvas de los puentes de mármol. En otros sitios ponen en comunicación el jardín con las islas. El arqueamiento exagerado de estos puentes resulta penoso para los pies occidentales. Uno de ellos, á pesar de su magnificencia, recibe el apodo de «El Jorobado» por la altura de su curva. El tiempo y el abandono han desgastado además los pequeños escalones de su doble pendiente, haciendo aún más difícil su tránsito. Pero los personajes chinos iban calzados con ligeras zapatillas de fieltro, que les permitían ajustar sus plantas á las sinuosidades del suelo, ascendiendo por ellas mejor que nosotros. Ya dije también cómo el monarca, con sus ligeras sandalias de pergamino, subía ritualmente las escalinatas por el «sendero imperial», que no siempre era camino fácil.
Actualmente los jardines de la Ciudad Prohibida no tienen otros guardianes que hombres del ejército. Al licenciar la República el personal enorme mantenido por los emperadores en sus palacios, lo suplió con soldados de línea. Como el ejército es muy numeroso en este país extraordinariamente poblado y gusta más de vivir tranquilo que de ejercicios y maniobras, una gran[Pg 77] parte de la guarnición de Pekín se halla dedicada á la vigilancia de los edificios públicos.
En todos los kioscos se encuentran soldados y fusiles. Sobre las riberas marmóreas de los lagos circulan patrullas con el arma al hombro. Junto á los puentes de atrevida curva hay militares que se apresuran a ofrecer una mano á los viajeros, ayudándolos á pasar sobre el lomo resbaladizo de mármol, en espera de una propina ó un simple cigarrillo. Si no reciben nada, no por ello dejan de sonreir y hacer cortesías. Estos mocetones, procedentes de las provincias del Norte, campesinos de buen humor que la República ha convertido en soldados, parecen más grandes de lo que son en realidad á causa de sus trajes de invierno, acolchados interiormente. Los forros de algodón en rama los hacen extremadamente obesos. Hay nieve en los rincones sombríos de la arboleda, flotan sobre los lagos anchas placas de helado cristal, pero como luce el sol, estos guerreros han dejado sueltas las orejeras de piel de sus gorras. Cuando pasa un destacamento se ve sobre las cabezas de sus hombres y por debajo de las hileras de bayonetas cómo se balancean al compás de la marcha los pares de orejas erguidas.
Por encima de las murallas de la Ciudad Roja espejean las techumbres de los palacios imperiales, todas con tejas de laca amarilla, color que únicamente podía usar el Hijo del Cielo. Una sucesión de nueve patios enormes (siempre el número simbólico), en torno á los cuales corre una cuádruple fila de edificios, forma el núcleo de la Ciudad Prohibida. Estos patios se comunican á través de portadas, sobre mesetas de mármol que tienen por ambos lados amplios graderíos. Las portadas también son de mármol y constan de tres puertas, estando reservada la del centro para el emperador y las otras para los mandarines, según su categoría. Sobre cada una de[Pg 78] aquéllas existe un pabellón de madera laqueada y dorada, con techo amarillo, cuyos aleros se encorvan en los ángulos.
Estos patios, orientados con arreglo á los puntos cardinales, tienen al Sur y al Norte las portadas de acceso, á ambos lados de ellas los salones más importantes, y al Este y al Oeste galerías, detrás de las cuales existen almacenes, dormitorios y cuadras. En torno al primer patio vivían los funcionarios palaciegos más modestos y los jefes de la Guardia imperial. Hay que advertir que la Ciudad Prohibida contaba siempre con una guarnición de 15.000 infantes y 5.000 jinetes.
Todos los nueve patios tienen pavimento de mármol, y por su centro corre un río atravesado por tres ó cinco puentes. Su extensión es tan enorme que el hombre parece perdido en ella, achicándose con una modestia lamentable cuando se aleja á uno de sus extremos. Para cortar la monotonía de estas llanuras rectangulares, embaldosadas de blanco y cerradas por ostentosos edificios, se alzan en ellas grandes pedestales sustentando leones chinescos, de ojos saltones como bolas, dentadura de cocodrilo y melena de perro. Otras veces sostienen cigüeñas de bronce ó vasos que parecen campanas olvidadas.
El segundo patio, el más enorme de todos, guarda en su fondo la sala imperial. Dentro de ella recibía el Hijo del Cielo á los embajadores y los príncipes feudatarios. En las galerías del Este y del Oeste estaban los almacenes de las cosas preciosas de su pertenencia particular, vastos salones que muchas veces no podían contener los tesoros del celeste emperador, dueño absoluto de un país más grande que Europa.
Uno de los edificios guardaba los vasos de bronce y diversas obras de metal hechas por los artífices de Pekín ó regaladas por los gobernadores de las provincias. Otro[Pg 79] contenía las peleterías preciosas enviadas por los cazadores de las provincias limítrofes con Siberia. El enorme Imperio chino abarcaba todos los climas y poseía todas las faunas, desde el oso de las llanuras de hielo á la pantera y el tigre de los arrozales cercanos á los mares del Sur.
En un tercer depósito se almacenaban las vestiduras de honor que el Hijo del Cielo regalaba como si fuesen condecoraciones á los funcionarios dignos de tal recompensa: gabanes de seda, con forros de zorro azul, de cibelina, de armiño. Otra sala contenía las piedras sin montar del tesoro imperial, diamantes, amatistas, esmeraldas, mármoles raros, jade de un verde tierno que parece vivir ó veteado de oro, perlas finas pescadas por los súbditos de las provincias meridionales. El ropero imperial ocupaba un edificio de dos pisos, con armarios y cofres repletos de maravillosas vestimentas, ligeras y coloreadas como flores. En un sexto depósito estaban las armas, ricas y célebres, tomadas al enemigo, y otras ofrecidas por los embajadores de los monarcas tributarios.
Creo oportuno recordar cómo fué en otras épocas el poder de los emperadores chinos. Nos hemos habituado tanto en los últimos tiempos á ver subyugado este país á las exigencias abusivas y crueles de las naciones europeas y de los japoneses, que apenas si nos damos cuenta de que el Hijo del Cielo vivió durante siglos y siglos, dentro del mundo asiático, más poderoso y obedecido que ningún monarca lo fué en Occidente. No había pueblo del viejo mundo que no reconociese su autoridad y temiera sus ejércitos innumerables. El Japón fué el único que se libró de tal vasallaje, por su posición insular y por los caprichos oceánicos que destruyeron todas las flotas chinas llegadas á sus costas. El cruel Timur, ó sea[Pg 80] el famoso Tamerlán, terror y azote de tantos pueblos, se declaró feudatario del Gran Kan residente en Pekín.
Hay que imaginarse el aspecto de este segundo patio en días de gran recepción. Se abre en su parte Norte lo que puede llamarse sala del trono y que los chinos titulan Tacho-Tien (Sala de la Gran Reunión). En el centro de ella colocaban el asiento del emperador, quedando las cuatro patas de dicho mueble á ambos lados del eje que divide por mitad á Pekín. Si abrían la puerta central del pabellón Sur, y sucesivamente las portadas de la Ciudad Roja, de la Amarilla y de la Tártara—todas colocadas exactamente en la misma línea—, el Hijo del Cielo, sin moverse de su asiento, podía extender sus miradas hasta el extremo Sur de Pekín, á través de toda la Ciudad China, en una extensión longitudinal de muchos kilómetros, viendo como un hormiguero la remota actividad de las muchedumbres circulando por la calle de Enfrente.
A la meseta de mármol que sustenta la Sala de la Gran Reunión se sube por cinco escalinatas que dan á otras tantas terrazas con balaustradas de maravillosa labor. El mármol ha sido trabajado como algo dúctil que adquiriese rápida forma bajo los dedos. Cigüeñas y dragones parecen correr entre los encajes marmóreos. Los siglos han dado á la preciosa piedra un color amarillo de miel.
Las puertas de esta sala imperial son de laca roja y de oro, con menudos dragones deslizándose entre ramajes complicados. También son de rojo y de oro las grandes columnas, y estos dos colores imperiales se repiten en el adorno de los muros, dando á todo el salón una visualidad que hace recordar las tintas de la bandera española agitada por el viento.
Sobre pedestales quebrados por los golpes más que[Pg 81] por los siglos, se ven unos vasos maravillosos de bronce verde, con adornos de oro pálido profundamente rayado. Fueron soldados japoneses los que en 1900 rascaron con sus cuchillos-bayonetas esta capa de oro, para llevarse el precioso polvo. Tal rapiña no resultó un acto extraordinario. Las tropas europeas llegadas á Pekín en la misma expedición contra los boxers mostraron igual conducta. Lo admirable de estas vasijas gigantescas, desfiguradas por la rapacidad de los invasores, es su timbre sonoro. Basta dar en ellas con los nudillos para que salga de sus entrañas una vibración misteriosa y ultraterrena, un eco que hace recordar las melodías planetarias imaginadas por los pitagóricos.
Todo el salón es de madera, paredes y columnas, pero con numerosas capas de laca roja, dorada ó de bronce verdoso, que imitan los tonos de los metales y las piedras preciosas, dando además á dichos colores la frescura eterna de su barniz, en cuyo brillo no logran morder los años.
El canal que atraviesa este segundo patio es profundo como un río. Cinco puentes de mármol lo atraviesan, para que en otros tiempos pudiesen pasar á la vez los imponentes cortejos del Hijo del Cielo. Sobre las cinco mesetas de mármol que se escalonan hasta la Sala de la Gran Reunión se mantenían derechos miles de mandarines durante el curso de la ceremonia imperial.
En este patio, donde podrían desplegarse cómodamente varios batallones europeos, formaban los destacamentos de las Ocho Banderas en que estaba dividido el ejército chino, con sus corazas multicolores, sus yelmos metálicos en forma de sombrilla, sus lanzas rematadas por anchos alfanjes, sus mosquetes que tenían por culatas cabezas de dragón, sus vestimentas de tinte anaranjado ó azul. Sobre el bosque brillante de las armas[Pg 82] ondeaban las Ocho Banderas, emblemas de las antiguas tribus manchures, amarilla, blanca, roja, azul ó con diversas combinaciones de estos cuatro colores. En el fondo, ocupando un lugar secundario y modesto, formaban las tropas de la Bandera Verde, las más numerosas y plebeyas, que mantenían el orden en las provincias del Imperio, haciendo oficio de gendarmería.
Hoy, todas las explanadas de mármol de la Ciudad Imperial, majestuosas y enormes, como no las tiene ningún palacio de la tierra, están solitarias. De tarde en tarde, cual si fuesen hormigas, se deslizan por sus llanuras cuadrangulares y blancas algunos pequeños grupos de soldados ó de curiosos. Sus verdaderos habitantes de ahora vuelan y viven en los aleros.
Los adornos salientes de los edificios tienen un color blancuzco, á causa de la capa de fenta depositada por los palomos. Éstos deshonran igualmente con sus residuos las terrazas de mármol y las imágenes de leones, tortugas y cigüeñas de verdoso bronce erguidas sobre pedestales. Unos cuervos pequeños y de graciosos movimientos revolotean en los patios ó se posan en los filos de las techumbres, alterando con sus voces el silencio de la gran ruina. Gritan como niños asustados; otras veces parecen burlarse de los que entran y salen en este palacio de inusitadas proporciones, que ellos poseen ahora absolutamente. En realidad, los personajes soberbios de la Historia, al construir monumentos que se imaginan inmortales, trabajan para el cuervo, la araña, el lagarto y la hiedra, sus herederos forzosos.
En los edificios de otros patios ha improvisado la República china un museo con lo que se pudo salvar de la rapacidad de las tropas civilizadas cuando vinieron en 1900 á socorrer á los sitiados del barrio de las Legaciones y á dispersar á los boxers. Dichas salas ofrecen[Pg 83] un aspecto poco ordenado, pero su magnificencia deslumbra y llega á fatigar los ojos. Mejor que museo debía titularse lo que se guarda en ellas «Colección de riquezas nacionales que no pudieron robar los representantes de la civilización occidental».
Sus porcelanas son de valor inestimable, piezas antiquísimas que parecen fabricadas por manos superiores á las del hombre. Se ven en las vitrinas lujosos muebles con todos los caprichos de la curva escamosa del dragón, tallados en ricas maderas; tronos de oro; corazas con incrustaciones de pedrería; árboles cuyas hojas y troncos están hechos con valvas de madreperla; armas cinceladas como joyas; trajes de ceremonia con bestias heráldicas de grueso realce; cetros de oro y cristal de roca; esmaltes de tan enormes proporciones que resulta inexplicable su producción; cascos y sombreros cubiertos enteramente de perlas, cual si hubiese caído sobre ellos un rocío celeste.
Muchos de estos objetos los ocultaron chinos fieles á la dinastía, cuando llegó la expedición de los países civilizadores, devolviéndolos luego al gobierno. Otros fueron robados por las tropas invasoras, y las comisiones encargadas de remediar tales delitos consiguieron rescatarlos. ¡Pero desaparecieron tantas riquezas!... ¡Fueron tan numerosos los robos!...
Cada vez que nos muestran un objeto precioso estúpidamente destrozado, los guardianes del museo se limitan á decir:
—Esto lo hicieron las tropas de las naciones civilizadas.
Y sonríen con una amabilidad irónica.
El pueblo chino ha cometido crueldades, como todos los pueblos de la tierra, pero muchas menos que las imaginadas por la ignorancia occidental. La culpa remota de este error la tienen los sacerdotes budistas, que tanto[Pg 84] aquí como en el Japón han hecho circular durante varios siglos estampas horripilantes representando cuantos tormentos sufren en la otra vida los que mueren en pecado. Son casi iguales á las estampas del infierno y de sus suplicios que existen en los países católicos.
Muchos viajeros, al ver estas escenas del infierno budista, las creyeron una fiel representación de tormentos complicados y monstruosos que aplicaban antiguamente chinos y japoneses. Nada más falso. En China han existido la muerte á palos y la decapitación, como en casi todos los países de la tierra. Durante las revueltas populares y las guerras civiles abundaron refinadas ejecuciones y matanzas, aunque tal vez menos que en ciertos países de Europa y América. Sus piratas y sus bandidos de tierra firme no fueron peores que los de otras partes.
En cambio, la expedición civilizadora contra los boxers abundó en episodios inauditos. Un soldado procedente de uno de los países más cultos de Europa, al pasar con varios camaradas por una de las calles de Pekín, vió en la puerta de su tienda á un mercader extremadamente gordo, con esa obesidad monstruosa producto de una vida sedentaria, lenta y pacífica.
—Me interesa saber—dijo—lo que ese chino tiene en el vientre.
Y de un bayonetazo le rajó el abdomen, echando afuera sus tripas.
Estos chinos que parecen cansados y hasta apolillados, después de cincuenta siglos de civilización á su modo, hablan con ironía del estado que ocupan en el mundo moderno.
«Nosotros los salvajes», dicen con burlona modestia. Y añaden poco después: «Los blancos, que nos hacen el favor de querer civilizarnos...»[Pg 85]
Hemos mencionado ligeramente algo de lo ocurrido durante la última entrada en Pekín de las tropas civilizadoras. En otra expedición militar emprendida en tiempos de Napoleón III por un ejército de ingleses y franceses, el robo de los palacios imperiales resultó inaudito. Casi todas las riquezas de arte chino existentes en Europa datan de aquella invasión de bandidos civilizados.
Además, la artillería de las citadas tropas se instaló en el primitivo Palacio de Verano, cerca de Pekín, y la explosión intencionada ó casual de su depósito de pólvora hizo desaparecer instantáneamente este monumento célebre del arte chino.
Otra intervención anterior de Inglaterra, en la primera mitad del siglo XIX, que la permitió adueñarse de Hong-Kong, aún fué más vergonzosa. Los gobernantes chinos, para librar á su pueblo del envilecimiento del opio, prohibieron el consumo de dicha droga. Los ingleses siguieron entrándola de contrabando, porque así convenía á su comercio, y como el virrey de Cantón embargase varios cargamentos, echándolos al agua, la piadosa y liberal Inglaterra envió sus batallones y sus navíos contra el gobierno del Hijo del Cielo para defender una vez más la civilización... y la venta del opio.
—Nosotros los salvajes—repiten sonriendo los chinos.
Saben que su enorme y viejo país, rutinario y fatigado como todos los pueblos extremadamente antiguos, dió al mundo la brújula, la imprenta, la pólvora, la porcelana y los principios fundamentales de la agricultura científica.[Pg 86]
La retratista de la emperatriz.—La mentalidad de una soberana china.—Los hermosos camellos de Pekín.—Las murallas de la capital y su antigua artillería.—Maravillas del Palacio de Verano.—El «lago-mar».—El famoso Navío de Mármol.—Un puerto de comercio improvisado, para que el Hijo del Cielo se disfrazase de vagabundo.—Robo de dos azulejos.—El feliz «triángulo» imperial.—El joven ex emperador y el presidente de la República.
Miss Catalina Carl es una pintora notable de los Estados Unidos y la única dama de raza blanca que vivió en los palacios imperiales de la China.
En 1905, estando en Shanghai, fué llamada á Pekín por la Legación norteamericana. La emperatriz regente, que vivía como ciertas reinas famosas de otras épocas, gobernando á su modo el vastísimo Imperio y haciendo frente á las ambiciones de las potencias occidentales, sentía repentinamente deseos de imitar la existencia de los remotos soberanos de Europa. Pero tales deseos no eran más que movimientos de curiosidad, retrogradando en seguida á sus antiguas costumbres. Esta emperatriz, que fué verdaderamente el último soberano chino—la República se proclamó tres años después de su muerte—, quiso que la retratase un artista blanco, y al saber que una pintora célebre viajaba por sus Estados, aprovechó la ocasión, prefiriendo servir de modelo á una mujer.[Pg 87]
La citada artista ha escrito un libro interesante sobre su vida palaciega y además me relató nuevas anécdotas durante mi permanencia en Pekín. Era la emperatriz una manchur de carácter enérgico, que ejercía con verdadera vocación sus funciones de gobernante. Teniendo que dirigir los destinos de un territorio enorme como un continente, con una población de cuatrocientos á quinientos millones de seres, se equivocó muchas veces; pero un hombre de talento, obligado á desempeñar una autoridad tan variada y extensa, tal vez habría cometido los mismos errores.
En su tiempo ocurrió la revolución de los boxers. Mirada del lado europeo, esta revolución resulta un alzamiento horripilante por sus crueldades. Examinada desde el punto de vista chino, fué una protesta nacionalista, una explosión de odio contra los extranjeros, dominadores del país. Por esto la figura de la última soberana resulta confusa y contradictoria. Algunos la creen una emperatriz mesalinesca, con los defectos de Catalina de Rusia. Otros la admiran como una gran patriota. Miss Carl sólo guarda de ella excelentes recuerdos y se enternece al relatar sus bondades.
Esta reina, poseedora de más súbditos y territorios que ningún soberano de Europa, recibió á la artista californiana con una afabilidad burguesa, sin aparato alguno. Al saber que era huérfana, le dijo:
—Yo seré tu madre. No te preocupes de tu porvenir. Corre á mi cargo hacerte feliz.
Y la instaló en uno de sus palacios, con un mayordomo que capitaneaba á trescientos domésticos. En el Extremo Oriente la importancia de los personajes se mide por el número de criados, y nadie sabe hasta dónde puede llegar la cantidad de éstos, teniendo en cuenta las divisiones del servicio. Uno está encargado[Pg 88] solamente de los platos, otro de las copas, cada lecho de la casa tiene un sirviente especial, etc.
Después que la pintora tomó posesión de su palacio y pasó revista á su batallón de servidores, aún tuvo que esperar varios meses para dar principio á su obra. Hacer un retrato de la emperatriz de la China era negocio de Estado, digno de largos estudios y lentas discusiones. Primeramente una comisión de astrólogos levantó el horóscopo de miss Carl para saber si su espíritu era compatible con el de la sagrada emperatriz, ó iba á causarle graves daños al ponerse en contacto con ella. Cuando al fin reconocieron los sabios que podía aproximarse á la soberana sin peligro alguno, los geomantes del palacio entraron en funciones para decidir qué edificio sería el más á propósito para el trabajo de la artista. Y después de encontrado el sitio, hubo que hacer nuevos estudios, fijando el día y la hora favorables para dar la primera pincelada.
Tan satisfecha quedó la emperatriz de miss Carl, que años después le pidió que hiciese un segundo retrato de ella. Estas dos obras adornan los salones más grandes del Palacio de Verano. La soberana aparece en ambos lienzos ocupando un trono, con el traje femenino de la dinastía manchur. Va cubierta de joyas lo mismo que un ídolo; tiene los pies pequeños naturalmente, sin la deformación tradicional de las antiguas chinas; su tocado se levanta y se abre sobre la frente como una canastilla de flores.
Mientras era pintada por su retratista, iba haciéndola preguntas, con una curiosidad de niña, sobre el modo de vivir las mujeres en los países de raza blanca.
La etiqueta china no le había permitido ver nunca las calles de Pekín. Gobernaba su vastísimo Imperio sin haber visitado ninguna de sus ciudades. Todo lo sabía de oídas, según se lo habían contado sus mandarines.[Pg 89] Cuando atravesaba la capital una vez al año para ir al Templo del Cielo con el joven emperador, ó al trasladarse desde su residencia de invierno en Pekín al Palacio de Verano, no le era posible ver á su pueblo. Calles y caminos quedaban desiertos desde un día antes. Los chinos sabían que era delito, pagado con la cabeza, todo intento de conocer á sus soberanos. La emperatriz, seguida de su brillante séquito, pasaba como un fantasma por estas calles muertas, y para que su tránsito resultase aún más irreal, servidores palaciegos ocultos en tejados y árboles dejaban caer una lluvia de pétalos rojos y amarillos, colores emblemáticos de la dinastía, como un homenaje celeste.
Para esta dueña absoluta de quinientos millones de seres humanos, la mayor diversión era asomarse con disimulo á una ventana, en las horas matinales, viendo á los pobres servidores de sus cocinas que traían á cuestas sacos ó cestos de comestibles. Así podía conocer otras gentes que los personajes de su corte. Poco después, la tradición y el orgullo dinástico renacían en su interior, haciéndole incomprensible la vida ordinaria de las soberanas europeas.
Mostraba una simpatía instintiva y una admiración «de clase» por la reina Victoria de la Gran Bretaña. Se había enterado por sus ministros y por los diplomáticos de la existencia de esta emperatriz, semejante á ella, que gobernaba la otra vertiente del mundo.
En el fondo de su alma china se creía superior á su colega. Los sabios del país, herederos de cinco mil años de ciencia, le habían enseñado que el Imperio de Enmedio ocupa el vértice de la tierra, mientras la pobre Europa se mantiene agarrada, con grandes esfuerzos, á uno de sus lados. Pero de todos modos, Victoria resultaba la única mujer que podía compararse con su persona[Pg 90] celeste en el mundo de los blancos. Propiedad de ella eran las islas flotantes que marchan por los mares arrojando humo; también le pertenecía una parte del Asia, la India, el país más poblado después de la China, y la Hija del Cielo no podía comprender cómo tan gran señora salía á pie por unas calles donde marcha todo el mundo y viajaba sin largo séquito, lo mismo que una tendera de Pekín.
—¿Tú crees que verdaderamente vive así?—preguntaba á su retratista—. ¿No me habrán engañado?
Miss Carl tiene la bondad de acompañarme á los lugares cerrados y maravillosos donde vivió algunos años cerca de la emperatriz regente: al Palacio de Verano, retiro favorito de ésta. Desde la caída del Imperio ha vuelto pocas veces á este paraíso regio. Le infunde una tristeza profunda ver con aspecto de próximas ruinas los palacios y los jardines que ningún blanco visitó antes de ella.
Vamos á pasar un día entero en el Palacio de Verano, y aun así nos faltará tiempo para conocer todos sus valles y montañas, abundantes en alcázares y pagodas; para viajar—ésta es la palabra exacta—por las cuatro orillas de mármol de su lago.
Esta artista experimentó tan hondamente la atracción de la vida china, que no ha querido marcharse de Pekín, á pesar de haber desaparecido casi todos los personajes del tiempo del Imperio, y habita en el nuevo barrio europeo que ha ido formándose junto al antiguo de las Legaciones.
Seguimos en automóvil la larga avenida de la Paz Perpetua y otras calles no menos anchas de la Ciudad Tártara. Vemos algunos mercados, rebullentes de muchedumbre á esta hora matinal. En las cercanías del llamado del Carbón abundan las caravanas de camellos.[Pg 91] Todos los artistas que han pintado escenas de Pekín colocan invariablemente junto á sus murallas una fila de camellos, y este detalle, que parece rebuscado adorno, no es más que copia exacta de la realidad. Siempre tuve que detener mi automóvil en las puertas de Pekín para dejar paso á estas escuadras de navíos terrestres, que avanzan moviendo la cabeza como una proa y balanceando sus costados.
El camello de aquí no es el de África, pelado, calloso y de una delgadez que marca la osamenta bajo la piel, como si fuese á rasgarla con sus aristas. Las caravanas chinas están compuestas de camellos gallardos y majestuosos. Se mueven de un modo rítmico, sus ojos abultados tienen una expresión inteligente; además ostentan el regio adorno de sus lanas rojizas, semejantes á las melenas del león. Estas lanas les caen por ambos lados como una gualdrapa y se extienden piernas abajo en forma de pantalones.
Por el interior de la ciudad marchan en fila y atados, para que no entorpezcan la circulación. Cada uno lleva la cuerda de su bozal sujeta á la cola del compañero que le precede. En las cercanías de los mercados, al verse libres de sus cargas, doblan las patas y quedan inmóviles sobre las aceras, mientras los camelleros venden sus mercancías.
Sopla el viento mongólico de una mañana invernal. Los charcos de las avenidas están helados. En los rincones, adonde no llega el sol, hay montones de nieve. Los camellos, con sus cuatro patas ocultas, parecen sobre la acera montones de lana rojiza, de los que surgen sus cuellos de reptil antediluviano y lanzan por sus narices curvas dos chorros de vapor.
Atravesamos una de las puertas de Pekín. Todas ellas están rematadas por castillos de vetustas techum[Pg 92]bres. Los colores de sus muros se hallan tan modificados por el tiempo, que es imposible darles una clasificación dentro de la gama conocida.
La antigua muralla de Pekín es la fortificación más grandiosa y más inútil que puede encontrarse en el mundo entero. Su anchura va más allá de las proporciones conocidas. En realidad se compone de dos murallas, habiendo rellenado los antiguos constructores, con tierra y escombros, el espacio abierto entre ambas. A causa de esto, las puertas son profundas como túneles, y no obstante su altura parecen agujeros de ratonera por su extremada longitud. Al pasarlas se encuentra una nueva muralla en forma de media luna, una plaza de armas en la que puede formar desahogadamente un batallón, y otro castillo para que los asaltantes, después de haber tomado la primera puerta, encuentren el obstáculo de una segunda. Sin embargo, las fortificaciones de Pekín no sostuvieron jamás ningún sitio heroico y los invasores las atravesaron con facilidad.
En los castillos de aleros cornudos que coronan estas puertas hay grandes troneras para la artillería, pero hace más de cien años que no se ha asomado á ellas la boca de un cañón. Los basamentos de las baterías superiores son de madera y están casi pulverizados por la carcoma. Además, la antigua artillería china necesitaba para funcionar unas plataformas extraordinariamente macizas. Este pueblo de admirables fundidores, que fabricó Budas colosales cuando en Europa no sabían ir los broncistas más allá de las dimensiones humanas, produjo cañones tan grandes como las piezas recientes de la artillería moderna. Su tiro era incierto y corto, pero en cambio sus bocas imitaban fauces horribles de dragón, gargantas de monstruos quiméricos, para infundir pánico á los enemigos.[Pg 93]
Nuestro automóvil corre por los suburbios de Pekín y se lanza luego á través de la campiña. El Palacio de Verano está á veinte kilómetros, en un lugar que los emperadores modificaron á su gusto para hacer surgir de él un paraíso, como Luis XIV hizo brotar de áridas llanuras los jardines de Versalles con sus fuentes y estanques. Pero la obra de los soberanos chinos resulta más enorme en sus dimensiones que la del rey francés. Fueron varios monarcas celestes los que se sucedieron en su ejecución. Además, contaron con el trabajo disciplinado y tenaz de muchedumbres incansables.
Seguimos las riberas de un canal que va desde Pekín al Palacio de Verano. Ahora este curso acuático está interrumpido en varios lugares. Antes el Hijo del Cielo podía ir desde la Ciudad Violeta al Palacio de Verano en barcas doradas, de las que tiraban grupos de servidores caminando por la orilla.
Paso un día entero en este palacio-jardín, que tiene varias leguas de circuito. Como se halla lejos de la capital, sólo de tarde en tarde ve llegar visitantes, y los soldados que lo guardan llevan una vida campestre, como si viviesen destacados en un fortín de la frontera tártara. Un ambiente melancólico de profunda paz envuelve esta obra vastísima, destinada á unos soberanos de origen celeste cuya sucesión se cortó para siempre.
Vemos las salas de audiencia, la parte del Palacio de Verano que los emperadores destinaban al mundo exterior. Aquí venían á turbar su vida campestre ministros, embajadores ó virreyes de las provincias. En uno de los salones, dos estatuas enormes de bronce, representando un fénix y un dragón, se alzan sobre pedestales de jaspe con sus bocas abiertas. Según me explica mi acompañante, que tantas veces pasó por estas habitaciones, las dos bestias esparcían por sus fauces una[Pg 94] nube invisible de perfume mientras duraba la audiencia imperial. También vemos en patios y salones grandes vasos de bronce, verdes y dorados, con una fauna enroscada de monstruos escamosos. Estos recipientes contenían agua. Los chinos consideran higiénico tener vasijas de agua en sus habitaciones, por creer que este líquido purifica la atmósfera tragándose los miasmas.
Más allá de las salas de recepción y antes de llegar á los edificios que fueron las verdaderas residencias imperiales, está el teatro, patio enorme encuadrado por palacios bajos de madera dorada y laqueada, sobre plataformas de mármol.
En el centro de dicho patio se levanta el escenario, edificio de tres pisos. Los actores hablaban á gritos, pasando de un piso á otro, según las exigencias escénicas.
Miss Carl me describe las representaciones á que asistió muchas veces. Duraban un día entero, y en los entreactos comía el público, servido por el personal de las cocinas imperiales. Tres lados del patio estaban ocupados por los funcionarios de la corte, los personajes invitados por el emperador y los mandarines célebres por su sabiduría ó sus hazañas guerreras. El lado restante era para las mujeres de la familia imperial y su séquito de damas. Varios biombos colocados oportunamente las permitían ver el escenario sin ser vistas á su vez por la concurrencia masculina.
Después del teatro vamos pasando al pie de una sucesión de colinas con vertientes escalonadas, formando bancales. Estos peldaños tienen muros de contención, hechos de azulejos, y fueron jardines. Ahora se muestran cubiertos de hierbas parásitas, secas por el frío. En tiempo de los emperadores estaban plantados de peonías, y cada una de dichas cumbres era una pirámide de flores,[Pg 95] sustentando en su cúspide un edificio rojo y dorado, pagoda ó kiosko.
Se abre de pronto el paisaje, se apartan bruscamente edificios, columnatas y montañas. Una llanura blanca y azul se prolonga ante nosotros. Es el famoso «mar» del Palacio de Verano, extensión acuática que no tiene semejante en ningún jardín de la tierra.
Los estanques de Versalles y otros parques famosos pierden su importancia al compararse con esta magnificencia líquida. Para apoyar tal afirmación baste decir que este lago, cuyos límites sólo se abarcan desde una altura y que por única vez justifica la énfasis de los chinos al llamarle «mar», tiene todas sus riberas enlosadas de mármol en una extensión de kilómetros y kilómetros, con balaustradas también de mármol, talladas como un mueble precioso. Es una riqueza aplastante—no puede llamarse de otro modo—, y sin embargo la amplitud de la perspectiva, el aire libre, el movimiento luminoso de las aguas, dan una ligereza simpática á su solemne enormidad.
Sobre una gran parte de estas riberas se extienden caminos cubiertos, galerías de madera pintada, que parecen no tener fin. En sus techos hay miles de paisajes representando los lugares más célebres de la China. Por los frisos corren procesiones de animales con una variedad infinita. Se adivina que esta obra ha costado muchos años, interviniendo en ella numerosas huestes de pintores. Es un trabajo verdaderamente chino, de aparente sencillez, que asombra y desorienta luego por su diversidad, cuando se le examina detalle por detalle, acabando por fatigar al observador. Paseando el Hijo del Cielo, durante años y años, por estas galerías, llegaba á conocer, aunque fuese de un modo vago ó imperfecto, la grandeza de sus Estados con su fauna y su flora, así como los aspectos de sus ciudades.[Pg 96]
Ríos interiores parten del lago, serpenteando luego á través de los jardines. Puentes de mármol de giba audaz se encorvan sobre sus orillas. Todas las pequeñas montañas son artificiales, hechas á brazo por multitudes innúmeras de trabajadores. Los palacios y templos de sus cumbres tienen plataformas y balaustradas de mármol, paredes de porcelana verde, blanca y azul, aleros de madera tallada con tejas de amarillo oro—el color imperial—, y por el filo de sus ángulos avanzan hileras de dragones y monos.
Junto á la extensión acuática hay bosquecillos frondosos, de suaves penumbras, y ante las escalinatas de los embarcaderos se alzan arcos triunfales. Los puentes de mármol ponen en comunicación la orilla con dorados kioscos para tomar el té.
Todo el centro del lago es blanco y sólido, con rugosidades azuladas. El invierno lo ha helado profundamente. Junto á las orillas la costra glacial se ha roto, y el agua, libre, deja ver su verde profundidad, en la que tiemblan las cabelleras de una sedosa vegetación. De vez en cuando pasan, como relámpagos de púrpura y oro, peces chinos de largos faldellines en su cola. Varios cisnes blancos, salidos no sé de dónde, vienen á nuestro encuentro cortando el agua libre y frígida, con la esperanza de que ofrezcamos algo á sus ávidos picos. Barcas doradas de aspecto vetusto se balancean, como recuerdos del pasado, entre los pequeños témpanos sueltos de la ribera.
Un buque mucho mayor y completamente blanco atrae la atención del visitante. Es el famoso Navío de Mármol. Esta isla en forma de embarcación la hizo construir uno de los últimos emperadores, colocando sobre su casco de mármol un palacio, también de la misma piedra. Un puente une la orilla y el buque inmóvil.[Pg 97]
Los republicanos chinos explican el origen de este capricho de un monarca que, á semejanza de casi todos sus iguales, nunca había visto el Océano. En el pasado siglo necesitó la China realizar grandes esfuerzos pecuniarios para crear una verdadera flota moderna, capaz de repeler las ambiciones, cada vez más intolerables, de las potencias europeas y del Japón. Cuando al fin se reunieron los fondos necesarios para construir navíos de combate, el Hijo del Cielo empezó por dedicar una parte de ellos á su marina del Palacio de Verano, y creó este buque de mármol.
No intento comprobar la anécdota consultando á mi simpática acompañante. Se muestra emocionada por los recuerdos que despierta en ella este palacio. Guarda una memoria demasiado viva de las bondades de su imperial modelo, para que pueda aceptar la citada explicación sobre el origen del Navío de Mármol.
Visitamos en lo alto de una montaña artificial el templo de los Diez Mil Budas. Luego pasamos á otras cumbres ocupadas por nuevos palacios y nuevas pagodas. En escalinatas y mesetas vamos encontrando soldados que parecen enfermos de hidropesía, á causa de la hinchazón de sus uniformes, acolchados interiormente. Sufren las molestias del frío y la soledad, pero al mismo tiempo son los únicos poseedores del inmenso jardín, como si hubiesen heredado á los Hijos del Cielo.
En lo alto de la Montaña del Oeste, un kiosco con miradores de porcelana y columnas de laca ha sido convertido en restorán para los visitantes. Al entrar en él vemos un grupo de soldados en torno á una mesa, comiendo cacahuetes y pepitas de calabaza á guisa de aperitivos.
Almorzamos en dicho kiosco, contemplando á nuestros pies toda la llanura blanca del «mar» congelado.[Pg 98] Miss Carl nos explica las particularidades del paisaje. Vemos casi en el límite del horizonte varias colinas con pagodas en su cumbre. Sobre una de ellas se alza una torre formada por siete pequeños templos superpuestos.
Nos asombra el saber que estas alturas lejanas también pertenecen al Palacio de Verano y los límites del jardín imperial aún van más lejos. Cerrará la noche sin que hayamos visto más de una mitad de este mundo aparte, creado para los monarcas más invisibles de la tierra. Nadie como ellos supo buscar la paz y la dulzura de la vida. Fueron pastores de hombres, destinados por herencia á regir los rebaños más numerosos del mundo, y sin embargo vivieron alejados de sus semejantes, como si perteneciesen á otra humanidad, en un paraíso artificial moldeado egoístamente con arreglo á sus caprichos.
Algunos emperadores sentían de pronto la nostalgia de la vida vulgar, deseaban rozarse con el populacho, conocer las amargas luchas sostenidas por sus súbditos para ganarse el puñado de arroz. Aburridos de su excesiva majestad, ansiaban no ser Hijos del Cielo, querían vivir como simples hombres.
En tales momentos, los directores de sus placeres improvisaban un puerto á orillas de este lago, con numerosos «juncos» mercantes anclados en sus aguas y todo el caserío de una ciudad comercial. Los cortesanos se disfrazaban de mercaderes y marinos; las damas de la corte eran criadas de taberna ó desempeñaban peores papeles. El Hijo del Cielo, vestido como un vagabundo, hacía sus pequeños robos en el mercado de la ciudad fingida y circulaba por sus peores antros, sin que nadie se atreviese á reconocerlo. De pronto reñían cuchillo en mano falsos navegantes y tenderos, chillaban las hembras, acudía la guardia, y así iban reproduciéndose todas las escenas de los puertos chinos, corrompi[Pg 99]dos y pululantes como una gusanera. Este Carnaval divertía durante unas semanas al Hijo del Cielo y á las 80.000 ó 100.000 personas que vivían en torno de él.
Vemos de lejos las arboledas del Parque de Caza. Ahora están despobladas. En tiempos del Imperio volaban sobre sus frondas millares de palomos amaestrados, á los que habían puesto una flautita debajo de cada ala. Eran animales eólicos que al volar iban dejando una estela de dulces sonidos, y como las pequeñas flautas tenían diversos tonos, estos músicos alados poblaban el espacio con las caprichosas armonías de una orquesta vagorosa.
Encontramos nuevas escaleras cubiertas, cuyos techos guardan pintada una fauna infinita de dragones. Parece imposible que la imaginación haya podido concebir tantas variedades de un solo animal quimérico. La baranda de las múltiples escalinatas es maciza, hecha con azulejos verdes y amarillos.
Como el Palacio de Verano lleva varios años de abandono, estas barandas, faltas de reparación, han dejado caer sus ladrillos esmaltados en diversos lugares. Tomo dos, uno verde y otro amarillo oro, para ocultarlos debajo de mi gabán. Pienso que cuando vuelva á Europa me será grato ver sobre mi mesa estos dos fragmentos del Palacio de Verano. Me siento ladrón, como la mayor parte de los europeos que vinieron aquí para civilizar á los chinos. Además, ¿cuánto podrán durar aún estas construcciones frágiles y olvidadas?... ¿Existirá el Palacio de Verano á mediados del presente siglo?...
Al volver á la capital pasamos ante las ruinas del otro Palacio de Verano, el más antiguo, que destruyeron las tropas anglo-francesas con la voladura de su polvorín. Pero apenas me fijo en él, me preocupa algo más reciente. Sé que en Pekín existe un emperador, á pesar de[Pg 100] que el país está constituído en República hace doce años. He preguntado repetidas veces por él, y nadie conoce con certeza el lugar donde vive oculto.
Los chinos, tan extraordinariamente tildados de crueles, resultan incomprensibles muchas veces por su dulzura y su tolerancia, virtudes que les permiten encontrar una solución agradable á los conflictos más enrevesados.
Cuando en Europa se destrona á un monarca, se le hace salir del país inmediatamente. En algunas ocasiones, para liquidar de veras el pasado, hasta se le corta la cabeza.
En China, los republicanos, después de su triunfo, dejaron en paz al joven emperador para que continuase viviendo lo mismo que antes. Y como en realidad el monarca no había salido nunca de la Ciudad Prohibida, ni gobernado otra cosa que su vivienda—los ministros lo hacían todo en su nombre—, debe pensar á estas horas que la República no se diferencia mucho del antiguo régimen.
Algunos que parecen bien enterados me aseguran que continúa instalado dentro de la Ciudad Prohibida, en lo más céntrico de la Ciudad Violeta. Es tan enorme y con entrañas tan complicadas la antigua Ciudad Imperial—una legua de circuito—, que el monarca destronado puede seguir ocupando varios palacios y un jardín, sin que su antiguo pueblo sepa dónde está. En verdad, cuando era emperador su vida no abarcaba mayor espacio sobre la tierra.
Parece que este jovenzuelo es más feliz que antes, porque no recibe visitas y nadie le molesta con inútiles consultas. Le casaron de niño con una de su edad, y los dos siguen jugando, ya mayores, en kioscos y jardines. Él está enamorado de una amiga de su mujer, pertene[Pg 101]ciente á una gran familia de mandarines adictos al Imperio. Los chinos sólo tienen una esposa legítima, pero la costumbre les permite un número ilimitado de amigas dentro de la casa. Y el feliz «triángulo» imperial vive paradisíacamente en el centro de Pekín, sin que nadie se acuerde de su existencia.
De tarde en tarde el ex emperador recibe la visita del presidente de la República, que también habita un palacio dentro de la antigua Ciudad Prohibida. Unas veces es un mandarín letrado, otras un «doctor en armas», ó sea un general, pues la República china sufre los cambios bruscos de los seres en crecimiento, las aventuras violentas de toda juventud.
El último Hijo del Cielo no sabe en realidad lo que es un presidente de República. Debe creerlo un ministro universal, un favorito como los que gobernaban en otro tiempo la China despóticamente, mientras sus abuelos imperiales permanecían invisibles en la paz majestuosa del Palacio de Verano.
Bien puede ser que algunas veces se le ocurra la conveniencia de aplicarle al Presidente unas cuantas docenas de bastonazos con un bambú duro, para que atienda con más generosidad á sus gastos. Pero no ve en torno de él á los eunucos de la antigua corte encargados de dicha función.
Sólo encuentra en sus jardines militares azules, de uniforme repleto durante el invierno, que le miran frente á frente con una audacia de campesinos sublevados, no pudiendo comprender por qué razón á un hombre que marcha lo mismo que ellos sobre la tierra lo llamaron sus pobres antepasados, durante cincuenta siglos, el Hijo del Cielo.[Pg 102]
Un muro de 600 leguas edificado en ocho años.—El chino sabe demasiado para ser militar.—Las industrias fúnebres.—Entierros ruinosos.—Las tumbas de los emperadores de la dinastía «Luminosa».—En las puertas de la Tartaria.—Los vagabundos de la Gran Muralla.—La caravana de Kalgán.—El frío viento de la Mongolia.—Los dos ciegos musulmanes.
En este país extremadamente viejo, decano de todas las naciones actuales, no abundan los monumentos que puedan llamarse antiguos. Templos y palacios sólo alcanzan una vida de contados siglos. Lo eterno es la China, su historia y sus costumbres. El alma del país perdura inmutable á través de miles de años. La exterioridad de las cosas resulta transitoria y ha sufrido muchas renovaciones.
Su monumento más venerable y famoso es la Gran Muralla. Representa en la historia del pueblo chino lo que las Pirámides para la primitiva nación egipcia.
Las Pirámides tienen algunos miles de años más que la Gran Muralla. Cuando el emperador Hoang-Ti levantó ésta 240 años antes de J. C., las Pirámides eran ya antigüedades milenarias que venían á contemplar viajeros de otros países. Pero como esfuerzo constructivo, la obra china resulta más enorme que la de los primeros Faraones de Memfis. Resultan las Pirámides más gran[Pg 103]diosas al poder abarcarlas el visitante con sus ojos; imponen un respeto casi místico por su pesadez de cumbre; tienen la concreción aplastante del amontonamiento. La Gran Muralla es una obra de extensión, un trabajo de gigantes en sentido horizontal, que casi nadie ha podido apreciar en conjunto, pues esto exigiría un viaje larguísimo. Los chinos, para crearla, manejaron indudablemente mayor cantidad de materias que los fellahs constructores de las Pirámides.
Ocupa la Gran Muralla una longitud de 600 leguas, distancia mayor que la existente entre Madrid y París. Algunos han calculado que con sus materiales se podría construir un muro que diese por dos veces la vuelta á la tierra. Tal obra la ordenó Hoang-Ti, porque deseaba separar sus Estados del resto del mundo, y para él todo el mundo eran los tártaros y los manchures, que podían atacar á su nación por el Norte.
Hoang-Ti sólo gobernaba entonces la verdadera China, ó sea las llamadas Diez y ocho Provincias. Una cosa es la China y otra el Imperio chino. Los tártaros y los manchures, que á pesar de la Gran Muralla acabaron por invadir el suelo de la China, fundieron sus territorios con las provincias de los vencidos, dando así su extensión actual á este Imperio de once millones de kilómetros cuadrados y quinientos millones de habitantes. Hace muchos siglos que la Gran Muralla resulta una obra completamente inútil, por haber quedado dentro del Imperio, extendiéndose la nación á un lado y á otro de sus baluartes; pero en sus primeros tiempos significó un gran adelanto como obra de fortificación, defendiendo á la China de sus más temibles enemigos.
Se extiende sin interrupción 2.400 kilómetros sobre cumbres de montañas, sobre valles profundos, y algunas veces sus cimientos se apoyan en pilotes para atra[Pg 104]vesar terrenos blandos y pantanosos. El emperador exigió á los ingenieros que no dejasen fuera de la muralla la más pequeña parcela de sus tierras, y esta orden hizo aún más dificultoso el trabajo. Quiso además que la obra colosal se terminase cuanto antes y fué emprendida por muchos puntos á la vez, dedicándose á ella millones de hombres.
En menos de ocho años se realizó, venciendo todos los obstáculos naturales, y según cuentan los historiadores, murieron en esta empresa sobrehumana unos 400.000 hombres.
Su trazado tiene el ondulamiento del dragón, línea favorita de los artistas chinos, pero tal forma se debe también á la exigencia imperial de seguir con rigurosa exactitud los límites de sus provincias septentrionales. En algunos sitios parece suspendida de los flancos escarpados de las montañas; otras veces se oculta en gargantas profundas ó pasa como un puente sobre ríos y torrenteras.
Todo el que visita Pekín siente la atracción de la Gran Muralla. Presenta ésta diversos aspectos según los sitios que atraviesa, é imagínese el lector si ofrecerá puntos de vista distintos en una extensión de 600 leguas. El lugar más frecuentado por pintores y fotógrafos se halla á varias horas de Pekín, empleándose para llegar á él un ferrocarril que va á la Mongolia y tiene por término la ciudad de Kalgán, situada casi en pleno desierto.
Atravesamos la mayor parte de la capital, poco después de amanecer, para ir á la estación de esta línea férrea construída por una empresa china. Se halla fuera de las murallas, al otro extremo de la Ciudad Tártara. Nunca como en esta mañana me di cuenta de la extensión de Pekín. Nuestro automóvil rueda kilómetros y kilómetros, siempre por avenidas que parecen sin tér[Pg 105]mino. Vemos calles laterales con las fachadas llenas de anuncios colorinescos y el arroyo obscurecido por una apretada muchedumbre. Atravesamos mercados con inmóviles caravanas de camellos.
Todas las puertas de la antigua Ciudad Prohibida ostentan á ambos lados, clavadas en su muralla rosa, dos banderas cuyas telas tienen muchos metros de amplitud. Es el pabellón quinticolor de la China revolucionaria, rojo, amarillo, azul, blanco y negro. La República hace gran ostentación de su nueva bandera, como si esto bastase para modernizar á un país que hasta hace poco no conocía otro símbolo patriótico que los dos dragones heráldicos de sus emperadores. Algunos edificios oficiales han adornado sus fachadas con falsas columnas y capiteles de papel multicolor que muestran la prodigiosa habilidad manual de los artífices del país. Estamos en las fiestas de Año Nuevo, colocadas por el calendario chino algunos días después de nuestro 1.º de Enero, y todos los palacios gubernamentales se cubren de dichos adornos.
Llegamos finalmente á la estación del ferrocarril de Mongolia. Junto á ella se extiende un campo de maniobras, y mientras llega la hora de partir el tren vemos cómo trotan, cómo se echan al suelo y nos apuntan con sus fusiles varios grupos de soldados vistiendo uniforme blanco y azul, todos con zapatillas afieltradas, de pie negro y caña blanca, que son el calzado nacional.
Dicen que estos soldados resultan tan excelentes como los mejores si los dirigen oficiales extranjeros, capaces de hacerlos avanzar con su ejemplo y con el automatismo de la disciplina. Pero al ser mandados por generales chinos no hay tropas más blandas, más refractarias al ataque á pecho descubierto, con menos «mordiente». Esta flojedad, incomprensible en hombres que aprecian la vida menos que nosotros y parecen más[Pg 106] acostumbrados á sufrir el dolor físico, sólo puede explicarse teniendo en cuenta que el chino, por regla general, es más astuto é inteligente que el blanco.
Sabe demasiado para ser militar; tiene una experiencia de varios miles de años á su espalda, y las expresiones sonoras «patria», «gloria», etc., que en otros países empujan los hombres á la muerte, no despiertan en él grandes entusiasmos. Su positivismo le hace pensar que los provechos de la victoria serán para sus jefes y no para él. Sabe que si queda inválido no recibirá ninguna recompensa digna de tan enorme desgracia. Pero el porvenir es una sucesión de sorpresas, y ¡quién sabe lo que hará en lo futuro este pueblo de quinientos millones de seres!...
Sus campesinos, individualmente valerosos, sobrios y crueles, pueden convertirse en temibles soldados si los reune y los entusiasma un ideal común, algo que hable á su orgullo de raza y á su positivismo. Mas por el momento, los que conocen á este ejército afirman que nada vale como fuerza agresiva y tampoco puede servir gran cosa para la defensa del país en caso de invasión. Los chinos, como todos los pueblos de un gran pasado histórico, miran con superioridad á los países que estuvieron bajo su dependencia, política ó intelectual. Como los japoneses fueron sus discípulos y los vapulearon hace treinta años en una guerra, se vengan de ellos llamándoles «los enanos». Pero es indudable que si las potencias europeas y los Estados Unidos no se preocupasen de mantener la independencia de la República china, «los enanos» habrían aprovechado cualquier pretexto para llegar hasta Pekín—sólo están de él á veinticuatro horas de ferrocarril—, barriendo con facilidad á todo este ejército azul y blanco, de zapatillas silenciosas.
Empieza á deslizarse el tren sobre los campos inme[Pg 107]diatos á la capital. Pasan ante las ventanillas grupos de árboles ennegrecidos por el invierno y montones de tierra que son tumbas, cada vez más numerosas. Algunas de ellas deben ser de gente rica, cuyos parientes cuidaron de su ornamentación, haciendo algo más que amontonar terrones sobre los féretros. (Había olvidado decir que el ataúd chino no lo descienden al fondo de una fosa, como en nuestros cementerios. Queda sobre el suelo y lo van cubriendo con tierra hasta que forma ésta una cúpula suficientemente gruesa para preservarlo de las injurias atmosféricas.) El adorno escultórico de los cementerios ricos es siempre el mismo: una gran tortuga de piedra que lleva sobre el lomo un obelisco ó una torre de pagoditas superpuestas. Esta tortuga, emblema de una larga vida, con la pareja de dragones imperiales y el ave fénix, constituye el grupo principal del simbolismo chino.
Pasamos junto á canales que tienen sus taludes cubiertos de nieve. Cisnes blancos y negros abren el agua verdosa con el plumón de sus pechos. Entretengo la monotonía del viaje pensando en la importancia que las supersticiones taoístas han dado á las ceremonias del entierro.
Hasta el coolí más humilde ahorra pequeñas monedas pensando en el féretro que ocupará después de muerto. Los almacenes de pompas fúnebres son los establecimientos más importantes en los barrios populares de Pekín. Hay talleres enormes de carpintería que fabrican montañas de ataúdes de pino blanco, dentro de los cuales se encajan otros de maderas más valiosas.
Un entierro magnífico es la ambición suprema de todos los habitantes de este país; el glorioso final de una existencia. Las familias contraen deudas que agobian el resto de su vida, ó se arruinan totalmente, perdiendo su[Pg 108] rango social, para costear unos funerales. Tardan éstos con frecuencia meses y aun años á causa de los preparativos que exigen. Los entierros, escrupulosamente reglamentados según su costo, se escalonan en clases, y la memoria de una persona se venera de acuerdo con la importancia de su sepelio.
En los funerales de un rico se queman muebles, armas de caza, perros; antiguamente palanquines con sus portadores, ahora berlinas tiradas por caballos ó automóviles de marcas célebres. Lo que constituyó en vida el lujo del difunto, debe seguirle más allá de la tumba. Pero este pueblo, hábil en toda clase de negocios, ha encontrado el medio de proporcionar á los muertos sus comodidades terrenales sin que por ello pierda el capital de los vivos unos objetos tan preciosos para la existencia. Y los muebles, las armas, los automóviles, los animales domésticos, son todos de cartón, construídos por notables artífices que reproducen el original con una escrupulosidad puramente china, sin olvidar detalle.
Los muertos de gran familia quedan provisionalmente metidos en ataúdes, esperando que todo esté listo para sus funerales. El fallecimiento de un personaje proporciona á los escultores fúnebres largo trabajo, y por más que se afanen transcurre mucho tiempo antes de que la familia pueda realizar un entierro suntuoso. El público acude á ver el desfile de objetos y bestias de cartón para apreciar la fidelidad con que fueron reproducidos, y admira que tan costosas obras estén destinadas á convertirse en cenizas sobre una tumba.
Continuamente se encuentran en las calles de Pekín bandas de músicos que van á ponerse á la cabeza de un cortejo fúnebre. Chinitos mofletudos y sonrientes pasan cargados con enormes gongs y otros instrumentos no menos ruidosos y de grandes dimensiones. Ellos y los[Pg 109] músicos que les siguen parecen alegres por la abundancia de trabajo. La muerte fomenta los negocios del país y aviva la actividad de las gentes. Hay entierros que llegan á costar 300.000 ó 400.000 dólares chinos, figurando en ellos centenares de hombres con dobles estandartes, varias bandas de músicos y una procesión interminable de falsos carruajes, monigotes y casas portátiles, destinados á convertirse en humo.
Abandonamos el tren en mitad de nuestra marcha á la Gran Muralla. Son las nueve. El sol de una hermosa mañana de invierno empieza á caldear la tierra. Los charcos han perdido su costra blanca de la noche. Lloran los árboles con la licuefacción de la escarcha de sus hojas. El terreno ha ido subiendo y no obscurece ya la atmósfera el polvo amarillento de los alrededores de Pekín. Se respira un aire fresco de montaña. Vemos en el horizonte las cumbres de la Mongolia, que parecen haberse acercado á nosotros repentinamente.
Marchamos dos horas á caballo para ver un grupo de mausoleos de los emperadores Ming. Son más ostentosos y ocupan mayor espacio que los que visitamos en las cercanías de Mukden, construídos por la dinastía de los «Muy Puros». Pero el aspecto arquitectónico de unos y otros casi es igual; largas avenidas que conducen á templos multicolores y tienen en sus bordes parejas de animales gigantescos esculpidos en granito: elefantes, caballos, licornios y leones. Lo más notable de este parque fúnebre es su arboleda, que se extiende kilómetros y kilómetros, formando una selva de sagrado silencio. El suelo está cubierto de césped finísimo y resbaladizo. Con gran frecuencia pasamos sobre el arco de un puente de mármol. Los arquitectos paisajistas de la China se complacen en hacer dar á un mismo arroyo numerosas revueltas, de modo que se coloque incesantemente ante el[Pg 110] paso del visitante, sólo por el placer de ir lanzando nuevos puentes sobre su curso.
El puente es la obra suprema del artista chino, y cuanto más abunda en un paisaje, mayor esplendor le proporciona. Esta predisposición á la línea tortuosa la siguen también al trazar las avenidas funerarias. Únicamente son rectas en cortos espacios, torciéndose inmediatamente para tomar una nueva dirección y volver más allá á la línea primitiva. Según parece, en estos bosques sepulcrales los constructores emplearon la línea quebrada con un fin religioso, para desorientar y fatigar á los malos espíritus. Como éstos sólo vuelan en línea recta, llegarían fácilmente hasta el monumento fúnebre levantado en su último término si las avenidas fuesen tiradas á cordel. Gracias á tales tortuosidades, queda defendido el sepulcro por masas de arboleda que lo ocultan á los demonios alados.
Visitamos las tumbas de estos Ming, emperadores que en el siglo XIII formaron una verdadera dinastía nacional, gobernando á la China entre los invasores tártaros, á quienes destronaron, y los invasores manchures, que los destronaron á su vez. El primero de los Ming fué verdaderamente un héroe, un gran capitán salido del pueblo, que llegó á convertirse en emperador. Empezó de niño como acólito de una pagoda; luego, de joven, ganó su vida barriendo el templo y sirviendo de criado á los sacerdotes. Al sublevarse la nación contra los últimos descendientes de Gengis-Kan, este sacristancito chino se lanzó á la guerra, revelándose como hábil guerrero y astuto político, que supo reunir en torno á su persona las fuerzas populares hasta entonces disgregadas, batiendo para siempre á los tártaros y entronizando á su familia con el título de dinastía Ming, que significa «Luminosa».[Pg 111]
No llegó el primero de los Ming á reinar en Pekín. Su capital fué Nankín, ciudad creada por él, donde se halla todavía su tumba.
Volvemos al tren y éste reanuda su marcha hacia las montañas de la Mongolia, que llenan el horizonte. Siguiendo la orilla de un río, se desliza poco después por las tortuosidades de continuos desfiladeros. Empezamos á ver cortinas de fortificación que, partiendo del valle fluvial, se remontan á las cumbres. Son defensas secundarias, á espaldas de la Gran Muralla, cuya proximidad se deja adivinar.
Todas las montañas son rojizas, á causa de su vegetación seca y quemada por el frío. En verano deben vestirse de un verde tierno y jugoso. Ahora su aspecto es áspero y fiero; parecen forradas todas ellas con pieles de león.
Creo adivinar el destino de las murallas que cortan el largo y tortuoso valle. Veo caminos fortificados que suben á las cumbres; escalinatas entre dos murallas con almenas, para poner á cubierto de los flechazos enemigos á las huestes que ascendían por sus peldaños de roca. Los puentes que se encorvan sobre el río tienen igualmente almenas y dan acceso á castillos ruinosos que fueron cuarteles. Las tropas chinas no podían pasar el invierno entero acampadas en la Gran Muralla. Precisamente en esta región serpentea sobre cumbres donde sopla durante largos meses el frío viento de la Mongolia. La guarnición vivía en el valle, de temperatura más templada, y al dar la alarma los destacamentos avanzados podía ascender rápidamente por los caminos cubiertos, yendo á ocupar sus sitios de combate.
Se detiene el tren en la estación de Chinglungchiao, nombre que no es fácil para dicho ni para escrito. Desde la estación se ve sobre las cumbres inmediatas una torre cuadrada y varios lienzos de muro que se alejan. Es la[Pg 112] Gran Muralla, que llega hasta aquí en uno de sus ángulos entrantes y retrocede con brusquedad, perdiéndose entre picachos de rocas.
Empezamos á ascender por la pendiente de un barranco. La marcha se prolonga más de una hora. Algunas veces el suelo deja de ser pedregoso y pasamos entre pequeños rectángulos de tierra cultivada por unos labriegos puramente tártaros. Los chinos que vienen con nosotros, intérpretes y guías, con sus sotanas negras y sus birretes de seda rematados por un botón rojo, resultan extranjeros en este país.
El tártaro lleva gorro de pieles y barbas lacias. Todos tienen los pómulos muy anchos y unos ojitos menos oblicuos que los chinos, pero más duros. Nos rodea una tropa de ellos, con trajes andrajosos, cuya tela acolchada de algodón deja escapar éste por las roturas. Los calzones son tan rígidos por su forro interior y por la suciedad externa, que parecen tallados en madera como dos troncos huecos de árbol.
Muchos de estos hombres, formando grupos de cuatro, sostienen ramas peladas de árbol de las que penden unos sillones viejos de junco, y cuando se cansa un viajero le invitan á que se siente en el rústico palanquín. Así lo llevan cuesta arriba con esfuerzos escandalosamente exagerados para exigir luego mayor recompensa. Cada cien pasos se detienen, y el primero de los cuatro portadores lanza un grito. Apoyan entonces la barra en unas horquillas y cambian ésta de hombro, continuando su ascensión.
Otros tártaros son comerciantes de la Gran Muralla y acosan á los viajeros ofreciéndoles «curiosidades» del país, especialmente cencerritos y eslabones fabricados por los herreros indígenas. Lo que más venden son piezas de la antigua moneda mongola. Esta moneda, la más[Pg 113] original que puede encontrarse en el mundo, consiste en pequeños sables de bronce, yataganes de la longitud de un dedo, que tienen grabadas en su hoja la leyenda de la pieza y el año en letras chinas.
Llegamos finalmente á una de las puertas del interminable recinto fortificado, la de la ruta que va á Kalgán, ciudad importante del desierto. Lo mismo que los antiguos soldados del Hijo del Cielo, empezamos á subir por unas escaleras fortificadas, hasta lo alto de la Gran Muralla. Una vez sobre ella marchamos entre dos filas de almenas por un camino enlosado de granito, en el que pueden avanzar cómodamente diez hombres de frente.
Sólo logramos ver la parte más insignificante de esta obra que ocupa una extensión igual á la longitud de dos ó tres naciones medianas de Europa. Y sin embargo, este reducido sector nos parece algo extraordinario que hace presentir la enormidad de todo lo que permanece oculto más allá de nuestro poder visual.
La muralla sube por ambos lados siguiendo las pendientes, escala las cumbres, desaparece, la vemos surgir á muchos kilómetros de distancia sobre nuevas alturas, se oculta en los valles, y así va hundiéndose y emergiendo en los sucesivos términos del horizonte, hasta no ser mas que un hilillo rojo casi esfumado entre remotas montañas azules. A distancias regulares se levantan torreones cuadrados, todos parecidos. Los arqueros, desde lo alto de sus plataformas, podían cruzar sus disparos de modo que no quedase un fragmento del muro sin ser defendido por sus flechas.
Caminamos mucho tiempo sobre el lomo de esta obra que parece infinita. El tiempo apenas ha causado mella en su masa de piedras y ladrillos. La soledad del lugar la conservó, como la campana neumática preserva los objetos confiados á su vacío.[Pg 114]
Al otro lado se extiende la árida tierra mongola, que es como una antesala del desierto de Gobi, y diversos países de misterio, poblados por demonios guardadores de tesoros, por tribus nómadas de bandidos, y en cuyos remotos valles hay ciudades santas que gobiernan dioses vivientes. Allá está Ourga, donde se deja adorar el Buda hecho carne, divinidad que muere envenenada muchas veces, si los santos Lamas del Tibet, establecidos en Lassa, consideran que ha vivido demasiado y ansían darle un sucesor más sumiso, para lo cual les basta con enviarle un nuevo médico. Allá los lagos de nafta que arden incesantemente poblando la noche de resplandores infernales; allá las tribus guerreras que pertenecen de nombre al inmenso Imperio chino, pero hace años viven con independencia, aliadas á los Soviets de Siberia, y ensoberbecidas por el armamento que les regala el gobierno rojo de Moscou.
Vamos encontrando monótono el espectáculo al poco rato de marchar por estos caminos almenados que se empinan siguiendo las pendientes y en cuyas piedras pulidas por los siglos resbalamos con demasiada frecuencia. Luego el interés renace al pensar que esta obra de color rojizo, que sólo parece tener un siglo de existencia, fué construida hace 2.300 años. Siempre que vemos el interior de un torreón recordamos que la Gran Muralla tiene 20.000 de ellos, todos iguales.
En la puerta atravesada por el camino de Kalgán se notan más las roeduras del tiempo. Un castillo fué adosado á ella, y esta fortificación suplementaria es ahora un montón de ruinas. El arco de la puerta se mantiene intacto. Detrás de él se halla obstruido el camino por masas de mampostería derrumbada, semejantes á los pedruscos que forman islotes en el lecho de los barrancos.
Vemos cómo se aproxima cortando el desierto una[Pg 115] caravana de mulas y camellos procedente de la Mongolia. La fila de bestias, con sus arrieros tártaros, atraviesa la puerta-túnel de la muralla. Luego saltan aquéllas, con una agilidad de cabras, sobre las ruinas que obstruyen el paso, y vuelven á formarse más allá en el camino libre que desciende á las llanuras cultivadas de la China.
Unos gendarmes con guedejas de pelo de mono, gorra azul y blanca y revólver al costado, se han unido á nosotros en las inmediaciones de la muralla. Su compañía es oportuna. Todos estos grupos de comerciantes de monedas-yataganes, de portadores de palanquines rústicos, de vagabundos con andrajos duros como la madera, ojitos feroces y barbas de chivo, si se limitan á pedirnos dinero valiéndose de gesticulaciones humildes ó exagerando desvergonzadamente el menor servicio que prestan, es porque ven á nuestro lado á estos gendarmes algo grotescos con sus melenas lacias, que han sustituido á la antigua trenza, y sus orejeras peludas. De no estar ellos presentes, exteriorizarían sin duda sus deseos con menos humildad.
Desciende el sol, y un viento helado y cortante, el terrible viento de la Mongolia, empieza á cantar en torreones y almenas. Los mismos habitantes del país acogen con una sonrisa crispada estos chillidos atmosféricos. Unos introducen sus manos en los guantes-manoplas que les cuelgan del pescuezo. Otros más pobres se las meten bajo los sobacos y empiezan á bailar para defenderse por adelantado del frío.
Es tan brusco este soplo, huracanado y glacial, que nos hace correr muralla abajo, con gran arremolinamiento de faldas y gabanes, levantando todos las manos para asegurar los sombreros.
Al pie de la escalera fortificada, junto al arco de la puerta, en una especie de hornacina, vemos arrodillados[Pg 116] á dos mendigos, viejos tártaros de luenga barba blanca. Uno de ellos tiene un vago parecido con Anatolio France.
Los dos están ciegos, con esa ceguera extremada y monstruosa de los países orientales, que no se contenta con borrar la vista y destruye además ferozmente los globos de los ojos. Tienen sus cuencas rojas y completamente huecas. Las moscas invernales se sobreviven y alimentan revoloteando en torno á estos cuatro orificios de herida, siempre frescos y sangrientos.
Murmuran oraciones con voz monótona, balanceando sus diestras tendidas. Canturrean como si cumpliesen un rito, indiferentes á que el viajero se detenga ó siga adelante.
Se adivina que estos chinos son musulmanes. El nombre de Alá, confusamente pronunciado, pasa á través de la sorda melopea de sus invocaciones. Tienen además la gravedad fatalista de los mendigos del Islam.
Reciben las monedas en sus manos impasibles y siguen suspirando palabras, fijas sus órbitas sin ojos en el infinito.
Estos dos habitantes de la Gran Muralla no se mueven nunca de la hornacina que les sirve de refugio: aquí duermen; aquí comen cuando tienen de qué.
¿Para qué canturrean todos los días, si sólo de tarde en tarde se presentan viajeros?... ¿Quién puede darles limosnas en este desierto?... ¿Qué es lo que ven en su eterna noche, arrodillados junto á esta puerta que da entrada á una de las soledades del mundo más extensas y misteriosas?...[Pg 117]
Los bandidos de Ling Tcheng.—Dos trenes fortificados.—Compañeros que van cayendo.—La exportación de huevos chinos.—Faisanes laqueados.—La amazona misteriosa del bosque fúnebre de los Ming.—Los bandidos no aparecen.—Decepción de algunas viajeras.—Opiniones sobre la República china.—Un cuerpo robusto falto de sistema nervioso.—La China aún no sabe que existe.—El Gran Canal.—El río Amarillo y el río Azul.—La civilización del trigo y la civilización del arroz.—Los pueblos asiáticos eternamente casados con el Hambre.
Muchos europeos residentes en Pekín, ingenieros, comerciantes y hasta diplomáticos, se unen a nosotros para aprovechar el tren especial que debe conducirnos á Shanghai, á través de una parte considerable de la China.
El gobierno ha tomado grandes precauciones para que no se repita al pasar nosotros por Ling Tcheng el ataque que sufrió hace unos meses un tren de lujo, lleno de europeos y norteamericanos. Varias partidas de soldados desertores, capitaneadas por un oficial joven llamado Suen Mei Yao, atacaron dicho tren durante la noche llevándose secuestrados á todos sus viajeros, incluso las mujeres y los niños. Fué un acto de bandolerismo y al mismo tiempo una maniobra política para crear dificultades al gobierno de Pekín con las grandes potencias.[Pg 118]
Las circunstancias no han cambiado. Antes de nuestra salida de la capital los diarios hablan largamente sobre la posibilidad de que seamos atacados en la región de Ling Tcheng, favorable para esta clase de operaciones. Además, los mismos periódicos, con una asombrosa imprudencia informativa, mencionan las enormes fortunas de algunos de mis compañeros de viaje. Especialmente hay una señora, vestida de luto, que va con un hijo único, y lo mismo en el Franconia que en hoteles y ferrocarriles es siempre mi vecina más inmediata. La dama apenas habla, sonríe modestamente y parece no tener fuerzas para manifestar una opinión contraria á lo que dicen los demás. El hijo, tímido como la madre, y de una perfecta y silenciosa educación, se ve buscado por todas las señoritas, que se disputan el bailar con él. Estos dos compañeros, siempre deseosos de pasar inadvertidos, poseen varias explotaciones de petróleo en California y hay años en que la madre recibe algo así como 10.000 dólares todos los días. ¡Qué golpe para los bandidos chinos!...
Como son muchos los personajes de Pekín que necesitan ir á Shanghai y otros puertos del Sur y desean agregarse á nuestro viaje, se forman finalmente dos trenes especiales. Cada uno de ellos lleva enormes proyectores eléctricos, como los que usa la marina de guerra, y á la cabeza y la cola vagones blindados con una compañía de infantería y varias ametralladoras. Además, el Ministerio de la Guerra ha hecho concentrar tropas en las estaciones estratégicas, dentro de la vasta zona montañosa donde se mueven las partidas de bandidos.
Creemos que con tantas precauciones nos será posible llegar sin tropiezo á Shanghai, realizando el viaje en treinta y seis horas. Los dos trenes están compuestos de vagones-dormitorios, vagones-comedores y vagones-sa[Pg 119]lones con balconaje exterior para contemplar el paisaje. Nunca he visto en Europa algo semejante por sus comodidades y su lujo. Únicamente los llamados «trenes de millonarios», que van de Nueva York á Los Ángeles durante el invierno, pueden compararse con estos dos, organizados por el gobierno chino. El material rodante es el mismo, pues los vagones de Pekín fueron comprados en la América del Norte.
La estación se llena de gente blanca poco antes de nuestra salida; habitantes del Barrio de las Legaciones que ven en esto un motivo para pasar el tiempo; familias de origen europeo y americano venidas para despedir á padres y maridos.
Un joven pálido, envuelto en mantas, que parece moribundo, llega hasta el tren en un palanquín, escoltado por un médico, una nurse americana y varios servidores chinos. Es un compañero nuestro, enfermo de una pulmonía aguda. Prefiere ser llevado al Franconia á quedarse en un hospital de Pekín, y corre el riesgo de morir en el vagón durante tan largo viaje. Su madre y su hermana lo acompañan, haciendo esfuerzos por ocultar su inquietud. Se interrumpe el regocijo de la despedida; cesan los comentarios jactanciosos sobre un probable ataque al tren. Todos pensamos en la posibilidad de que este joven sea una de las víctimas exigidas por la Aventura á nuestro viaje perigeo.
De los que salimos de Nueva York ya cayó uno. La Nochebuena, estando en Yokohama, la policía japonesa trajo al Franconia un fogonero encontrado inánime en los muelles. Le creían simplemente ebrio, por haber bebido con exceso en honor de la cristiana festividad, y al examinarlo el médico de á bordo se convenció de que estaba muerto desde muchas horas antes. Ahora, este joven, al que he visto bailar muchas veces en los salones[Pg 120] del Franconia, viene en nuestro tren como un moribundo. Parece milagroso que no seamos más los que hayamos caído con una congestión en los pulmones después de tanto paseo nocturno en ricsha descubierta por las calles glaciales de Pekín ó de la visita á la Gran Muralla, bajo el viento mongólico de una tarde de Enero.
Empieza nuestro viaje. Vemos tropas en todas las estaciones, pero esto ya es para nosotros un espectáculo ordinario. Nos interesa más el aspecto de la campiña, que se va repitiendo, siempre igual, durante el primer día de viaje, y se reproducirá á la mañana siguiente, aunque con las variaciones propias de un cambio de clima, pues vamos en línea recta del Norte al Sur.
Todo el suelo está arado. Fuera de las secciones ocupadas por las tumbas no hay un solo palmo de tierra falto de cultivo. Sin embargo, como estamos en invierno, la llanura es amarilla. No se ven más que surcos, terrones sueltos y rastrojos á los que arranca el viento columnas de polvo. En primavera y verano estas llanuras deben ser verdes y cobrizas.
Una vida animal exuberante se desarrolla sobre la campiña cuidadosamente trabajada. Corren por los campos manadas de aves domésticas, persiguiendo á los parásitos de la tierra, en cantidades incalculables. Sólo aquí pueden verse unas bandas tan numerosas. El suelo parece haber adquirido una vida extraordinaria: se mueve, ondea; tantas son las gallinas que marchan sobre él. En torno á estanques y canales ó cubriendo sus aguas en largos trechos, aletean tropas de ánades y patos. Esta China inmensa es la mayor productora de huevos que existe. En algunas estaciones vemos grandes conos de metal, semejantes á los que emplean los ferrocarriles europeos para el envase de vinos y aceites. Los gigantescos cilindros contienen una pasta espesa,[Pg 121] formada por millones de huevos, crudos y revueltos, que esparce una intolerable hediondez. Los confiteros la adquieren en los puertos de Europa para que sirva de base á sus dulces y perfumadas combinaciones. Vemos también fábricas que utilizan la gran producción de huevos para secarlos y triturarlos, enviándolos á otros países en forma de polvo.
En todos los pueblos, hasta en los más pobres, grupos de hembras vociferantes ofrecen comestibles á los viajeros; platos guisados por ellas que tienen como principal componente el pollo ó el faisán. Este último animal, tan apreciado en Europa, es vulgarísimo en los pueblos chinos. Se le ve tanto como la gallina en todos los corrales.
Muchas de las estaciones, con sus vendedoras de cara redonda, tez amarilla y ojos oblicuos, me recuerdan las de Méjico, donde se aglomeran igualmente numerosas mujeres ofreciendo empanadas y trozos de ave espolvoreados de rojo. Aquí los comestibles también son del mismo color. Veo faisanes guisados, cubiertos con una capa purpúrea y charolada; pero no está compuesta, como en Méjico, del pimiento extremadamente picante llamado «chile». Los chinos, con objeto de dar mayor ostentación á las aves asadas las rebocan con laca roja, la misma que emplean en el barnizamiento de un vaso ó un mueble.
Pasan por los caminos polvorientos muchos jinetes que tienen aspecto de labriegos ricos y van hacia sus propiedades montados en una mula encaparazonada de seda con penacho de plumas. Recuerdo un encuentro de hace pocos días, al visitar la tumba de los Ming. Cuando nos dirigíamos á dichos mausoleos montados en unos caballejos alquilones, se unió á nosotros por algunos minutos un jinete interesante.[Pg 122]
Era una mujer, vestida con pantalones y blusa de seda azul, un azul verdoso, igual al de la chispa eléctrica, secreto tradicional de los tintoreros del país. Esta hembra, grande y arrogante, se sostenía montada sin estribos, avanzando hacia el pecho de la bestia sus largas piernas y sus pies enteros, metidos en zapatitos de fieltro, sin la deformación que sufren las más de sus compatriotas. El delantero de su blusa desaparecía bajo numerosos collares y amuletos de múltiples colores. La cabeza la llevaba destocada, ostentando el peinado del país, una cortinilla de pelo lacio sobre la frente y el resto de la cabellera anudado sobre la nuca. En cambio, su mula, nerviosa y trotadora, agitaba entre las orejas un penacho de plumas azules y sus flancos iban cubiertos con una gualdrapa de borlas de seda.
Así marchaba, completamente sola, á través de unas tierras desiertas. De todo lo que he visto en China, su encuentro resulta tal vez lo más novelesco. Nuestros guías é intérpretes parecieron no menos extrañados por su presencia. No diré que fuese hermosa. Nosotros no podemos apreciar el atractivo de una cara de pómulos anchos y nariz algo aplastada, por más que los ojos tengan una expresión graciosamente diabólica. Pero era una hembra de estatura arrogante y esbelto vigor; una criatura sana, de miembros gimnásticos, é iba sola por campos despoblados, en un país donde las mujeres únicamente salen de casa acompañadas por domésticos ó buscándose entre ellas para formar grupo.
Tal vez era una labradora rica y viuda que iba varonilmente hacia una de sus propiedades. Me acordé de muchas novelas chinas escritas hace miles de años que tienen por tema hazañas de piratas y bandidos. Siempre en estas bandas de aventureros hay una mujer extraordinaria, una walkyria de ojos oblicuos y cuerpo[Pg 123] arrogante, capitana que se hace obedecer puñal en mano por los más terribles desalmados.
Trotó unos instantes junto á nosotros, como si no nos viese. Al examinar su perfil achatado de Diana amarilla, sorprendí el rabillo de uno de sus ojos mirándonos disimuladamente con fría curiosidad. Luego, cansada de ver á los «demonios blancos», taconeó su mula, desapareciendo entre las primeras arboledas de las tumbas de los Ming.
Tan extraordinario me pareció este encuentro en los linderos del inmenso bosque fúnebre, que llegué á imaginar la absurda hipótesis de que una de las antiguas emperatrices hubiese abandonado su sepulcro por unas horas para correr la China del presente, constituida en República... Y no la vimos más. Ahora pasan mujeres á caballo cerca del tren, pero son labriegas de aspecto zafio. Avanzan con el trotecito de sus asnos en pos del marido, ó van acompañadas por jornaleros que las escoltan á pie.
Durante la noche pasamos el sector más peligroso de nuestro viaje, país de montañas donde las partidas de rebeldes pueden enriscarse con facilidad después de un atentado contra el tren. Vemos correr sobre el paisaje inquietos resplandores de incendio. Son las mangas luminosas de los reflectores que exploran nuestro camino, haciendo surgir los rieles de la nocturna lobreguez, como dos barras de plata. En todas las estaciones hay grupos de oficiales que suben al tren arrastrando sus sables para dar noticias y tomar órdenes.
Algunas damas empiezan á mostrar cierto desaliento al ver que transcurren las horas nocturnas sin que nos ataquen los bandidos. Como viajan para adquirir «experiencia en la vida», sienten no conocer las emociones de un secuestro armado. Vamos á pasar á través de una[Pg 124] China en pleno desorden sin ningún incidente digno de ser contado, como el que viaja en un tren de lujo entre Nueva York y Boston.
Después de media noche los viajeros se encierran en sus camarotes para dormir y únicamente quedan despiertos los centinelas situados en las plataformas y sus relevos, que fuman y conversan á gritos en los pasillos. Mientras espero la llegada del sueño tendido en mi litera, reflexiono sobre la situación actual de la China para concretar mis opiniones.
Indudablemente la joven República vive en un estado anárquico. El gobierno de Pekín apenas si se ve obedecido en una menguada parte del territorio nacional, y sería menospreciado generalmente de faltarle el apoyo que le conceden los Estados Unidos é Inglaterra. Existen dos Repúblicas: la del Norte, que es donde estamos, y la del Sur, ó sea la de Cantón, dirigida por el doctor Sun Yat Sen.
Se nota además en la China revolucionaria una innovación fatal, una verdadera regresión política que por suerte no resultará permanente, pues es á modo de una enfermedad que sufren todas las Repúblicas jóvenes. Al desaparecer el Imperio, los militares chinos han alcanzado una importancia que nunca tuvieron. Ya dije cómo durante miles de años el mandarín letrado fué más importante que el «doctor en armas», monopolizando como función propia el gobierno del país. Ahora China, bajo el régimen republicano, es una especie de Méjico. El Presidente (sea quien sea) aparece siempre en los retratos con numerosos entorchados y un kepis, del que cuelga un manojo de plumas con el desmayo del sauce llorón. Este general-presidente es en realidad un personaje decorativo, pues se sostiene en Pekín gracias á la protección de otros generales que dominan las provin[Pg 125]cias con la cruel rapacidad de los procónsules, y á los que llaman tou-kiuns.
Pero la anarquía actual no pondrá en peligro de muerte á esta vastísima nación. China ha pasado en su historia de cincuenta siglos por períodos más tremendos, en los que estuvo próxima á perecer despedazada—guerras civiles que duraron cien años, hambres exterminadoras, etcétera—, y sin embargo su prodigioso vigor interno la hizo surgir de tales conflictos con una salud renovada, continuando su existencia.
Las cosas no son simples y uniformes como se las imaginan los espíritus dados á la generalización. En nuestra vida todo resulta complejo, y las más de las veces contradictorio é inexplicable para nuestros sentidos. La China no es un pueblo uniforme; existen dos Chinas: una la tradicional, que todos conocen, la China milenaria de los biombos, con ceremonias enrevesadas hasta la puerilidad y supersticiones distintas á las nuestras. La otra es el inmenso pueblo chino, agrupación humana la más dispuesta al trabajo, que soporta alegremente la fatiga y siente en todo momento el ansia de saber.
El deseo del chino es ganarse la subsistencia, aunque sea trabajando catorce ó diez y seis horas al día, y apenas queda libre aprovechar su descanso para aprender. Ningún comerciante del mundo puede compararse con él por su inteligencia despierta, ávida de novedades y ágil para salvar obstáculos. Ningún obrero supera al de aquí en habilidad manual y tenacidad sonriente para el trabajo. Como en esta tierra pudieron los pobres, durante 5.000 años, subir á los más altos puestos del Estado gracias al estudio, las biografías de sus letrados más célebres contienen ejemplos de una tenacidad heroica para adquirir la instrucción. Algunos, después de[Pg 126] trabajar en su juventud manualmente el día entero, estudiaban de noche al resplandor de la luna. Otros abrían un orificio en la pared del vecino para aprovechar su luz, y bajo este reflejo débil aprendían sus complicadas lecciones.
Esta ansia de saber y la facilidad para asimilarse lo que otros estudiaron, han producido la actual República. Los jóvenes chinos educados en la América del Norte y en Europa acabaron por vencer con sus predicaciones el más viejo, el más absoluto y carcomido de los Imperios, intentando organizar sobre sus ruinas lo que ellos llaman «la gran democracia amarilla».
Existe un abismo entre las ilusiones generosas de estos apóstoles inexpertos y el ambiente que los rodea, todo corrupción, rutina y vejez. Los generales fabricados por la República roban lo mismo que los antiguos virreyes nombrados por el emperador. El gran vicio de la China consistió siempre en que los funcionarios consideran los dineros públicos como algo propio, quedándose la mayor parte de ellos y enviando sólo un pequeño tributo al ser lejano é invisible que gobierna en Pekín.
La inmoralidad administrativa y la falta de solidaridad entre los hombres son las dos enfermedades mayores de la nueva República. En realidad, los chinos se ignoran entre ellos. Es tan vasto el antiguo Imperio, que cada uno conoce su provincia nada más, y aun dentro de ella sólo se siente ligado al pueblo en que nació.
Anatolio France ha dicho que «la China empezará á existir cuando los chinos se enteren de que existe una China».
Se esfuerza la República por hacérselo saber, pero son pocos aún los que se han enterado en este país de centenares de millones de seres. Antes tenían noticia de la[Pg 127] existencia de un emperador en Pekín. Ahora no saben nada, y en algunas regiones tal vez creen que la llamada República es una emperatriz semejante á la que gobernó hasta pocos años antes de la revolución.
Mas iguales situaciones, confusas y anárquicas, se han visto en países europeos, y aún pueden verse en algunos de América, sin que por ello ose nadie profetizar su muerte. La China saldrá de esta crisis. Es un país antiquísimo y al mismo tiempo eternamente joven, pues tiene el poder de renovarse gracias á la vitalidad de sus muchedumbres. Hasta los mayores detractores del chino reconocen su sobriedad, su valor para sobrellevar las privaciones de la pobreza, su entusiasmo en el trabajo. Ningún pueblo de la tierra está mejor dotado para amoldarse á los climas más extremos, soportando lo mismo los fríos de Siberia que los ardores del Trópico. El gran geógrafo Reclús veía en los chinos y en los españoles los dos únicos pueblos aptos naturalmente para la colonización, á causa de la variedad geográfica de sus respectivos países, que les permite adaptarse á las diversas temperaturas del globo.
El chino, primer comerciante de la tierra, se extiende por todos los continentes, instalándose en ellos como si estuviese en su casa. No hay trabajo que le intimide. Se entrega á su labor como si ésta fuese para él una finalidad desinteresada y no un medio de vivir. Produce sonriendo, cual si experimentase un placer. Yo he sentido asombro muchas veces viendo la alegre facilidad de su producción. Más adelante contaré lo que me ocurrió con un sastre chino de Singapore.
Los republicanos de Pekín muestran una justa cólera ante las críticas de algunos viajeros que se imaginan haber estudiado su país.
—Que nos den tiempo—dicen—para realizar nuestras[Pg 128] reformas. El Japón no hizo más que copiar la fuerza guerrera é industrial de Europa, y para ello necesitó cincuenta años... Y á nosotros nos exigen que en doce ó catorce hayamos dado la perfección de una República como los Estados Unidos de América á este país que por ser el más viejo de la tierra está saturado cual ninguno de prejuicios y rutinas.
Las potencias de Europa han puesto sus ojos en la China para apropiársela. Pero cada una de ellas desea la mejor parte, sus rivalidades neutralizan toda agresión, y mientras tanto la nueva República va viviendo. Lo importante para ella es que tan peligroso equilibrio se prolongue muchos años, lo que la permitirá realizar lentamente su evolución, que no puede ser obra instantánea.
Observan los Estados Unidos con la China una política en la que van mezclados el egoísmo comercial y cierto romanticismo democrático. Su industria ve un inmenso mercado de exportación en este país de quinientos millones de seres. Su gobierno procura atraérselo por medio de la gratitud, y para ello le proteje abiertamente de las ambiciones conquistadoras del Japón. Los políticos de Wáshington creen de buena fe en la posibilidad de una gran República amarilla. Están convencidos de que si los demás países dejan á la China desarrollarse por sí misma, en completa paz, soportará las enfermedades propias de una democracia joven, y antes de medio siglo podrá ser una verdadera República, sólidamente cimentada y ordenada, algo que tendría derecho á titularse los Estados Unidos de Asia.
Muchos consideran esto un ensueño generoso é inconsistente, una ilusión que se verán obligados á abandonar los gobernantes de los Estados Unidos y bien pudiera ser causa de la temida guerra del Pacífico. Pero[Pg 129] nadie posee los secretos del porvenir, y muchas veces la realidad se complace en buscar lo que todos creen ilusión, con preferencia á las deducciones frías del raciocinio.
—¿Por qué no podemos hacer nosotros—dicen los republicanos chinos—lo mismo que hicieron las democracias de Europa y América?... Nuestro pueblo llevaba inventados muchos de los actuales progresos de la civilización blanca cuando los europeos vivían aún en hordas ó alojados en cavernas.
Yo siento por el pueblo chino el respeto que merece un glorioso antepasado. Recuerdo la emoción de Goethe, á los ochenta años de edad, leyendo en su retiro de Weimar una novela china de fábula sana, con descripciones tan frescas y vivientes como las de una obra moderna.
—¡Y pensar—decía asombrado el poeta—que esta novela fué escrita hace 3.000 años, cuando muchos de los hombres de Europa acampaban aún en los bosques!
Digamos como resumen que la China actual es un organismo enorme y fuerte, pero falto de sistema nervioso, lo que le obliga á permanecer caído. El Japón sueña con llegar á ser su cerebro director. Quinientos millones de chinos, sobrios, inteligentes, incansables, organizados por los japoneses... ¡qué amenaza para el resto de la tierra!
Los Estados Unidos, para evitar el tan famoso «peligro amarillo» y al mismo tiempo por el romanticismo democrático mencionado antes, procuran que las demás potencias dejen en paz á la República china y ésta se vaya reformando lentamente por sí sola, hasta crearse, sin ingerencias extranjeras, el alma moderna que aún no posee.
Al despertar en la mañana siguiente vemos desde el[Pg 130] tren una China nueva. Nos aproximamos á la parte tropical del país. Empezamos á sentir calor y nos desprendemos de nuestros trajes á la moda de Pekín.
En el Barrio de las Legaciones todos llevan durante el invierno ricos abrigos de pieles y un costoso gorro de marta á estilo siberiano. Me desprendo de mi pelliza y de un gorro de esta clase, que tal vez no usaré más. Ha terminado el frío. En adelante nuestro viaje será por tierras cálidas, á un lado y á otro de la línea ecuatorial.
Nos aproximamos al río Yang-Tsé, el famoso río Azul. Todo el terreno que estamos cruzando desde Pekín á Shanghai lo componen la cuenca de dos cursos fluviales dignos por su enormidad de la fama que gozan: el Hoang-Ho (río Amarillo) y el Yang-Tsé (río Azul). En realidad estas dos cuencas son la verdadera China, y hasta los tiempos de la antigua República romana el pueblo chino se desarrolló entre ellas sin ir más allá. Después, el Imperio de los Hijos del Cielo fué realizando conquistas ó sufriendo invasiones de bárbaros que le aportaron sus propios territorios, y hoy comprende, además de la antigua China, la Mongolia, la Manchuria, el Turquestán y el Tibet.
Hemos atravesado durante la noche la cuenca del caudaloso río Amarillo, que cambia con frecuencia de curso, inundando provincias enteras, convirtiendo otras en terrenos pantanosos, condenando al suplicio del hambre millones de seres, y haciendo emigrar á ciudades en masa. Ahora estamos en la vertiente septentrional del río Azul.
Vemos desde el balconaje del coche-salón lagunas cultivadas, arrozales que se pierden de vista, con bandas de patos blancos y rojizos. Ésta es la China productora de arroz. A trechos encontramos un ancho río artificial, cuyas riberas están tiradas á cordel, y enormes[Pg 131] plazas acuáticas que sirven de puertos. Centenares de juncos, tocándose por sus bordas, alzan en el aire un bosque de mástiles.
El Imperio realizó hace muchos siglos una obra tan enorme como la Gran Muralla, aunque menos famosa que ésta. Es el Gran Canal, que atraviesa la mayor parte de la China, yendo desde los puertos del Sur hasta Pekín. Para abrirlo se necesitaron largos años de trabajo y varios millones de hombres.
Está ahora el Gran Canal roto en algunos puntos de su enorme trayecto, pero todavía puede navegarse miles de kilómetros dentro de él y la numerosa marina mercante del país lo utiliza para sus viajes interiores. Varios lagos alimentan con sus reservas este curso de agua artificial, el más grande que se conoce. Los Hijos del Cielo lo abrieron para que llegasen por él todos los tributos en arroz pagados por las provincias del Sur, envíos de insustituíble necesidad para el mantenimiento de Pekín y las muchedumbres del Norte.
Los arrozales del Japón, pequeños y tan escrupulosamente limpios como los estanques de un paseo, no son comparables con estas llanuras acuáticas que atravesamos durante horas y horas, camino de Nankín, antigua capital de la China á orillas del río Azul.
Indudablemente el mundo está dividido en dos civilizaciones, la del trigo y la del arroz; mas el europeo se equivoca al imaginarse el arroz como un alimento asiático, abundantísimo. Representa la más seductora de las nutriciones para los hombres amarillos, pero la mayoría de ellos sólo lo comen de tarde en tarde, y si llegan á hacer de él su alimento diario, lo absorben en muy reducidas cantidades.
La ambrosía divina del Olimpo indostánico es el arroz con cury. Los dioses en sus banquetes no conocen[Pg 132] nada mejor. Los magnates de todos los pueblos amarillos se nutren igualmente con este don del cielo. Los demás mortales, cuyo número asciende á centenares de millones, lo toman con palillos para que dure mayor tiempo el placer de comerlo, y prolongan voluptuosamente la absorción del montoncito colocado sobre un plato no más grande que una copa. El populacho indostánico considera un banquete tener en la palma de la mano izquierda un puñadito de arroz é ir llevándoselo á la boca con dos dedos de la diestra, grano á grano.
Los pueblos de la vieja Asia viven desde los más remotos siglos de su historia indisolublemente casados con el Hambre.[Pg 133]
Un abordaje de chinos en el río Azul.—La ciudad literaria de Nankín.—El «Londres del Extremo Oriente».—La Concesión Francesa y la Concesión Internacional.—Las palabras «boom» y «krac».—Placeres y despilfarros.—Las cortesanas del país y el mujerío internacional.—«Princesas chinas» y opio.—Una colonia española interesante.—Dos frailes notables, directores de Misiones.—La propaganda católica y la propaganda protestante.—Sus diversos recursos.—El barrio chino de Shanghai y sus callejones hormigueantes de muchedumbre.—Visita al famoso «Jardín del Mandarín» que el lector conoce desde su niñez.
El tren nos deja en la estación de Pukow, á orillas del río Azul. Éste abre ante nosotros su enorme camino acuático de un color de ópalo verdoso, parecido al del ajenjo.
A semejanza de algunos cursos fluviales de América, creemos que es río porque así lo afirma la geografía, pero más bien parece por su extensión y su abundancia de barcos un brazo de mar ó un estrecho. Estamos á doscientos kilómetros de su desembocadura, y sin embargo pasan por él numerosos vapores de tonelaje considerable; buques que han hecho la travesía del Océano y remontan el río Azul hacia puertos situados en el corazón de la China.
En sus orillas no se sabe dónde termina la tierra y em[Pg 134]pieza el río. Hay centenares, hay miles de embarcaciones del país, llamadas «sampanes», que sirven de eterna vivienda á las familias que las tripulan y transportan además mercancías. A veces tales barcos se inmovilizan meses y años en una ribera.
El agua permanece invisible entre los cascos apretados de esta flota pululante y miserable. Mujeres, hombres y niños corren por dicha ribera adicional y movediza, saltando de un barco á otro. Surgen de ella á la vez un griterío continuo y un olor nauseabundo de cocina disparatada. En todas las grandes ciudades de la China del Sur volveremos á encontrar estas poblaciones fluviales, que se descomponen de la noche á la mañana y vuelven á reformarse, conteniendo un vecindario casi tan numeroso como el de la ciudad terrestre.
Atravesamos el río Azul en un vapor blanco que con ágiles viradas evita la proa de los grandes buques de carga que suben ó bajan su majestuoso curso. En la orilla de enfrente está Nankín. La estación del ferrocarril tiene muelles que avanzan en el río, y vemos agitarse sobre ellos una muchedumbre de hombres medio desnudos.
Todavía está nuestro buque á tres ó cuatro metros de la orilla y sus tripulantes se ocupan en las operaciones del atraco, cuando toda esta turba de atletas ligeros de ropa, tomando carrera, salta é invade nuestra cubierta. Son unos doscientos y el entarimado se estremece con la caída de sus cuerpos.
Me doy cuenta de lo que debieron ser en otros siglos los abordajes de los piratas. Así aparecían indudablemente sobre la cubierta del velero descuidado las hordas de bandidos marítimos que figuran en las antiguas novelas chinas. Saltan todos á un tiempo, sin orden alguno, y hasta parece que se empujan mientras están sus[Pg 135]pendidos en el aire, apresurando cada cual la caída del que va delante. Algunos se escurren en el espacio todavía abierto entre el buque y el muelle, y al agujerear el agua como piedras, levantan surtidores de espuma. La gente ríe. ¿Qué importa unos chinos menos? ¡Hay tantos! Pero el chino escapa mejor que el blanco de los peligros; tiene mayor agilidad para hurtar el cuerpo á la muerte, y á los pocos segundos los vemos emerger en el callejón acuático, que el atraco de nuestro buque va haciendo cada vez más angosto. Todos acaban por asaltar la cubierta, librándose de perecer ahogados ó aplastados.
Estos portadores de equipajes se adueñan de cuanto viene en el buque, desde el saco de mano al baúl más enorme, y con su ligereza de duendes amarillos pasan en unos segundos toda nuestra impedimenta á los andenes de la estación.
Visitamos Nankín á toda prisa. En realidad, resulta más interesante visto en los libros que directamente. La capital creada por el primer Ming es casi una ruina. Su fundador la construyó en gran escala para dos ó tres millones de habitantes, y solo tiene 50.000. Su decadencia le proporciona cierto interés melancólico. Dentro de su recinto, fortificado con gruesas murallas y puertas-castillos, lo mismo que Pekín, ocupan los jardines mayor espacio que las casas.
Su industria principal es un tejido fino de algodón amarillento, llamado «nankín», tela célebre en el mundo á partir del siglo XVIII, que fué cuando empezaron á usarla los europeos en verano, para librarse del calor de sus casacas bordadas. Además, esta ciudad decadente disfruta el mismo prestigio que algunas universidades antiguas de nuestro mundo. Los mandarines letrados que adquieren sus títulos en la ciudad literaria de Nankín[Pg 136] se consideran superiores á los demás. Aquí se producen la mejor tinta china y el papel más fino; aquí están las imprentas que publican los libros más bellos.
A cierta distancia de Nankín se halla el mausoleo del fundador de la dinastía «Luminosa». Pero ya hemos visto las tumbas de otros Ming, y como deseamos llegar á Shanghai á media noche, prescindimos de tal visita.
Reanudamos el viaje al ponerse el sol. Antes de que se extinga la luz notamos cierta variación en la campiña, que revela la proximidad de un gran puerto comercial. Las barracas de madera con tejado cornudo, las vallas de los campos y hasta los puentes ostentan grandes anuncios de letras blancas sobre fondo amarillo. Como estos rótulos están escritos con caracteres chinescos, resultan decorativos y agradables para nuestros ojos, divirtiéndonos en encontrar analogías entre sus letras geroglíficas y diversas figuras de personas y animales.
Cierra la noche. Nos faltan cinco horas para llegar á Shanghai. Mientras comemos va pasando el tren ante estaciones repletas de gentío. Detrás de su masa obscura adivinamos la presencia de grandes ciudades. Los centros más importantes de la industria china se hallan establecidos en esta zona, entre el río Azul y Shanghai. De aquí salen los tejidos de seda que se esparcen por el mundo entero; aquí se prepara igualmente la seda en rama, primera materia para las hilanderías de Lyón y otros centros industriales de Europa.
Columbramos detrás de las empalizadas la muchedumbre que ha acudido para ver nuestro tren. Sobre sus cabezas se agitan numerosas luces, como fuegos fatuos. Son linternas de cristal fijas al extremo de palos; faroles de papel, redondos como frutos, ó prolongados en forma de pez. A lo lejos, en el interior de las ciudades, se destacan edificios de suave fuego sobre el negro[Pg 137] terciopelo de la noche. Continúan las fiestas del nuevo año. Templos y edificios oficiales han iluminado los perfiles de sus techumbres ganchudas.
Después de las once llegamos á Shanghai, y durante el resto de la noche y el día siguiente corro las calles y establecimientos de esta población, la más viviente, la más rica y dada á los placeres de toda la China.
Shanghai es el mayor puerto de exportación é importación del antiguo Imperio Celeste. Hong-Kong rivaliza con él en movimiento marítimo, pero no es más que un puerto de tránsito, mientras que Shanghai es puerto terminal. Además, Hong-Kong pertenece á Inglaterra, y Shanghai es de todos. Figura como ciudad china, y en realidad sólo una parte de ella es gobernada por funcionarios enviados de Pekín. El resto se compone de dos extensos distritos que los blancos gobiernan á su gusto. Uno de ellos es la Concesión Francesa, y el otro, más grande, la Concesión Internacional, el verdadero Shanghai de los negocios, dirigido por los cónsules de todos los países, dentro de cuya corporación se hace sentir naturalmente la influencia de los representantes de las naciones más poderosas en China, que son Inglaterra y los Estados Unidos.
Habitan la Concesión Francesa los apoderados y agentes de las grandes sederías de Lyón, que adquieren aquí su primera materia. Además, pasan de 100.000 los chinos que se han instalado en dicha parte de la ciudad, bajo el amparo de las autoridades francesas, para librarse de las arbitrariedades de sus mandarines. Calles y avenidas han sido rebautizadas últimamente con motivo de la guerra. Están bordeadas de hotelitos con jardines, las vigilan policías amarillos traídos del Tonkín, con sombreros en forma de paraguas, y se titulan Avenida Joffre, Avenida Foch, Avenida de Verdún, etc.[Pg 138]
En la Concesión Internacional, verdadero núcleo de Shanghai, los edificios están ocupados por Bancos, grandes oficinas mercantiles, y bazares enormes á lo norteamericano, fundados y dirigidos por chinos. Estas construcciones de numerosos pisos, al estilo de Nueva York, se alinean á lo largo de un río navegable cuya agua sólo se ve á pequeños trechos, tan abundantes son los vapores de comercio y los buques de guerra anclados en él. Unos policías indostánicos de anchas barbas y turbantes abultados, traídos por los ingleses, vigilan las calles de este Shanghai internacional.
Se nota inmediatamente la abundancia de dinero, la gran prosperidad de los negocios. Los ingleses han inventado dos palabras que por su eufonía no necesitan explicación y retratan exactamente el estado de los negocios en un país. Cuando los valores suben vertiginosamente y todo aumenta de precio, siendo general la abundancia de dinero, concretan tal prosperidad diciendo que es un boom, palabra sonora é imitativa del ruido de una explosión. Si todo marcha mal y la riqueza se oculta, viniéndose abajo las empresas con el derrumbamiento de la quiebra, expresan ésto con la palabra krac, sonido de lo que se rompe y viene abajo.
Shanghai está en pleno boom cuando llego á él. Todos son ricos. Gentes que años antes no pasaban de ser modestos empleados, poseen ahora millones. Se vive actualmente en este puerto chino como en la California de á mediados del siglo XIX.
Tal abundancia, que en ciertos casos merece llamarse excesiva, se nota especialmente de noche en los lugares de placer. Shanghai, además de ser célebre en todo el Extremo Oriente por sus industrias y el movimiento de su puerto, hace sonreir á muchos cuando escuchan su nombre, unas voces con nostalgia, otras con cierta ma[Pg 139]licia. Es la capital del placer y el despilfarro. Hay en ella una calle de varios kilómetros, que se llama «Fou-Tcheou Road», y está iluminada magníficamente hasta que sale el sol. Toda la noche permanecen abiertos sus restoranes, sus cafés-cantantes, sus casas de juego, y otras más difíciles de mencionar por su verdadero nombre.
La mujer china goza aquí mayor libertad que en el resto del país. Las cortesanas de Shanghai son célebres y figuran en muchas novelas y comedias de la literatura nacional. Se las ve pasar de noche por la citada calle sentadas en ricshas, con vestiduras floreadas y vistosas que las cubren desde el cuello hasta los pies, el rostro pintado como el de una muñeca, los ojos prolongados por negras pinceladas, fijos é inexpresivos. Van de restorán en restorán para figurar en los banquetes. Toda comida china carece de atractivo si durante su curso de muchas horas no van pasando por el salón numerosas cortesanas de dicha especie. Conversan graciosamente con los comensales, coquetean, dicen versos y canciones, y se retiran para dejar sitio á las compañeras que llegan, yendo ellas á su vez á dar animación con su presencia á otros banquetes. El anfitrión se encarga de remunerarlas por esta visita fugaz.
Los grandes mercaderes chinos deseosos de imitar la vida de los europeos frecuentan restoranes elegantes y menos «alegres» con sus esposas é hijas, conservando los trajes nacionales de vistosa suntuosidad. Todos son ricos en este país y despilfarran el dinero: los comerciantes ingleses y norteamericanos, los sederos franceses, los hombres de negocios de las otras colonias extranjeras; pero los capitalistas más fuertes hay que buscarlos entre los chinos, admirables comerciantes que en un puerto como Shanghai pueden dar amplia expansión á sus facultades, monopolizando las introducciones de[Pg 140] artículos extranjeros y la producción nacional de la seda.
Hasta los contados españoles que viven aquí resultan más interesantes y más ricos que los de otros lugares del Extremo Oriente. El cónsul de España, Julio Palencia y Tubau, hijo de un eminente comediógrafo y de una de las mejores actrices que tuvo nuestro teatro, está casado con una hermosa dama, nacida en Grecia, hija de un célebre político de dicho país. Este matrimonio de gustos artísticos, refinadamente intelectual, me invita á comer en su casa (una «villa» de frondoso jardín, cerca de la Concesión Francesa) con los principales individuos de la pequeña y prestigiosa colonia española, y escucho lo que me cuentan con verdadero interés, pues todos ellos, por su estado social, conocen á fondo el país.
Uno de ellos, llamado Lafuente, es un arquitecto nacido en Madrid, que ha construído el Gran Hotel de Shanghai; otro, apellidado Ramos, es dueño de las mejores salas de cinematógrafo que existen en esta capital del placer; y Cohen (el millonario de la colonia) posee casi todas las ricshas circulantes en la ciudad, que ascienden á varios miles, lo que le proporciona un ingreso diario enorme, uniendo á tal industria otras de no menos consideración. Este es el elemento civil que tiene España en Shanghai. El religioso aún resulta más interesante.
Estoy sentado á la mesa frente á dos frailes que son al mismo tiempo dos hombres de acción, el padre Castrillo y el padre Cuevas, superiores de las Misiones Agustiniana y Recoletana, existentes en China.
El padre Castrillo, con su barbilla gris en punta y su frente voluminosa de hombre de tenaces voluntades, me hace recordar á los héroes de la conquista americana en[Pg 141] el siglo XVI. En Shanghai lo respetan como si fuese uno de los fundadores de la moderna ciudad, admirándole además por sus dotes de organizador y financiero. Adivinó el porvenir de este puerto antes que los ingleses, los norteamericanos y todos los que explotan hoy sus negocios. Empleó los dineros de su comunidad (la de los Agustinos del Escorial) en comprar terrenos alrededor del viejo Shanghai, en la peor de las épocas, cuando eran frecuentes las revoluciones y la sangre de enormes matanzas humanas corría por las riberas del río Azul.
Hoy la ciudad se ha ensanchado considerablemente y muchos de sus edificios principales son propiedad de la orden representada por el padre Castrillo. Éste goza de tal prestigio financiero y conoce tan á fondo la población europea que vió formarse desde su primer núcleo, que los banqueros más importantes, ingleses y norteamericanos, le piden informes y consejos en momentos de duda; y el fraile castellano, con su barbilla cervantesca, su sotana simple de clérigo y el sombrero de teja echado atrás sobre la cabeza voluminosa, va bonachonamente de un lado á otro, mirándolo todo con sus ojos que parecen distraídos y no pierden detalle. Basta cruzar con él unas palabras para convencerse en seguida de que es «alguien».
La conversación con estos dos representantes de la propaganda católica resulta de un gran interés geográfico. El padre Cuevas, misionero de evangélica bondad y español entusiasta, me cuenta cómo envían todos los años el dinero y los objetos más necesarios á las Misiones establecidas en el interior de la China. La palabra «interior» hay que apreciarla después de haber hecho memoria de la enormidad de esta nación, casi tan grande como Europa. Me hablan los dos religiosos de un amigo suyo que es obispo en no recuerdo qué ciudad situada[Pg 142] junto á unas cataratas que sólo muy contados viajeros conocen. Para llegar á ella hay que hacer un viaje por el río Azul y sus afluentes, que dura sesenta días.
Ahora, con los decretos de la República, que favorecen el traje á la europea y permiten á los chinos la ablación de la trenza tradicional, pueden los misioneros católicos recobrar un poco de su aspecto religioso. En tiempo de los emperadores iban vestidos de chinos y usaban coleta como los del país, para cumplir las funciones de su ministerio con mayor libertad.
Julio Palencia recuerda una visita que recibió hace algunos años en este mismo Consulado, cuando era simple vicecónsul. Vió entrar una mañana en su oficina á un mandarín, que le hizo varias reverencias á estilo del país y empezó á balbucear en español con gran dificultad.
—Yo soy el padre Ibáñez, obispo de...
Y avergonzado por no encontrar palabras en su propio idioma para seguir expresándose, se le llenaron los ojos de lágrimas y dijo humildemente:
—Perdóneme, señor cónsul. Hace más de treinta años que no he tenido ocasión de hablar mi lengua.
Resulta meritoria y altamente digna de respeto la vida de los misioneros en el interior de la China, por su desinterés y sus penalidades. Pero en los resultados de la propaganda cristiana no son los católicos los que llevan la mejor parte. Las Misiones protestantes resultan más poderosas, sin que esto suponga mayores méritos de un personal sobre otro. La diferencia consiste simplemente en que las primeras disponen de capitales muy superiores á la renta de las Misiones católicas. Además, los Estados Unidos han dado un carácter casi laico y de ciencia práctica á sus centros catequistas. Una gran parte de estos misioneros americanos no son sacerdotes,[Pg 143] ni sus funciones, puramente temporales, comprometen el porvenir de su vida. Se parecen á las Hermanas de la Caridad dentro del catolicismo, que hacen votos por tiempo limitado y pueden volver á la vida profana.
Muchos norteamericanos jóvenes, profesores ó escritores, deseosos de ver mundo y exponer la vida por un ideal generoso, así como numerosas señoritas que han pasado por las escuelas, solicitan ingresar en las Misiones de la China, donde actúan como maestros más que como catequistas, dedicándose á la enseñanza de la agricultura y otras ciencias prácticas. Algunos de los empleados de la «American Express», que nos guían á través de la China y hablan su lengua, pasaron varios años en las Misiones norteamericanas.
La propaganda católica es dirigida en primer término por los sacerdotes franceses. Su apoyo más importante es la «Sociedad de San Javier», establecida en Lyón, que tomó con justicia el título del santo español Francisco Javier, por haber sido éste el primer misionero en Asia. Dicha sociedad recauda unos siete millones de francos anualmente, dedicados en gran parte á las Misiones de China. Otra sociedad francesa, llamada de la «Santa Infancia», ha gastado 80 millones en medio siglo para asegurar el bautismo de los niños paganos, invirtiendo en China la mayor parte de esta prodigalidad pueril.
Las Misiones protestantes, inglesas y norteamericanas, disponen todos los años de unos cien millones, sin contar los donativos en especies que reciben, máquinas agrícolas, material de escuelas, etc.
Esta ciudad bulliciosa y rica, que gobierna una junta de cónsules, y todos llaman por su puerto y sus negocios el «Londres del Extremo Oriente», guarda á un mismo tiempo los directores de la propaganda moral[Pg 144] cristiana y los lugares de corrupción más ruidosos de Asia. He estado poco tiempo en Shanghai y siento el deseo de volver á ella, con preferencia á otras ciudades conocidas en mi viaje. Tengo el presentimiento de que estudiándola puede escribirse una de las novelas más interesantes y originales de la época moderna.
La noche en la enorme calle de Fou-Tchéou Road no tiene igual en el mundo. Se ven hembras de todos los países, se oye hablar todos los idiomas. El gran sacudimiento ruso ha enviado hasta Shanghai una ola de mujeres de cabellera roja y ojos verdes, sentimentales, complicadas y medio salvajes á un mismo tiempo. Las cortesanas europeas se mezclan con las chinas. Los millonarios del boom arrojan á puñados los billetes. Una cena en Shanghai es algo que va más allá de las fantasías del Satiricón. El teatro chino florece aquí más que en ninguna otra ciudad, y como los papeles de mujer son desempeñados por jovenzuelos de dulces ademanes, la llamada «princesa china» rivaliza con el mujerío internacional. El hombre blanco, influenciado por el ambiente del país, se entrega al opio con un entusiasmo de neófito, y acaba por visitar las casas lujosas de las «princesas chinas», cuyos directores intoxican al imberbe personal con cierta hierba para que languidezca y tome un aspecto más interesante.
¡El barrio chino de Shanghai!... Ahora me parecen los chinos de Pekín, grandes, parcos en palabras y de sonrisa grave, hombres de otra nación. Aquí encuentro por primera vez al chino pequeño, bullanguero, saltarín y propenso al engaño. La ciudad china de Shanghai se diferencia de todo lo que he visto en el Norte.
Sus calles tortuosas, estrechas y húmedas son iguales á las de un zoco musulmán. El suelo resulta elástico bajo el talón, tantas son las capas de suciedad que for[Pg 145]man su costra. En las tiendecitas, semejantes á cuevas, se ven las industrias más diversas: ebanistas labrando muebles riquísimos, vendedores de pájaros, ropavejeros que ofrecen túnicas de mandarín con forros de preciosa cibelina colonizada por los piojos, acuarios con peces de formas fantásticas, fábricas de ataúdes, carnicerías con animales desollados de imposible identificación. Y apretándose en las angostas callejuelas, gente, mucha gente; multitudes como sólo pueden encontrarse en estos pueblos-hormigueros de Asia, habituadas á una miseria inaudita.
Como hace menos frío que en Pekín, muchos van medio desnudos. Otros conservan orgullosamente sus andrajos acolchados, pero los llevan sueltos, colgando de las roturas las vedijas blancas de su relleno. Hay que abrirse paso con los codos entre mendigos que son caricaturas humanas, desfigurados por las enfermedades de un modo horrible. Los leprosos tienden su diestra implorante, que es un muñón falto de dedos. Otros carecen de nariz, y por dos orificios negros, completamente al descubierto, se columbra el interior de su cráneo... Y toda esta muchedumbre regatea, grita, se empuja, pide limosna ó canta.
Grupos de mendigos entonan una especie de villancicos á coro, frente á los mostradores de panaderos y carniceros, avanzando al mismo tiempo con ambas manos la olla que recibe las ofrendas. Como estamos en un país de juglares asombrosos, muchos jóvenes, aprendices de equilibrista, se pasean con un junco en la nariz, á cuyo término da vueltas un plato ó una rueda.
Si atravesamos este Patio de los Milagros haciendo un esfuerzo para soportar tanto contacto peligroso, tanto hedor inmundo, es porque deseamos visitar el célebre «Jardín del Mandarín»... Y aquí considero útil hacer[Pg 146] una advertencia. Los chinos no saben lo que es un mandarín, como ignoraban hasta hace poco la existencia de una nación llamada China.
La palabra «mandarín» es portuguesa. Como los portugueses fueron los primeros marinos de Europa que visitaron los puertos de China, al anclar en Cantón llamaron «mandarines» á todos los funcionarios del país que ejercían algún «mando» sobre sus compatriotas. También creo oportuno mencionar que la China ha ignorado, hasta las innovaciones recientes de la República, el nombre exacto de casi todas las naciones de Europa, designándolas á su modo. Nadie sabía aquí el nombre de un país llamado España. Como el comercio chino lleva tres siglos de negocios con Manila, capital de la isla de Luzón, España fué llamada hasta hace poco «la Gran Luzón», y todavía los mandarines de Shanghai y otros puertos usan dicho título al dirigirse á nuestros cónsules.
Actualmente está el «Jardín del Mandarín» en el centro de la ciudad china de Shanghai. El tal jardín se ha convertido en casas, y lo único que se conserva es su pequeño lago. Resulta interesante este redondel acuático reflejando en su fondo las construcciones de aleros carcomidos y tejados brillantes de laca que forman su orilla circular.
En mitad del lago hay una isla, ocupada toda ella por un kiosco para tomar el té y un sauce que se encorva lloroso sobre el agua verde. Un puente la une con la orilla, pero este puente no es recto. Resultaría demasiado simple para el gusto chino. Avanza formando ángulos, y así el viaje resulta más largo y ofrece diversos puntos de vista. Dicho islote con su kiosco, su sauce y su puente en ángulos es lo que deseamos ver. Resulta tan célebre para el chino como el Partenón, las Pirámides,[Pg 147] la Alhambra, las catedrales góticas ó el Capitolio de Wáshington para nosotros.
El lector conoce perfectamente la isla del «Jardín del Mandarín»; la conoce casi tan bien como yo que la he visto con mis ojos. No haga gestos negativos. Repito que la conoce desde su niñez. Es la isla con un kiosco, un sauce y un puente que figura en todas las tazas de té y en sus platillos, en todos los mantones llamados de Manila, en todas las cajas de laca, en todos los abanicos chinescos.
Los artistas de este país llevan cuatro siglos copiando la isla del «Jardín del Mandarín», y así continuarán otros tantos. A pesar de su aspecto frívolo y frágil, es el monumento chino más conocido en toda la tierra.[Pg 148]
El regreso al «Franconia».—Peces y perros chinos.—El mar más frecuentado del mundo.—Audacia extraordinaria de los marineros del mar Amarillo.—Los tres tripulantes del ataúd.—La hermosa bahía de Hong-Kong.—Calles en pendiente y la avenida de la Reina.—De cómo el que se retrata pierde una parte de su alma, absorbida por el objetivo.—La carretera de la Cornisa en la isla de «los Arroyos Floridos».—Fisonomía de los puertos del Extremo Oriente.
A causa de su calado, el Franconia nos espera á catorce millas de Shanghai, en un lugar llamado Woosung, que es donde anclan los trasatlánticos que por su considerable tonelaje no pueden remontar el río Whangpoo hasta los muelles del «Londres del Extremo Oriente».
Un remolcador nos lleva aguas abajo hacia su desembocadura en el estuario del río Azul entre buques cada vez más numerosos, cuyo tamaño é importancia aumentan según vamos avanzando. Vapores de diversas nacionalidades se deslizan entre juncos panzudos con velas cuadradas de estera y sampanes tripulados por familias casi desnudas. Volvemos con cierta emoción al trasatlántico que abandonamos en las costas niponas. Sentimos la inquietud inexplicable del que regresa á su casa después de una larga ausencia.
Hemos encontrado en Shanghai á muchos compañeros de viaje que se quedaron en el buque, mientras nos[Pg 149]otros, formando tres pequeños grupos, pasábamos á través de la Corea y la China. Estos compañeros que vienen en el pequeño vapor fluvial y los otros que esperan en el trasatlántico han visitado durante nuestra excursión varias islas japonesas y algunos puertos de la China.
Vamos casi aglomerados en las dos cubiertas de este pequeño buque. Vuelven de una sola vez al Franconia los viajeros que han pasado varios días en Shanghai y todos los individuos de su dotación que bajaron á tierra con permiso. Los que hemos atravesado una parte de la China arrastramos la impedimenta de un nuevo equipaje que guarda las compras hechas en Pekín. Yo voy sentado en la cumbre de un montón de maletas y fardos que me pertenecen en su mayor parte, y debo preocuparme además de dos vasos de porcelana que contienen unas cuantas docenas de peces chinos, interesantemente monstruosos, con largos faldellines de bermellón y oro, comprados en los callejones inmediatos al «Jardín del Mandarín».
Veremos cuántos de estos animales de una fealdad adorable llegan vivos á Europa, para aclimatarse en los pequeños estanques de mi jardín de Mentón.
Cuando subimos al Franconia, cerca del anochecer, encontramos en pasillos y salones una fauna aleteante y flotante, adquirida igualmente por nuestros compañeros durante su estadía en los puertos. Canturrean en jaulas pájaros amaestrados por la habilidosa paciencia china; nadan en redomas y hasta en lavabos peces semejantes á los míos. Los oficiales del buque ejercen una rigurosa vigilancia, examinando todo lo que traen los pasajeros. Hay orden terminante de no admitir ningún perro. En todas las expediciones alrededor del mundo, las señoras se muestran entusiasmadas por la belleza y[Pg 150] la baratura de unos pequeños canes chinescos, llamados «pekineses», y se apresuran á comprarlos. Ninguno llega al final del viaje. Me cuentan los oficiales que en una travesía anterior hubo que echar al agua más de doscientos «pekineses». Para evitar la repetición de esta mortandad inevitable y que el buque no atraviese los mares como una perrera flotante, dejando detrás de él una estela de ladridos, las gentes del trasatlántico se muestran inflexibles en la aplicación de dicha orden. Algunas damas norteamericanas, con la intrepidez de su raza y valiéndose de astucias dignas de un drama cinematográfico, consiguen introducir en su camarote al lindo perrito chinesco, pero antes de que zarpe el buque se descubre el engaño, y tienen que confiar el animal de lujo á los cargadores y barqueros indígenas que todavía están junto á las escalas del Franconia.
Reanudamos nuestra existencia de navegantes. Sentimos un placer familiar al repetir las comidas, los paseos, todos los episodios algo monótonos de la vida sana y ampliamente respirada que llevamos á través de las soledades del Pacífico. El viaje de Shanghai á Hong-Kong por el mar Amarillo resulta comparable á los paseos que se dan por el interior de la propia casa sin encontrarse solo un momento. No existe un mar más poblado que el de la China. Por todas partes se ven grandes juncos de cabotaje y barcas de pesca. La sirena del Franconia tiene que rugir á cada momento para dar aviso á los carabelones que navegan pesadamente delante de su proa, sin que parezcan enterarse del peligro. Es algo igual á la marcha de un automóvil por una avenida en la que abundan los transeuntes sordos y distraídos.
Se explica tan enorme cantidad de velas por la importancia que ha tenido siempre en China la vida marítima. Su arquitectura naval resulta semejante á la[Pg 151] nuestra de la Edad Media. Los buques son más altos de popa que de proa y los mueve un velamen primitivo. Estos cascos enormemente panzudos y de poco calado se sostienen por su anchura, y como les falta profundidad, navegan balanceándose de tal modo que el observador cree á cada momento en una catástrofe. Con esto queda dicho lo malo de la marina china. Añadamos que ningún pueblo de la tierra posee tantos navegantes y tantos buques. Los juncos y sampanes son incontables. La cantidad de chinos que viven sobre el agua, en mares y ríos, asciende á millones. Como todos ellos llevan á sus familias, las generaciones nacidas sobre el agua se suceden sin interrupción, y hay todo un mundo que puede llamarse anfibio, refractario á la vida terrestre, el cual encuentra agradable la existencia sobre estos buques de forma milenaria.
De día nuestro paquebote avanza rodeado de juncos que se balancean con la grotesca inestabilidad del ebrio, á pesar de que la agitación de las olas casi es nula. Todos marchan con el mismo rumbo, pues aprovechan periódicamente los vientos para sus viajes en masa hacia el Sur ó hacia el Norte.
La vista de estos buques iguales á las carabelas y galeones del descubrimiento de América nos hace evocar la dura existencia de los navegantes españoles y portugueses en el siglo XVI. Mientras la cubierta del Franconia permanece inmóvil, como si fuese un fragmento de tierra firme, estas escuadrillas de otros siglos avanzan hacia el Sur balanceándose y cabeceando con un movimiento llamado de tornillo. Esto nos hace comprender cómo en la época de los grandes descubrimientos españoles raro era el marino, por larga que fuese su historia de hombre de mar, que no acababa mareándose. Muchas de las citadas descubiertas fueron hechas por tripulacio[Pg 152]nes que estaban completamente «almadiadas», nombre que dan al mareo los pilotos de aquella época en sus libros de navegación.
De noche todo el mar está poblado de luces, como si se diese sobre él una fiesta. Cada junco lleva un farol. Además, en el interior de su popa siempre va un pequeño altar dedicado á los espíritus marítimos, ante el cual encienden lámparas los tripulantes ó queman varillas olorosas.
Según afirman los capitanes blancos, no existe marino más admirable que el chino por su desprecio al peligro. Todo lo que flota le sirve para embarcarse tranquilamente. Metidos en una especie de artesa hecha con cuatro tablas y empujada por una vela de fibras vegetales, se lanzan mar adentro, perdiendo de vista las costas. Y esto lo hacen en uno de los mares más peligrosos del planeta por los ciclones que barren su agitada extensión. Todos los años hay tornados que en menos de una hora suprimen centenares de juncos y sampanes. Pero el huracán mortífero sólo perturba por unos días las navegaciones de este pueblo acostumbrado á las catástrofes. ¡Hay tantos chinos!... La fecundidad de la raza lucha con las cóleras del Océano, con las inundaciones homicidas de los ríos, con las epidemias, con los temblores del suelo, y acaba por triunfar, considerando un episodio ordinario la pérdida de algunos centenares de miles de seres.
Un día antes de la llegada á Hong-Kong presencio un espectáculo inaudito, algo que no habría creído nunca de no haberlo visto. Estamos entre la isla de Formosa y la costa china, cerca del pequeño archipiélago designado con el nombre español de Pescadores. En dicho estrecho menudean los tornados, y los más de los días, aunque las condiciones atmosféricas sean buenas, el oleaje resulta[Pg 153] violento para los buques pequeños. Poco después de la salida del sol noto que algunos marineros del Franconia se avisan y corren á un costado del buque. Necesito concentrar toda mi energía visual y seguir las indicaciones de ellos para contemplar finalmente el extraordinario espectáculo. Tres chinos medio desnudos vienen hacia nosotros, de pie sobre las olas; unas olas altas, de largas pendientes, que los ocultan en sus profundos valles y los elevan de nuevo unos momentos para hacerlos desaparecer otra vez. Sólo cuando pasan cerca de nuestro buque, ó mejor dicho, cuando el Franconia en su avance llega al nivel de ellos, es cuando me doy cuenta de que los tres van sobre un bote que más bien merece el título de ataúd, embarcación de tres metros de largo que asoma sobre las olas unos cuantos centímetros de borda. Como este barquichuelo va lleno de agua, apenas si se nota su reborde negro por encima del mar. Bogan apresuradamente. De vez en cuando abandona el remo uno de ellos y se dedica á vaciar la obscura artesa. Y así marchan sobre el rudo oleaje del estrecho, que esta mañana hace balancearse al Franconia.
No podemos adivinar adónde se dirigen. Por todos lados se ve agua. A esta hora matinal no se distinguen las costas de la China ni de Formosa, y aun en el caso de que se dejaran ver, no serían mas que montañas de vagoroso azul esfumado por una distancia enorme. Tal vez son marineros que han salido de alguno de los juncos que se acuestan y se levantan en el horizonte y van tranquilamente hacia otro junco lejano.
El oficial que está de guardia en el puente del Franconia sonríe celebrando esta audacia y afirma que los chinos serían los primeros marineros del mundo si tuviesen quien supiera mandarlos. Los tres remeros han pasado ante nuestro paquebote sin torcer la cabeza para[Pg 154] mirarlo; nos vuelven la espalda con una indiferencia majestuosa. Los vemos subir y bajar sobre las inquietas montañas de agua. A cada nueva aparición resultan más pequeños. La marcha del Franconia en sentido inverso los aleja con extraordinaria rapidez, como si sus golpes de remo tuviesen una potencia mágica. Ellos y su féretro navegante no son mas que un pequeño tapón que se envían las cumbres azules al hincharse y desplomarse; luego un punto; después nada. Parece que se los haya tragado el mar. Viendo esta atrevida inconsciencia se comprenden las aventuras y hazañas de los piratas amarillos de otros siglos, que tantas veces pusieron en peligro la vida del Imperio.
Llegamos á Hong-Kong á los tres días de nuestra salida de Shanghai. Esta posesión inglesa ocupa una gran isla de las muchas que emergen sobre el enorme estuario que forma al desembocar en el Océano el río Perla, ó sea el río de Cantón. Entre dicha isla y la península de Kowloon, situada enfrente, se abre una bahía famosa en el mundo por su belleza. Solamente la de Río Janeiro y la de Sydney en Australia pueden compararse con ella.
Los ingleses se posesionaron de Hong-Kong en 1841, como una consecuencia de la llamada guerra del opio. Ya dijimos algo de esta guerra. El comercio de la Gran Bretaña vendía opio á los chinos; el Imperio Celeste se opuso á la difusión de esta droga fatal, embargando varios cargamentos ingleses enviados á Cantón y echándolos al agua. El gobierno de Londres declaró la guerra á la China, y después de un rápido triunfo se quedó, como indemnización por los gastos de la campaña y por los cargamentos de opio anegados, con la isla de Hong-Kong, que es un magnífico puerto de paso situado estratégicamente.
Hay que reconocer, sin embargo, que la Gran Bre[Pg 155]taña ha sabido hermosear su adquisición. En 1841 era una montaña rocosa y casi desierta. Hoy existe en ella una rica ciudad abundante en palacios y jardines, con largas calles de Bancos y lujosos almacenes. Esta ciudad se llama oficialmente Victoria, en honor de la vieja reina de Inglaterra, pero todos continúan llamándola Hong-Kong.
Se entra en su bahía como el que penetra en un salón viéndose obligado á cruzar antes varias antecámaras. Veo á la luz violeta del amanecer una costa de colinas abruptas. Sus rocas pardas ó con un color de sangre tostada tienen manchas obscuras de vegetación. En torno al Franconia son cada vez más densos los grupos de buques chinos con alta arboladura de velas cuadradas hechas de fibras de bambú. Todos marchan hacia el mismo punto, como un rebaño que estrecha sus hileras y toma una formación triangular para deslizarse mejor por la entrada del aprisco. Empiezan á verse entre los panzudos juncos pequeños sampanes con un hombre en el timón, padre ó marido, y una tripulación de mujeres amarillas. Estas amazonas del mar llevan pantalones azules por toda vestidura, el tronco tetudo completamente descubierto, y manejan las velas ó el remo con sudorosa fuerza.
Nos introducimos entre dos islas, siguiendo el estrecho que da entrada á la bahía, y es tal la abundancia de buques chinos casi pegados al casco del trasatlántico, que obligan á éste á marchar con exagerada lentitud, haciendo rugir á cada instante la sirena de su máquina. Se abre repentinamente ante la proa la planicie verdosa de este abrigo marítimo, uno de los más frecuentados del mundo. Los grandes paquebotes de comercio amarrados á tierra enmascaran el movimiento de los muelles. En el centro están anclados algunos buques de[Pg 156] guerra ingleses. Sus cascos blancos de perfil atrevido revelan el impulso de una gran velocidad aun permaneciendo inmóviles.
Fondea el Franconia frente á Hong-Kong, en los muelles de la península de Kowloon, ó sea de la tierra firme. Cada cinco minutos llega un vaporcito y parte otro, atravesando la bahía para poner en comunicación la ciudad de Victoria, situada en la isla, con los barrios que están naciendo en la península de enfrente.
Se han preocupado los ingleses de crear jardines y bosques, y Hong-Kong ofrece desde la orilla opuesta un hermoso aspecto con su largo caserío, que sigue el borde de la bahía, y sus pendientes verdes, que algunas mañanas están ocultas bajo las nubes. Un funicular asciende rectamente á la cumbre del Pico, nombre de la montaña en que se apoya la ciudad de Victoria. Sobre dicha cúspide existe un sanatorio que goza de una vista maravillosa.
Quince mil habitantes de raza blanca y trescientos mil chinos forman la población de Hong-Kong. Como la ciudad se inició entre el mar y una montaña abrupta, ha tenido que ir prolongando su crecimiento por el borde de la bahía, lo que la da actualmente una extensión de muchos kilómetros. Su calle principal, llamada de la Reina, es casi tan larga como toda la ciudad y ofrece magnífico aspecto; pero no ha podido seguir la línea recta, plegándose á los contornos de la montaña y las ondulaciones de la ribera. Esta avenida, espina dorsal de Hong-Kong, tiene á la derecha el mar y á la izquierda calles estrechas de rápida pendiente que se remontan por las faldas del Pico. En ellas vive el vecindario chino y siempre están llenas de muchedumbre. Todas las fachadas tienen anuncios en orden vertical, palabra sobre palabra, pintados en fajas de tela ondeantes.
Dentro de la avenida de la Reina se hallan los gran[Pg 157]des almacenes de sedas, de porcelana, de bordados, de todo lo que produce la industria china, y dichos comercios son generalmente sucursales de las fábricas de Cantón. El viajero que llega por la parte de Oriente, viniendo del Japón y del interior de la China, nota en Hong-Kong una diferencia arquitectónica. En las calles principales los edificios ya no son de madera. Todos ellos fueron construídos con piedra. La montaña inmediata la proporciona en abundancia. El orden público es guardado, lo mismo que en la Concesión Internacional de Shanghai, por agentes indostánicos, belicosos sikhs de barbas anchas y obscuro turbante, montañeses al servicio de Inglaterra, unas veces como soldados y otras como policías.
En las avenidas paralelas al mar, de suelo horizontal bien pavimentado, el medio de locomoción es la ricsha, como en todas las ciudades asiáticas. Los chinos que tiran aquí de los carruajitos son más vigorosos: verdaderos atletas de piernas extremadamente desarrolladas, semejantes á columnas. El lujo de todo europeo de Hong-Kong, especialmente de los hombres de negocios, es llevar tres hombres en su ricsha. Uno empuña las varas, otros dos empujan, y el ligero vehículo con su ocupante parece que va por el aire, tal es su velocidad. Cuando se detiene, los tres diablos medio desnudos sacan al señor de su asiento como en volandas y lo ponen en el suelo.
El antiguo palanquín es empleado aún en las calles pendientes de Hong-Kong. Parejas de chinos con sombrero de paraguas y unos calzoncillos por todo traje sostienen en hombros dos barras flexibles sobre las cuales va el sillón del palanquín. En los restoranes y hoteles esparcidos entre las arboledas de la montaña, siempre hay fotógrafos que se ofrecen para retratar á los[Pg 158] viajeros ocupando este vehículo tradicional. Pero antes hay que entenderse con los portadores. Muchos de ellos se niegan con tenacidad á dejarse retratar. Otros, tentados por la codicia, se deciden heroicamente á colocarse ante el objetivo mediante una buena propina. Todos saben que la máquina fotográfica absorbe una parte del alma de los que se ponen ante ella, acortando en consecuencia los días de su vida.
Se nota en los comercios de Hong-Kong y también en los de Shanghai una supervivencia monetaria que hace recordar el antiguo tráfico español. El peso mejicano sirve todavía de unidad en las operaciones de los mercaderes chinos. La Nao de Acapulco trajo á Manila durante dos siglos cargamentos de pesos fabricados en las casas de moneda de Nueva España para pagar las mercancías chinas, y al declararse la independencia de Méjico continuó dicha exportación de moneda, inundando los mercados del Extremo Oriente.
La isla de Hong-Kong tiene en torno de ella un camino para automóviles, que es una de las Cornisas más hermosas del mundo. La de la Costa Azul resulta superior por las ciudades que ha ido estableciendo á lo largo de ella la colaboración de los ricos de Europa, mas no excede á la de esta isla en la hermosura é interés de los paisajes. Su título exacto es Heung-Kong, que significa en chino «Arroyos Floridos», y tal nombre no resulta hiperbólico, pues lo justifica la olorosa vegetación de sus jardines tropicales.
Los elegantes hoteles creados junto á este camino de la costa, los palacios y parques de varios personajes de Hong-Kong que me invitan á su mesa, no me atraen tanto como el incesante movimiento de la bahía, en la que se mezclan la marina medioeval de los amarillos y los más recientes progresos de la navegación inventados[Pg 159] por los blancos. Aquí, como en los ríos de la China, existen barrios flotantes formados de sampanes, que sirven ahora de casa y servirán luego de sepulcro á las familias que los tripulan, proporcionándoles al mismo tiempo el medio de ganarse el arroz. Las marineras, desnudas de cintura arriba, con adornos verdes de falso jade en las cabelleras cerdosas, ponen la mirada de sus ojillos tirantes, insolentes y fijos en el blanco que examina sus viviendas.
Al ver á una humanidad tan distinta de la nuestra, se duda algo del porvenir de la República china y de la liberación de otras naciones-hormigueros pertenecientes á este mundo extremadamente viejo.
¡Pueblos de Asia!... Pueblos eternamente siervos, que en su historia de miles de años no han vivido ni una hora la vida de la libertad, siendo los primeros en considerar la democracia algo absurdo, opuesto al ritmo de la existencia; pueblos que únicamente son virtuosos cuando tienen miedo á alguien, y si no ven la corrección inmediata olvidan todo respeto, mostrando una insolencia de escolares sublevados. ¿Cómo llegarán nunca á ser algo grande, si, exceptuando una minoría escogida y superior, todos sus hombres ignoran la dignidad personal?...
Encuentro en un pequeño libro de notas las siguientes líneas, escritas con lápiz á la luz del ocaso, navegando sobre las aguas nacaradas de la bahía de Hong-Kong, dentro de un bote automóvil conducido por dos muchachuelos chinos.
Los puertos del Extremo Oriente son pedazos de Europa caídos en el mundo antiguo, nuevos Londres con sol y cielo azul, donde el humo de la hulla y las vedijas de la niebla no alcanzan á vencer el esplendor luminoso de Asia.
Sus muelles con montañas de carbón de piedra, con[Pg 160] torres de metal que guardan lagos de petróleo, con apilamientos de productos exóticos, huelen á ostra muerta; tienen un perfume de agua en putrefacción, de drogas químicas, de frutos tropicales, de maderas olorosas. En estas gusaneras humanas, hombres por todas partes, amarillos, rojos, cobrizos, que apenas sienten el calor quedan en cueros, con sólo un trapo pasado entre las piernas. El policía indostánico no se digna hablar al indígena; simplemente levanta el vergajo y pega. Los chicuelos pasan el día nadando. Las mujeres reman.
Sobre las bordas de los grandes trasatlánticos asoma sus filas de cabezas con turbantes la servidumbre compuesta de indios y los fogoneros de las máquinas pertenecientes á la misma raza. Son hombres que parecen convalecientes de una fiebre por el color pálido de su epidermis, por su extremada delgadez y sus ojos de calentura. Unas barbas horizontales les ensanchan el enjuto rostro, iguales á las de un enfermo que no se ha afeitado en varios meses.
Todo se junta sobre las aguas de estos puertos: grandes paquebotes iguales á ciudades, juncos que aún no han salido de la Edad Media, sampanes que son chozas flotantes donde las familias nacen y mueren, cruceros de guerra llegados para exigir indemnizaciones ó vigilar el cobro de las aduanas.
Sobre los muelles pasan los palanquines sostenidos por unos coolíes de grandes sombreros que parecen setas vivientes, ricshas empujadas por corredores de redondas piernas, hombres-caballos y hombres-balanzas que lo llevan todo en dos discos de fibra pendientes de un grueso bambú incrustado en un hombro; mujeres que trabajan más que los varones y se entregan á una reproducción fatalista durante su reposo de bestia de labor.
La policía arrastra hasta los buques marineros que[Pg 161] ha recogido inánimes en los muelles. Los cree borrachos y han muerto á consecuencia de un hartazgo alcohólico. Otros, al recobrar la razón, bajan castigados al infierno de las máquinas.
Vendedores ambulantes gritan ante los trasatlánticos que tienen su pared de acero pegada al muelle. Un mercado provisional extiende sus puestos junto á la férrea pared perforada de ventanos redondos. En las blancas terrazas de estos palacios flotantes, sus huéspedes miran los objetos que ofrece la muchedumbre amarilla más abajo de sus pies: sillones de junco, amuletos de falso jade, sombrillas de cartón pintarrajeado, abanicos de plumas.
Salen buques para la costa americana, que es la acera de enfrente, y está, sin embargo, en el lado opuesto del planeta. Llegan otros de los diversos rincones del Océano Pacífico, gran plaza de la humanidad futura que aún ignora la mayor parte de Europa.
Para que el mundo de los blancos se entere de la existencia é importancia del Pacífico, será necesaria una gran guerra. Así se dió cuenta por primera vez de que existía el Japón.[Pg 162]
Las huelgas de los chinos.—Banquetes ruidosos.—Servidumbre de las casas ricas de Hong-Kong.—«No vaya usted á Cantón».—Historia del gran puerto del té y de la porcelana.—La republicana Cantón y sus habitantes revolucionarios.—El doctor Sun Yat Sen.—Las dos Chinas.—Viaje á Cantón.—La ciudad flotante sobre el río Perla.—Los «bajeles de flores».—Agresividad xenófoba de los cantoneses ante los buques de guerra anclados en el río.—Tiros en las calles.—Los cónsules nos aconsejan un pronto regreso á Hong-Kong.—Los piratas del estuario.—Una novela de 70 tomos y 1.000 personajes.—El asalto del vapor-correo de Macao.—La capitana de los dos revólveres.—Voy á Macao.
Encuentro á los hombres de negocios de Hong-Kong en pleno boom, lo mismo que los de Shanghai. Hablo con varios jóvenes que hace meses eran simples empleados y ahora tienen más de 100.000 dólares, adquiridos en rápidas especulaciones. Otros negociantes más viejos sonríen escépticamente al considerar tales triunfos. Han conocido en su vida varios boom pero no menos krac, y saben que en estos países de formación reciente las fortunas se crean y se deshacen con igual prontitud.
La prosperidad de Hong-Kong parece dificultar su vida interior. Cerca está Cantón, la más revolucionaria de las ciudades del antiguo Imperio, que solivianta los ánimos de las nueve décimas partes de la población de[Pg 163] Hong-Kong. Los chinos de este puerto inglés no son sindicalistas ni saben qué puede significar tal nombre, pero encuentran agradable ver doblados ó triplicados sus jornales y gozan además cierto placer interior dificultando la vida de los «demonios blancos». Los comités revolucionarios de Cantón se dedican á organizar huelgas en las colonias próximas, gobernadas por europeos, y estas huelgas han obtenido hasta ahora en Hong-Kong un éxito completo y ruidoso. Los hombres amarillos son insustituibles para la resistencia pasiva y no hay miedo de que ninguno de ellos falte á las órdenes secretas de sus directores.
Hong-Kong ha visto su vida paralizada semanas enteras. Hasta los portadores de palanquines y ricshas desaparecieron cual si se los hubiese tragado el suelo. Las calles de la hermosa ciudad quedaron desiertas, como avenidas de cementerio. Y el gobierno de Hong-Kong, que se compone de un gobernador enviado por la corona de Inglaterra y los personajes más importantes de la ciudad, tuvo que transigir repetidas veces con las imposiciones de los revolucionarios. Hay quien dice que esta derrota de los ingleses dentro de Hong-Kong se debe á la excesiva prosperidad del país. Autoridades y comerciantes se enriquecen en poco tiempo, y esto parece quitarles energía para hacer frente á las imposiciones de los chinos. Desean que se restablezca cuanto antes la marcha normal de los negocios y continúen sus ganancias.
En Macao, ciudad portuguesa, que está á cuatro horas de Hong-Kong, al otro lado del estuario, los agitadores de Cantón intentaron varias veces sublevar á los habitantes chinos; pero como su gobernador se encontraba en otras condiciones que las autoridades de Hong-Kong pudo hacer uso de medios enérgicos, sin miedo á[Pg 164] que le echasen en cara anteriores complacencias, y los movimientos subversivos contra el europeo resultaron otros tantos fracasos.
Viven los negociantes de Hong-Kong con tanto lujo como los de Shanghai, pero aquí los lugares de placer son menos numerosos. Los chinos ricos mantienen con sus banquetes una calle entera de restoranes instalados en edificios de varios pisos. Toda la noche reflejan sobre las aguas de la bahía sus balconajes y sus aleros ribeteados de guirnaldas eléctricas. En este barrio resultan tan enormes los estrépitos como la iluminación. Los anfitriones de unos banquetes que duran la noche entera y cuestan miles de dólares quieren que sean acompañados de una pompa exterior reveladora de su generosidad. Frente á la puerta hay bandas de música pagadas por ellos, en las cuales el bombo, los platillos y los chinescos de abundantes campanillas son los instrumentos dominantes. Arden entre servicio y servicio vistosas piezas de fuegos artificiales; tracas ensordecedoras corren á lo largo de la calle ó por encima de los tejados, con un tiroteo de batalla.
Los ricos de raza blanca dan sus banquetes á la europea, en el lujoso Hotel de Repulse Bay, junto al camino de la Cornisa, ó en sus palacios de esplendorosa vegetación sobre las vertientes del Pico. Una de las manifestaciones de opulencia es la cantidad de servidores. Todo rico tiene á sus órdenes un ejército de coolíes. Únicamente con tal exuberancia de personal se consigue que marche á medias el servicio de una casa, pues cada doméstico chino sólo quiere encargarse de una función, limitada y fija. Justo es añadir que no hay criados más baratos y que exijan menos atenciones de sus dueños. El coolí recibe una cantidad determinada al mes y su amo no tiene que preocuparse de su comida ni de su instalación.[Pg 165] Él se procura por su cuenta el alimento y para dormir le basta con el umbral de una puerta ó el hueco de una escalera. En realidad, no se sabe cuándo come ni duerme. El dueño le ve llegar siempre que le llama y muchas veces lo encuentra sin llamarlo espiando todo lo de la casa con sus ojitos de párpados tirantes, que parecen cosidos, y su sonrisa mecánica é inexpresiva.
Quiero visitar la ciudad de Cantón, y todos me dicen lo mismo:
—No vaya usted. Parece que andan á tiros diariamente los partidarios del doctor y sus adversarios. Además, si se juntan unos y otros, será para matar á los europeos por lo de las aduanas.
Sé que hay alguna exageración en tales afirmaciones, pero de todos modos resulta indudable que la capital de la China del Sur vive hace tiempo en un estado de revuelta.
Cantón fué la única metrópoli del Extremo Oriente que conocieron durante siglos europeos y americanos. Pekín permaneció cerrada para el mundo blanco hasta el último tercio del siglo XIX. Los Hijos del Cielo, deseosos de conservar aislado su vasto Imperio, habilitaron á Cantón como único puerto en el que podían ser admitidos los buques de las naciones cristianas.
Cuando los portugueses del siglo XVI anclaron por primera vez ante dicha ciudad, vieron que otros navegantes no europeos les habían precedido en su descubrimiento. Eran los marinos árabes, que tenían en ella desde mucho antes depósitos de mercancías y una mezquita. Durante cien años los capitanes portugueses monopolizaron el tráfico con Cantón, llevando á Europa por el Cabo de Buena Esperanza sus sederías y porcelanas. Los españoles adquirían estos mismos artículos en Manila, enviados por los mercaderes cantoneses, y la[Pg 166] Nao de Acapulco los llevaba hasta Nueva España á través del Pacífico.
Fué bien entrado el siglo XVII cuando los ingleses empezaron á visitar el río de Cantón para cargar en sus naves el té, hierba cada vez más apreciada en Europa y América y que dió vida á una gran navegación para surtir los mercados de Liverpool, Salem, Boston y Nueva York. Esta afluencia de buques europeos y americanos fomentó la emigración indígena, y á ella se debe que todos los chinos esparcidos en el mundo sean de las provincias del Sur y consideren á Cantón como su verdadera capital, con preferencia á Pekín.
Al reunir algunos de estos emigrantes considerables fortunas en América, su deseo fué volver á Cantón para disfrutarlas, aumentando la riqueza de la ciudad. Los que no regresaron á su patria mantuvieron correspondencia con sus familias, y todo esto hizo que Cantón siguiese el movimiento liberal de nuestra época, pensando de modo distinto al resto del Imperio.
Cantoneses han sido los chinos más ilustrados de los últimos tiempos. Desde hace medio siglo la juventud intelectual de Cantón completó sus estudios en los Estados Unidos y en Europa. Además, estos chinos del Sur son más inquietos y menos sufridos que los del Norte. Sus antecesores actuaron muchas veces de piratas ó vivieron en las montañas como rebeldes. En los últimos años del Imperio los cantoneses entonaban en las calles canciones injuriosas para el Hijo del Cielo y los gobernantes de Pekín, sin que las autoridades imperiales de la ciudad osasen tomar medidas contra tales irreverencias.
Como era lógico, el movimiento republicano que dió fin á la dinastía de «los Muy Puros» tuvo su origen en Cantón. Pero una vez establecida la República, los hijos de dicha ciudad se negaron á continuar siendo goberna[Pg 167]dos desde Pekín, como en tiempos del Imperio, declarándose independientes y constituyendo la llamada República del Sur.
Este separatismo no es algo circunstancial, inventado por las divergencias de los partidos políticos. En realidad existen dos Chinas, completamente distintas. El habitante de Pekín, grande de estatura, sereno de rostro, parco en palabras, medio tártaro y medio manchur, no se parece al chino exuberante, imaginativo, de ingobernable individualismo, que puebla las provincias meridionales y al extenderse como emigrante por América se llama orgullosamente cantonés.
El doctor Sun Yat Sen, creador de la República del Sur y su eterno Presidente, es un médico de Cantón que estudió en los Estados Unidos, trabajando con energía en la época del Imperio para hacer triunfar la República. Mas ahora, dentro de su propia casa, lucha con numerosos adversarios que dificultan su política interior y además hace frente á las naciones extranjeras, mantenedoras del gobierno de Pekín, que se niegan á reconocer la República del Sur.
En el presente momento sostiene una lucha franca con todas las potencias. Éstas cobran los ingresos de las aduanas chinas, y después de guardarse una parte de ellos por indemnizaciones acordadas hace años, entregan el resto al gobierno de Pekín. El doctor, Presidente del Sur, se opone á que las potencias intervengan las aduanas dependientes de Cantón si no se comprometen á entregarle el sobrante, dado hasta ahora á sus enemigos de la China del Norte.
Se hallan actualmente anclados en el río Perla buques de guerra de todas las naciones que tienen intereses en China, para intimidar á Sun Yat Sen con esta demostración naval.[Pg 168]
—No vaya usted—me repiten—. El populacho de Cantón se muestra furioso contra los blancos y puede ocurrir de pronto una matanza. Después vendrá la intervención armada de las potencias y también los castigos y las indemnizaciones, pero el que haya sido muerto en la revuelta seguirá muerto.
Voy, sin embargo, á Cantón, y el viaje resulta breve, fatigoso, casi inútil. Hay un ferrocarril que parte de Hong-Kong, pero hace más de un año que no funciona. La línea es inglesa, y como el presidente de la República de Cantón se quedó repetidas veces con el material rodante, sus directores han creído oportuno suspender el servicio. Viajamos por el río en cómodos vapores á estilo americano, con varias cubiertas, que son á modo de hoteles flotantes.
Pasamos entre las numerosas islas del estuario, siguiendo unos canales dorados por el sol naciente, con riberas de verde obscuro. Dentro ya del río atravesamos un estrecho que los descubridores portugueses llamaron Boca Tigris. A la ida, navegando contra la corriente, invertimos unas seis horas. El regreso, como es natural, resulta más rápido.
A pesar de que los europeos llevan tres siglos establecidos en Cantón, todavía viven aparte, ocupando un barrio llamado Shameen, separado del resto de la población por un canal y que es el lugar donde estaban antiguamente las factorías. Hoy Shameen es una ciudad de tipo americano, con edificios de muchos pisos y varios hoteles, de los cuales el Victoria es el mejor y el más concurrido. Una cuarta parte de los vecinos de este Cantón blanco son franceses y los restantes de lengua inglesa. El «Christian College», establecimiento importantísimo sostenido por los misioneros de los Estados Unidos, sirve de Universidad á muchos centenares de jóvenes[Pg 169] del país, que reciben en él una educación moderna. Ocupa el resto de Cantón una área enorme y está habitado por más de dos millones de chinos. Las antiguas murallas, parecidas á las de Pekín, fueron cortadas en varios puntos para dar expansión á la ciudad. Además, una parte de los habitantes, más de 150.000, viven sobre el río en sampanes.
La población flotante de Cantón fué siempre un objeto de curiosidad para los viajeros. Los barcos forman grupos, como las manzanas de edificios en las ciudades terrestres. Sus bordas se tocan y los vecinos pasan indistintamente de una cubierta á otra. Angostos canales separan estos barrios de embarcaciones, sirviendo de callejuelas, por las que se deslizan diminutas canoas. Hay sampanes que son tiendas donde se vende lo más indispensable para las necesidades de esta población anfibia. Otros barcos viejísimos sirven de templos, y bonzos de existencia vagabunda viven mezclados con los habitantes del Cantón fluvial, mendigos, contrabandistas y eternos figurantes de todas las revueltas.
También han flotado durante siglos en las orillas del río Perla los famosos «bajeles de flores». El lector sabe indudablemente de qué sirven estas casas acuáticas, unidas á tierra por un ligero puente y con galerías cubiertas de plantas trepadoras y vasos floridos. Su tripulación—llamémosla así—es de mujeres con el rostro pintado y túnicas de colores primaverales. Estos «bajeles de flores», iluminados toda la noche, pueblan las obscuras aguas de reflejos dorados y alegres músicas. De sus patios surgen cohetes voladores que cortan la lobreguez celeste con cuchilladas de luz silbadora y multicolor.
Son restoranes y palacios del amor fácil para las gentes libertinas del país. El europeo que consigue penetrar en un «bajel de flores» sale casi siempre golpeado por los[Pg 170] parroquianos. Más de una vez ha desaparecido el visitante blanco en el lecho fangoso del río.
Quedan aún muchos «bajeles de flores», pero no llegamos á verlos ni exteriormente. Los viajeros recién llegados á Cantón sólo conocemos las calles medio europeas del barrio de Shameen, entre el desembarcadero y el Hotel Victoria, que hemos atravesado en ricsha.
Los chinos cantoneses nos parecen menos educados, más levantiscos é insolentes que los de otras ciudades. Gritan al vernos pasar, con una voz agresiva; se dirigen á los compatriotas que tiran de nuestras ricshas, y aunque no puedo entender sus palabras, creo adivinarlas por los gestos con que las subrayan. Insultan indudablemente á estos compatriotas que sirven de caballos á los blancos. Se nota en la muchedumbre una excitación extraordinaria, á causa sin duda de los cruceros anclados en el río. Hay numerosos barcos de guerra ingleses, franceses y norteamericanos; además un crucero de Italia y otro de Portugal, todos con los cañones desenfundados y prontos á la acción.
Después del almuerzo en el Hotel Victoria, cuando los más curiosos nos disponemos á salir por las calles de los barrios chinos para visitar sus famosos almacenes de porcelana, llegan varios enviados de los cónsules y nos advierten que sería razonable y prudente un regreso inmediato á Hong-Kong.
Hace varias horas que en un extremo de Cantón las tropas del doctor Sun Yat Sen emplean sus fusiles y ametralladoras contra unos insurrectos. ¿Qué desean? ¿Por qué luchan?... Nadie lo sabe con certeza. Tal vez son cantoneses que no consideran bastante revolucionario al doctor, y como tienen armas á su alcance, se sublevan contra él, ya que no destruye con una rapidez milagrosa los cruceros de los blancos.[Pg 171]
Nos marchamos en las primeras horas de la tarde, viendo otra vez los barrios flotantes del Cantón fluvial, y en plena noche llegamos á nuestros camarotes del Franconia.
Al día siguiente hablo á mis amigos de Hong-Kong de ir á Macao, y esto les produce más alarma que el viaje á Cantón. Todos dicen lo mismo:
—No vaya usted. Los piratas atacan el vapor-correo siempre que les conviene. Hace pocos meses se llevaron secuestrados á todos los que iban en él.
Con frecuencia se oye hablar en China de piratas; pero en las provincias del Sur y especialmente en el estuario del río Perla, la piratería es objeto de un respeto simpático, como el que infunden las instituciones tradicionales. La novela, dentro de la literatura china, es un género tan antiguo como la poesía lírica. Desde hace miles de años existen aquí novelas de tres géneros: históricas, de aventuras y de costumbres; pero la más famosa de todas es la escrita por Chinai Ngan, novelista del siglo XII, que vivió bajo la dinastía de los Kin. Este Chinai Ngan es el Wálter Scott chino; pero á pesar de que su fecundidad fué tan grande como la del célebre novelista escocés, sólo ha dejado una obra única, que se titula Historia de las riberas de un río. Debo añadir que esta novela famosa, leída en el curso de 800 años por todos los jóvenes chinos, tiene nada menos que 70 tomos y sus personajes principales son más de 100, sin contar los tipos secundarios, que tal vez pasan de 1.000. Todos los capítulos constan de dos partes, y en el transcurso de la obra se plantean, se desarrollan y epilogan 140 intrigas ó argumentos diferentes.
Este monumento literario es simplemente un relato de interminables hazañas, verdaderas ó fantásticas, que los piratas realizaron en el siglo X, bajo la dinastía de[Pg 172] los Soung, al hacer la guerra á dichos emperadores. La China vivió en aquel período desgarrada por las guerras civiles y el bandidaje, despoblándose á consecuencia de largas hambres y pestes. Esta anarquía preparó la invasión y dominación de los mongoles, y comparada con ella, las dificultades actuales de la República resultan hechos insignificantes. Como todos los jóvenes leen la novela famosa de Chinai Ngan, empiezan su vida considerando la profesión de pirata como una aventura interesante que no puede deshonrar para siempre la vida de un hombre.
Me burlo del miedo que pretenden infundirme con sus piratas los habitantes de Hong-Kong. Luego me parece más serio y digno de ser tenido en cuenta tal peligro, cuando escucho á un joven comerciante español, establecido en Hong-Kong, llamado Gabino Caballero, que me sigue á todas partes amablemente. Estaba en el buque-correo de Macao la tarde del asalto y fué prisionero de los piratas. Acompañaba á su suegra, una señora filipina, deseosa de ser examinada por un médico especialista portugués que reside en Macao.
Acababan de sentarse á la mesa en el comedor del buque, cuando oyeron los primeros disparos. Las autoridades de Hong-Kong, preocupadas por osadías anteriores de los piratas, habían alojado en el vapor unos cuantos polizontes indostánicos armados de carabinas. Los piratas fueron avanzando de la proa á la popa, hiriendo á estos guardias ó desarmándolos por sorpresa. Al final se apoderaron de todo el buque, dejando medio muerto al capitán inglés, al maquinista y á otros de la tripulación que iniciaron una resistencia inútil. Mi amigo Caballero abandonó la mesa al oir los tiros, pero antes de llegar á la puerta del comedor se vió arrollado y golpeado contra la pared por una manga de chinos[Pg 173] en armas que entraron como una tromba, ordenando á gritos que pusieran todos sus manos en alto.
Al frente de ellos iba una mujer, la eterna capitana de todas las novelas chinas de piratas, joven vestida á la europea, como una heroína de cinematógrafo, con falda azul y blusa blanca. Detalle curioso: esta amazona tenía un revólver en cada mano, y dichas armas estaban sujetas á sus muñecas por dos tiras de cuero en forma de pulseras. De tal modo podía soltar sus revólveres para registrar los bolsillos de los viajeros, volviendo á recobrar instantáneamente dichas armas colgantes en un caso de alarma.
El español tuvo que entregar su cartera y sus sortijas. Afortunadamente para él, éstas salían con facilidad de sus dedos. Un viajero que se esforzaba inútilmente por sacar las suyas se vió ayudado con una prontitud horrible. Los piratas le cortaron los dedos de una cuchillada y siguieron adelante en su registro. Como el capitán y el maquinista estaban tendidos en el puente sobre charcos de sangre, la joven de los dos revólveres tomó el mando del buque. Uno de los pasajeros, industrial de profesión, fué obligado á descender á las máquinas para dirigir su funcionamiento, ayudándole como fogoneros otros camaradas de infortunio.
Estos piratas no eran marinos. Se habían embarcado como pasajeros en Hong-Kong, distribuyéndose con arreglo á su vestimenta en los departamentos de las diversas clases, y al sonar una señal convenida, cada grupo se arrojó sobre un lugar previamente designado.
Navegó el buque varias horas con un timoneo loco por los canales del estuario. Muchos juncos pacíficos de cabotaje se vieron próximos á ser pasados por ojo, librándose de la catástrofe en el último momento gracias á una virada oportuna. Aun así, el vapor, que marchaba[Pg 174] como un ebrio, arrancó á muchos veleros, con sus bruscos roces, todo lo que sobresalía de sus cascos. Al fin los piratas lo encallaron, pasada media noche, en una costa desierta, á varias leguas de Hong-Kong, desapareciendo tierra adentro, y unos pescadores llevaron á la ciudad la noticia del suceso para que un buque de guerra viniese á recoger las víctimas.
En el presente caso los piratas se contentaron con el botín, sin llevarse á los viajeros para exigir un rescate. Otras veces, montando juncos armados, toman por asalto á los vapores y raptan á sus pasajeros. Escriben después á las familias de éstos exigiendo fuertes cantidades, y si el dinero tarda en llegar envían como advertencia una oreja cortada ó un dedo, anunciando la continuación metódica de tales amputaciones.
—Pero todos los días no hay asalto de piratas—digo después de oir tales historias.
Efectivamente, estos atentados sólo ocurren cada seis meses, poco más ó menos. Las autoridades británicas, después de una piratería, adoptan las medidas más severas. Buques armados surcan incesantemente los canales del estuario, la policía bate las islas, el tribunal de Hong-Kong muestra una severidad inusitada y condena á ser ahorcados á todos los chinos que han cometido un crimen, aunque éste no tenga carácter pirático.
Transcurre el tiempo sin que los bandidos de los canales den motivo para que hablen de ellos; la autoridad se muestra menos vigilante, creyendo terminado dicho mal, y cuando la gente se embarca con mayor confianza para ir á Macao, ciudad de vida agradable y juego libre, donde los chinos ricos arriesgan su dinero al «Fan-tan» y los viajeros blancos pueden admirar los antiguos edificios de aire señorial, una nueva banda de piratas da otro golpe, con capitana ó sin ella.[Pg 175]
A pesar de tales relatos me embarco al día siguiente para la colonia portuguesa. Otros pueden seguir con tranquilidad su viaje sin sentir la atracción de Macao. Yo he nacido en la Península Ibérica y además soy escritor.
Sería vergonzoso haber estado á cuatro ó cinco horas de distancia y no visitar la vieja ciudad donde Camoens, desterrado y pobre, compuso su poema inmortal, pensando en las glorias de la patria lejana.[Pg 176]
Registro de chinos antes de su entrada en el vapor.—Cubiertas transformadas en jaulas y puente convertido en fortaleza.—Recuerdos del asalto de los piratas.—«¡Necesito matar á un chino!»—La interesante «Ciudad del Santo Nombre de Dios en China».—Los juncos con cañones, anclados en su antiguo puerto.—El nuevo puerto de Macao.—Gran porvenir de la ciudad.—Excelente administración del gobernador Rodrigues.—La gruta de Camoens.—El juego del «Fan-tan» y otras particularidades interesantes del viejo Macao.—La calle de la Felicidad y sus altares.—Regreso á media noche por el estuario de los piratas.—Las fosforescencias del mar chino.—Espectáculo inolvidable.
En las primeras horas de la mañana nos embarcamos para Macao. Vemos ante el buque numerosos grupos de chinos. Un retén de policía regula su avance, uno por uno, sobre la pasarela que junta al casco con el muelle. Todos son registrados de cabeza á pies, y sólo pueden seguir adelante cuando el agente indostánico queda convencido de que no llevan el más pequeño cortaplumas. Como estos hombres amarillos se parecen todos por su traje azul y sus rostros casi uniformes, es difícil establecer distinciones entre un coolí pacífico que va por sus negocios á Macao y un pirata que prepara con sus compañeros el ataque del buque en mitad del viaje.
Este vapor-correo es igual á todos los que navegan[Pg 177] en el estuario y los ríos cercanos, pero después del asalto que presenció mi compatriota, se han hecho en él grandes reformas defensivas. Verjas de gruesos barrotes, semejantes á las de las cárceles, lo dividen en varias secciones. Un gendarme indostánico, con uniforme azul, gorra blanca, carabina y revólver, guarda la puerta abierta de cada una de dichas barreras mientras dura el embarque. Cuando el buque empieza á navegar todas las entradas de los jaulones se cierran interiormente y los centinelas quedan detrás, apoyando sus carabinas sobre la cruz de los barrotes.
La cubierta superior también está interrumpida por fuertes enrejados que cortan la comunicación entre las diversas clases del pasaje, y para evitar que los asaltantes puedan deslizarse al otro lado de ellos, sacando el cuerpo fuera de la borda, se han prolongado las verjas sobre el mar con semicírculos exteriores de puntas agudas como lanzas. El puente donde va el capitán está defendido con placas de acero cromatizado, iguales á las mamparas que cubren á los artilleros en las piezas modernas. De este modo los tiros de los piratas no pueden alcanzar á los que dirigen el buque. Pero los que presenciaron el último asalto no muestran gran fe en tales precauciones y creen que los chinos inventarán algo inesperado para salvar estos obstáculos defensivos.
Antes del embarque nos hemos despojado de los relojes y joyas de uso diario. Vienen conmigo dos señoras, acompañadas de sus doncellas. Una de las mencionadas damas, muy hermosa y elegante, nació en Bombay, pero es hija de español. Está casada con Mr. Stephan, director del Banco de Hong-Kong y Shanghai, institución financiera la más importante de todo el Extremo Oriente. Su director figura por derecho propio en el Con[Pg 178]sejo de gobierno de Hong-Kong, siendo á modo de su ministro de Hacienda.
La señora de Stephan lleva muchos años deseando ir á Macao y nunca se decidió á realizar tal viaje por miedo á los piratas. Prudencia justificadísima. En realidad, no podrían imaginar los bandidos del estuario un golpe más fructuoso que secuestrar á la esposa del director del Banco de Hong-Kong y Shanghai. ¡Qué rescate de miles y miles de libras esterlinas!... Mas al enterarse dicha señora de que yo voy á Macao, se decide con repentina energía á realizar el mismo viaje, como si mi presencia pudiera proporcionarle una seguridad extraordinaria.
Somos ocho, las dos señoras con sus doncellas, dos españoles residentes en Hong-Kong, un amigo holandés que habla un sinnúmero de lenguas, y yo. Va retrocediendo por la popa de nuestro buque la isla de Hong-Kong envuelta en nieblas matinales rasguñeadas á trechos por el sol. Sobre la cima del Pico, este turbante de brumas pierde por momentos su opacidad gris, y empieza á brillar como un tejido de filamentos de oro.
Fuera de la bahía el mar del estuario muestra una tersura de lago, y su color azul tiene la claridad láctea de la porcelana. Los juncos son numerosísimos. Ya dije que en las costas de China la navegación forma enjambres, pero aquí, cerca de la embocadura del río Perla, aún resulta más densa, y nuestro buque tiene que rugir incesantemente para evitar colisiones.
Estos juncos de construcción medioeval, á pesar de la tranquilidad de las aguas navegan en una posición inestable para nuestros ojos, con la proa casi hundida y la popa muy en alto, cual si fueran á sumergirse definitivamente en cada uno de sus cabeceos. Los canales se ensanchan, formando brazos de mar relucientes y[Pg 179] tranquilos, como láminas de espejo. Flotando en sus aguas adormecidas hay pequeños islotes de basura, caída de los barcos ó arrancada de las riberas.
No disminuye la afluencia de embarcaciones según nos alejamos de Hong-Kong; por el contrario, ésta parece aún mayor al meternos entre las islas. Sobre las bordas de los juncos vemos marineras achaparradas y fornidas: con bíceps de hombre, pechos colgantes y adornos verdes en la cerdosa cabellera.
También las tierras insulares se muestran cada vez más numerosas. Por la derecha nos deslizamos junto á la isla de Lantao, cuya longitud alcanza á veinte millas. A babor, la ribera está cortada por incontables canales y estrechos, que forman pequeños archipiélagos. En el horizonte empieza á elevarse un grupo de cumbres, titulado por los descubridores portugueses Nove Illas, las Nueve Islas. Antes de ser dueños de Macao, los marinos de Portugal se establecieron en otra isla de este estuario llamada Sancian, donde murió San Francisco Javier cuando se proponía entrar en China como primer apóstol del cristianismo.
Mi compatriota Caballero me va mostrando los diversos lugares del buque donde presenció el ataque de los piratas. Ésta es la mesa en que se hallaba comiendo al sonar los primeros disparos. Aquí le robaron la cartera, zarandeándole un poco. Más allá daba gritos de mando la muchacha de los dos revólveres. Luego me lleva á visitar al capitán, que es el mismo que mandaba el buque en aquella triste ocasión.
Los guardianes cobrizos no nos dejan entrar en el recinto acorazado del puente y el capitán se decide á salir de su fortaleza. Es un inglés que tiene paralizada la parte izquierda de su cuerpo á consecuencia de las heridas que recibió en dicho asalto. Desde entonces se[Pg 180] muestra taciturno y repite el mismo deseo, como obsesionado por una idea tenaz. Sonríe un poco al reconocer á mi compatriota, y cuando éste hace memoria de los terribles episodios de aquella tarde, frunce el ceño, mira su brazo inútil y murmura:
—Esto no puede quedar así. Es preciso que yo mate á un chino... Necesito matar á un chino.
Se ve claro que no descansará hasta conseguir dicha compensación. Tal vez se negó á aceptar el retiro á que tiene derecho y continúa mandando el buque porque «necesita matar á un chino», y así tiene más probabilidades de proporcionarse el citado gusto. Lo matará, estoy seguro de ello; tal vez lo ha matado á estas horas. ¡Hay tantos chinos para escoger!... Después de mi regreso á Europa, he leído todos los meses noticias de nuevos asaltos de piratas en el estuario de Hong-Kong, con secuestros de viajeros, combates y numerosos muertos y heridos. El capitán debe haber matado á su chino, si es que los chinos no han acabado definitivamente con él.
Todos los de nuestro grupo almorzamos en un salón de la cubierta más alta, para evitarnos el roce con las familias que ocupan el comedor de primera clase. Son gentes bien educadas, pero el olor especial de los chinos resulta intolerable para muchos olfatos europeos. Ellos, por su parte, declaran que nosotros expelemos un hedor de carne cruda, digna de nuestra condición de bárbaros. Tal vez el hacernos comer aparte es también para que no veamos los manjares favoritos de estos pasajeros.
Algunos son personajes importantes, vecinos de Hong-Kong, que van á pasar unos días en sus casas de Macao. Visten ricas túnicas de seda azul y ostentan botones de piedras preciosas. Uno de estos chinos opulentos ha sido ennoblecido por el rey de la Gran Bretaña y goza el título de baronet. La importancia financiera de[Pg 181] todos ellos y su trato con los blancos hacen que el populacho los considere traidores á su raza, y como en Hong-Kong las asociaciones chinas son temibles por sus venganzas, estos personajes viven encerrados en sus palacios, y cuando desean unos días de esparcimiento se trasladan á Macao, donde el orden es más firme y las autoridades portuguesas pueden ofrecerles mayores seguridades.
Dejamos de navegar entre islas, saliendo á dilatados espacios de mar libre, y vemos en el horizonte un promontorio con un castillo y un faro sobre su lomo. Mucho tiempo después, al dar vuelta á dicho promontorio, aparece lentamente la vieja é interesante ciudad de Macao.
Tiene un aspecto, multicolor y ligero, de población del Extremo Oriente, y al mismo tiempo una estabilidad sólida que revela el origen de sus fundadores. Los edificios son obra de albañilería en su mayor parte, y no de madera, como en las otras ciudades chinas. Los más tienen un piso superior, con arcadas ó galerías cubiertas, y por encima de sus techumbres se remontan los campanarios de las iglesias católicas.
Macao, que fué llamada primitivamente «Ciudad del Santo Nombre de Dios en China» y luego vió sustituído dicho título por el de Macau, de origen indígena, resultaría altamente exótica si se la pudiera trasladar de pronto á las cercanías de Lisboa. Vista aquí, después de haber visitado las principales ciudades del litoral chino, nos recuerda al antiguo Portugal y parece venir de ella una respiración lejanísima de nuestro mundo.
El puerto viejo es más chino que la ciudad. Puedo añadir que en ninguno de los puertos del Extremo Oriente se consigue ver la marina mercante que ancla en las aguas de Macao.
Nuestro vapor va pasando ante una fila de grandes[Pg 182] juncos, galeones panzudos que parecen imaginados por un artista en delirio más que por hombres dedicados a la navegación. Tienen en su proa dragones enroscados y dorados, amenazando con sus fauces ignívomas el azul del cielo y del mar. El velamen de sus arboladuras se compone de esteras de bambú, en forma de alas de murciélago. Las popas se remontan como alcázares, y á lo largo de sus bordas avanzan los cuellos de una docena de cañones. Son cortos y de un calibre enorme; piezas antiguas de hierro que se cargan por la boca y deben enviar sus balas á poca distancia, pero con un estrépito infernal, lo que suple para sus artilleros la mediocridad del alcance.
La marinería tiene igualmente un aspecto arcaico y poco tranquilizador: atletas amarillos y medio desnudos, guardando muchos de ellos en el occipucio una trenza que parte su espalda sudorosa. De los castillos de algunos galeones surgen columnitas de humo perfumado, revelando la existencia de un altar en honor á la Diosa de las Aguas, ante cuyo ídolo arden varillas de sándalo. Todas las proas tienen en ambas caras unos agujeros redondos y pintados que imitan ojos. Los marineros chinos sólo se embarcan confiadamente en un buque que tenga ojos. Saben que así, mientras ellos duermen ó durante las lobregueces de la tormenta, el junco, que á fuerza de existir adquiere una vida misteriosa como todos los objetos, podrá ver arrecifes y escollos, desviándose de tales peligros cual una bestia prudente.
Siento inquietud y repulsión al imaginar la posibilidad de que una aventura de mi viaje me hiciese navegar en estos buques extraordinarios, pocas veces vistos en Shanghai y Hong-Kong. Los que conocen el país me explican las especialidades de esta marina mercante armada de cañones que navega por los recovecos del gran es[Pg 183]tuario y remonta los ríos cientos de leguas hasta las ciudades del interior. Conservan estos barcos su vieja artillería con pretexto de hacer frente á los piratas, pero en realidad son contrabandistas y vienen á cargar el opio que les proporcionan los mercaderes chinos de Macao. Algunas veces se oye desde la ciudad el cañoneo que sostienen con otros juncos del gobierno encargados de perseguir á los traficantes de la citada droga. El belicoso estruendo, agrandado por la sonoridad de los canales, no causa ninguna emoción en los vecinos de este puerto libre. La mercancía ya ha sido vendida y cobrada. ¡Que los chinos peleen á su gusto!...
Macao es una península semejante á Gibraltar, aunque su montaña tiene menos altura. Un istmo la une al territorio del antiguo Imperio, y su puerto era el mejor de todo el estuario antes de que los ingleses fundasen á Hong-Kong, hace tres cuartos de siglo. En esta península se ha ido extendiendo una ciudad de 80.000 habitantes, cifra extraordinaria si se tiene en cuenta el espacio reducido de la colonia. El comercio ha realizado tal milagro.
En el siglo XVI dió el gobierno chino á los portugueses este territorio de unos pocos kilómetros como recompensa por haber auxiliado con sus buques á las autoridades de Cantón en lucha contra unos piratas que pretendían apoderarse de dicha capital. Los holandeses intentaron hacerse dueños de la nueva colonia, pero fueron menos afortunados que en Ceylán, en Java y otras posesiones del Extremo Oriente arrebatadas por ellos á los portugueses. El vecindario repelió sus asaltos, derrotando finalmente á la flota holandesa.
Llevó después Macao una existencia decadente, y en el siglo XIX su guarnición sostuvo empeñados combates con los chinos, que pretendían recobrar la península.[Pg 184] Ahora adquiere cada año mayor importancia, y dentro de poco rivalizará con Hong-Kong, gracias á su nuevo puerto.
El gobernador actual, doctor Rodrigo Rodrigues, es un médico que gozaba de justo renombre en su patria antes de entrar en la vida política; un republicano de los que combatieron desinteresadamente á la monarquía de su país, y luego, al verse triunfantes, tuvieron que abandonar su antigua profesión para servir á la joven República portuguesa.
Durante las horas pasadas en Macao pude apreciar lo que mi amigo Rodrigues lleva hecho en varios años de gobierno. Una recaudación de los impuestos, bien administrada, ha dado lo suficiente para la construcción de un puerto grandioso, en el que podrán fondear trasatlánticos de gran tonelaje. Macao pasará rápidamente del tranquilo canal en que anclan ahora escuadrillas de juncos dedicados al cabotaje y al contrabando, á la vida tumultuosa de un puerto moderno, con toda clase de facilidades para la descarga y el transporte; y este puerto atraerá á todos los buques que no sean ingleses, por estar más cerca de Cantón que el de Hong-Kong.
Guiados por los ayudantes del gobernador, jóvenes de gran cultura intelectual, vamos conociendo la ciudad, pintoresca mescolanza de edificios chinos y caserones portugueses del siglo XVII. Una fachada de piedra es lo único que resta de la antigua catedral de San Pablo y del convento anexo, fundado por los jesuítas para descanso y preparación de sus misioneros antes de que se lanzasen en el interior de la China. Este templo se incendió en 1835, pero su enorme fachada se mantiene en pie, con la piedra enrojecida por el sol más que por las llamas, y á través de sus ventanales se ve el muro azul del cielo, que parece servirle de apoyo.[Pg 185]
El castillo guarda recuerdos del ataque de los holandeses en el siglo XVII. Vemos en su capilla una losa sin nombre que cubre los restos de los defensores de Macao. Como dice el doctor Rodrigues, el culto al soldado desconocido creado por la última guerra lo inventaron los defensores de Macao hace más de doscientos años...
En una explanada del castillo nos obsequian con un té abundante en alfajores y otras pastelerías portuguesas, que recuerdan las de Andalucía. ¡Panorama inolvidable!...
Frente á nosotros, por la parte del istmo, se levanta una cordillera que ocupa gran parte del horizonte: las montañas de Catay. Rodrigues y yo recordamos á Marco Polo. El nombre de Catay lo aplicó el célebre viajero á la China entera, y durante siglos el mundo cristiano dió el título de unas montañas del Sur á todo el vasto Imperio gobernado por el Gran Kan.
A nuestros pies extiende la ciudad la masa apretada de sus tejados, obscuros como los de Europa. A trechos surgen de ellos techumbres chinescas y remates de pagodas budistas. Muchas fachadas están pintadas de rosa ó azul, colores tiernos que infunden una alegre juventud á las construcciones vetustas.
Más allá de la ciudad, islas y canales se repiten hasta el infinito, como si la tierra entera fuese una sucesión de brazos acuáticos abarcando cumbres emergidas. En estos canales de riberas altas, que tienen una mitad longitudinal de su faja líquida negra como el ébano y la otra mitad dorada por el sol, cabecean bajo la brisa de la tarde docenas y docenas de juncos de velamen ganchudo, como el techo de las pagodas. Todos ellos vienen hacia Macao ó regresan á puertos cuyos nombres enrevesados sólo sus tripulantes pueden pronunciar. Tropieza la vista con el lomo obscuro de una montaña, creyendo[Pg 186] que es el límite del horizonte. Más allá de su línea oblicua hay algo que brilla como un charco de metal en fusión. Es un nuevo canal del estuario, un estrecho navegable por el que pasan otros juncos y sampanes empequeñecidos por la distancia. Más allá una nueva montaña, que es otra isla; luego un fragmento de canal, en tercer ó cuarto término; y nuevas tierras insulares, hasta que todo este mundo sumergido y emergente se esfuma por obra de la distancia, confundiéndose el azul de las montañas lejanas con el azul de las aguas y del cielo.
Visitamos al fin lo más interesante para nosotros, lo que nos trajo á Macao con el atractivo de la devoción literaria. El gobernador nos muestra el jardín donde está la gruta en cuyo interior meditaba y escribía Camoens durante las horas calurosas de este país casi tropical. Dicho jardín tiene un atractivo comparable al de los muebles que empiezan á envejecer. En sus arriates y arboledas se mezclan la melancolía de los antiguos huertos chinos y la majestad de los jardines portugueses de Cintra. Vemos estatuas de mandarines que tienen la cabeza y las manos de loza. El resto de su cuerpo está formado con plantas á las que dieron forma humana los jardineros con sus tijeras.
El retiro predilecto del poeta ha sido desfigurado y vulgarizado por una admiración excesiva. La gruta no es más que un corredor entre grandes piedras, ocupado ahora por el busto de Camoens. Todas las rocas próximas desaparecen bajo lápidas que ostentan grabados fragmentos del autor de Os Lusiadas ó versos de autores célebres que le glorifican. Tantas placas de mármol dan á este lugar, que con razón puede llamarse poético, un aspecto antipático de cementerio.
Algunos vecinos de Macao, especialmente parejas jóvenes, vienen á merendar en el histórico jardín, y al son[Pg 187] de un gramófono ó un organillo bailan ante el busto coronado de laureles. No importa; es fácil suprimir con la imaginación estas fealdades de la realidad y ver el antiguo huerto tal como fué, con sus arboledas pendientes, su breve gruta limpia de adornos, y meditando bajo la fresca arcada el hidalgo portugués tuerto en la guerra, soldado heroico como el manco Cervantes, y desterrado de Goa á uno de los lugares más lejanos de la monarquía lusitana, dueña entonces de colonias en las dos costas de África, en el mar de las Indias y en los archipiélagos situados más allá del estrecho de Malaca.
Al cerrar la noche abandonamos la calle principal de Macao, abundante en bazares chinos, para correr las callejuelas adyacentes, que ofrecen á dicha hora un aspecto interesante.
Macao no goza fama de ser un lugar de virtudes, mas no por eso debe considerársele peor que los otros puertos del Extremo Oriente. Se diferencia de ellos en que los defectos de la vida china están aquí reglamentados, y por ello más á la vista que en las demás ciudades. Esta reglamentación sirve para que el viajero pueda verlos más directamente y con mayor seguridad al hallarse todos ellos bajo la vigilancia de la policía.
La pequeña península de Macao, sin más tierra que la de sus paseos ni otra industria que su puerto, sólo ha podido vivir imponiendo contribuciones públicas á los vicios de la población china. Estos vicios son inevitables. En Shanghai, en Hong-Kong, en todas las ciudades del Extremo Oriente, existen en mayores proporciones y sus explotadores pagan en secreto á las autoridades por su tolerancia, lo que sirve únicamente para el aumento de la fortuna personal de éstas. En Macao satisfacen un impuesto público, severamente administrado, y sus productos no sirven para enriquecer á nin[Pg 188]gún funcionario, empleándose por entero en grandes obras públicas, como la construcción del nuevo puerto, que cambiará completamente la vida de la colonia.
El gran vicio chino es el juego, y en Macao es libre. Algunos llaman á este pequeño país el «Monte-Carlo del Extremo Oriente», y lo sería en realidad si tuviese más próximas las grandes ciudades de Cantón y Hong-Kong. El juego favorito de los chinos se llama el «Fan-tan».
Entramos en una de las casas dedicadas á este vicio nacional. Hay tantas de ellas que resulta difícil escoger. Todas tienen en sus fachadas anuncios luminosos y rótulos chinescos en grandes bandas de tela colgante. También se ven en las mismas calles fumaderos de opio con sus lamparillas de luz fúnebre y sus duros lechos de asceta; pero ¿á quién puede interesarle un fumadero de opio en esta ciudad que es el principal depósito de dicho artículo?...
Los portugueses de Macao no merecen las censuras hipócritas que les dedican otras colonias europeas de Asia. Nunca ha impuesto Portugal á cañonazos el consumo de la citada droga, como Inglaterra, que hizo en 1842 la llamada «guerra del opio». Los mercaderes de Macao la venden á los buques que vienen á buscarla, y esta operación comercial proporciona un ingreso al Tesoro público. Lo mismo la pueden encontrar los chinos en otras colonias gobernadas por europeos, pero de un modo oculto, y lo que entregan por hacer tal negocio lo guardan en su bolsillo particular las autoridades.
Resulta el juego del «Fan-tan» lento y de prolongada emoción, como al chino le place que sean todas sus diversiones. La rapidez pugna con los gustos de su vida. La enorme mesa de juego está en el piso bajo, y en torno á ella se agrupan los «puntos» de clase ínfima, coolíes, marineros y trabajadores del puerto.[Pg 189]
Subimos por una escalera bien iluminada al piso superior. El suelo está perforado por una gran abertura oval, que da exactamente sobre la mesa colocada en el piso bajo. En torno á su barandilla se sientan en banquetas de hule los jugadores de más distinción. Ciertas casas tienen una segunda y una tercera galería en sus pisos superiores, lo que triplica ó cuadruplica el número de las personas que intervienen en el juego. Asomados á cada baranda, unos empleados reciben el dinero de los jugadores de su piso y lo bajan hasta la mesa en pequeños cestos pendientes de cordeles, indicando con unas vocecitas que suenan como chillidos de gato el número y la cantidad de las apuestas.
Este público del primer piso resulta para mí de gran novedad. En ninguna de las ciudades chinas había visto tales personajes. Me siento entre algunos viejos con aire de mandarín venido á menos. Son letrados de exquisitos modales que han perdido tal vez una carrera brillante por las villanías propias del juego. A pesar de sus ojitos que no son más que dos líneas negras entre párpados que parecen cosidos, de su faz amarilla y arrugada y de sus bigotes colgantes, me recuerdan á muchos gentlemen arruinados que conocí en Monte-Carlo.
También puedo examinar aquí de cerca á las mujeres chinas en plena libertad. Van vestidas con pantalones y blusas de rica seda azul; llevan un flequillo de pelo sobre la abultada frente; en su pecho y sus muñecas centellea la pedrería de abundantes joyas; fuman sin parar cigarrillos con perfume de opio, sosteniendo entre dos dedos una larguísima boquilla de carey; ponen una pierna sobre otra, saliéndoles del ancho pantalón unas pantorrillas delgadas que no se armonizan con la anchura de su rostro; ríen con cierta insolencia, murmurando palabras ininteligibles, mientras examinan fijamente á las[Pg 190] señoras europeas que acaban de entrar. Todas juegan sumas considerables, manejando el dinero con una inconsciencia oriental. Las más de ellas son cocotas nacionales, residentes en Hong-Kong y Cantón, y han venido á Macao para jugar al «Fan-tan» con permiso de los opulentos comerciantes que las mantienen.
La mesa está presidida por una especie de mandarín de barbas lacias y blancas, que desarrolla con una lentitud majestuosa la marcha del juego. Tiene á su lado un gran montón de sapeques, piezas metálicas con un agujero en el centro. Agarra sin mirar un puñado de tales monedas y las coloca bajo una maceta de hojalata vuelta boca abajo. El juego consiste en levantar dicho receptáculo cuando todos, en los diversos pisos, han hecho ya sus puestas, y con una varilla muy larga, para que no haya sospecha de trampa, va separando los sapeques por grupos de á cuatro, hasta que al final quedan unas piezas sueltas, que pueden ser cuatro, tres, dos ó una, números á los que arriesgan su dinero los jugadores.
Esta separación de cuatro en cuatro la va haciendo con una lentitud desesperante, pues así le gusta al público. El chino no conoce el valor de las horas. Además, no hay miedo de que se cierre el establecimiento. Las casas del «Fan-tan» carecen de puertas y las partidas se suceden día y noche, renovándose el personal de la mesa. Hay «puntos» que se hacen traer la comida de un figón inmediato, duermen sobre la banqueta de hule cuando les rinde el sueño y no salen de la timba en varias semanas, mientras les queda un peso mejicano.
Algunos de estos jugadores dan pruebas de una visualidad maravillosa. Apenas el venerable personaje levanta el vaso y empieza á contar las piezas, adivinan desde el piso superior con una mirada de águila cuántas[Pg 191] quedan en el confuso y enorme montón, anunciando por anticipado el número ganancioso.
Mientras las señoras vuelven al palacio del gobernador, donde nos espera un gran banquete, corro yo con uno de sus ayudantes, el teniente de navío Sebastián Da Costa, notable escritor portugués, á conocer otra de las singularidades del viejo Macao, la llamada «rua da Felicidade». Esta calle de la Felicidad resulta semejante por su tráfico á las que existen en todos los puertos de mar, pero aquí ofrece el interés de ser únicamente chinos los que la frecuentan, empujados por el acuciamiento de la lascivia.
Se compone de casas estrechas, cuyo piso bajo ocupa enteramente la puerta. A través de su abertura se ve una especie de zaguán con el arranque de la escalera que conduce á las habitaciones superiores, y algunos asientos chinescos, ocupados por las dueñas y sus amigas. Son mujeronas de cabeza voluminosa, miembros delgados y grueso tronco, con una nariz tan aplastada que apenas si resulta visible cuando sitúan de perfil su ancho rostro, amarillo como la cera. Estas hembras maduras, retiradas de las peleas sexuales, fuman gruesos cigarros mientras conversan lentamente. Otras se peinan entre ellas á la luz de una lámpara colocada ante sus ídolos predilectos.
Las pensionistas de dichas casas juegan en medio de la calle, como un colegio en asueto. Verdaderamente es la función que les corresponde, á juzgar por sus pocos años. Todas ellas son chinitas apenas entradas en la pubertad. Se persiguen como gatas traviesas, dando maullidos de regocijo. Algunas se acercan á nosotros después de colocarse ante el menudo rostro una careta de gesto monstruoso, una máscara espantable de dragón ó de genio, como únicamente saben imaginarlas los artis[Pg 192]tas chinos, y las pobrecitas rugen para infundirnos pavor, riendo á continuación de su travesura.
Nos fijamos en los diversos altares de las casas. Todos ellos guardan bajo marco imágenes de papel doradas y multicolores: dioses ó diosas de las Aguas, del Viento, de la Felicidad, etc. En algunas de dichas viviendas las huéspedas no tienen dinero para adquirir divinidades protectoras, mas no por eso carecen de altar. Han colocado en la pared, bajo doseles de colores, un anuncio de la Compañía Trasatlántica Japonesa, con un vapor de cuatro chimeneas y un mar de grandes olas, y le encienden todas las noches su lámpara, lo mismo que en las casas vecinas. Tales improvisaciones no asombran á ningún chino.
Volvemos á atravesar la gran calle de Macao, que tiene en las primeras horas de la noche un aspecto de capital de provincia. Pasean por sus aceras numerosos sacerdotes y oficiales vestidos de paisano; jóvenes de una elegancia marcial, con gran fieltro á lo mosquetero y chaleco blanco.
Nos obsequia el gobernador Rodrigues con una magnífica comida en su palacio. Admiro los salones de esta residencia, que no es vieja pero empieza á adquirir el encanto de lo antiguo. Muchos de sus muebles proceden de Cantón y tienen más de un siglo. En los rincones hay grandes ánforas de porcelana multicolor, como las fabricaban los chinos en otros tiempos.
Con el deseo de que viésemos Macao detenidamente, no ha querido el doctor Rodrigues dejarnos partir á media tarde en el vapor de Hong-Kong. Por miedo á los asaltos de los piratas, este vapor emprende su regreso poco después de su llegada, para que no le sorprenda la noche en el camino. Las aguas portuguesas son las más seguras. El vigía del castillo de Macao sigue durante[Pg 193] dos horas la marcha de los buques por el enorme espacio de mar abierto ante la ciudad, y puede dar aviso á los cañoneros portugueses si nota algo extraordinario. Lo peligroso es el dédalo de canales é islas inmediato á Hong-Kong, y el vapor-correo procura pasarlo antes que se oculte el sol.
Nosotros saldremos de aquí después del banquete. Un remolcador del puerto se encargará de llevarnos á Hong-Kong. Hasta las once de la noche estamos en la grata compañía del gobernador, su esposa é hijas y las familias de sus ayudantes. Nos vemos tratados con la proverbial cortesía de los hidalgos portugueses. Algunas damas cantan fados y romanzas sentimentales de la patria lejana. Cuando cesa la música hablamos de lo que fueron los navegantes portugueses y españoles dentro de la historia del progreso humano.
Salimos para Hong-Kong en el pequeño vapor. Va tripulado por media docena de marineros que son chinos de Macao. Su patrón parece ser el único portugués, pero acabo por creerle también mestizo, nacido en la colonia. Todos ellos se entienden en lengua china para sus maniobras.
El barco tiene en la proa un cañoncito de tiro rápido cuidadosamente enfundado, á causa de la humedad atmosférica. Creo además que los tripulantes llevan algunas carabinas... pero ¡vamos encontrando en nuestro camino tantos juncos! Pasamos al lado de buques que resultan enormes si se les compara con nuestra pequeñez, y de su interior puede desplomarse repentinamente sobre esta cubierta una cascada de diablos amarillos y medio desnudos, que se apoderarían del barquito antes de que nadie pudiese desenfundar el cañón ni tocar una carabina.
Pienso que si los tripulantes de algunos de los jun[Pg 194]cos de comercio supiesen quién viene en este pequeño buque se sentirían inclinados á intentar una aventura capaz de enriquecerlos. Por suerte, para todos los navíos de forma arcaica y su marinería vagabunda que sólo se muestra honesta cuando ve próximos los golpes, nuestra embarcación no es más que un cañonero de Macao que se dirige á Hong-Kong en plena noche por un asunto del servicio.
Sospechas ó inquietudes van desapareciendo según avanza nuestra navegación sobre las aguas del estuario. El misterio de la noche nos penetra y nos avasalla. Queremos gozar la belleza de la hora presente, que tal vez no volveremos á conocer nunca en lo que nos resta de vivir.
Si me preguntan cuál es la sensación más honda y duradera de mi viaje alrededor del mundo, tal vez afirme que el viaje de Macao á Hong-Kong, sobre un mar dormido como una laguna, bajo la cúpula de una noche esplendorosa, con el incentivo de marchar en el misterio, costeando peligros y casi al ras de las aguas. El mar es muy distinto cuando se navega por él pudiendo tocarlo con la mano á como se ve desde la última cubierta de un trasatlántico, alta como la plataforma de una torre.
Ha surgido la luna sobre el lomo obscuro de una de tantas islas. Es simplemente un cuarto creciente, pero la vagorosa luz traza un ancho camino de lácteo resplandor sobre la llanura lóbrega moteada de rojo por las lucecitas de los juncos. Las estrellas son tantas en este cielo tibio, que al levantar la cabeza para verlas, parpadean los ojos cual si lloviese sobre ellos polvo de luz. Detrás de la popa huye el camino lunar, ondeado por el cabrilleo de las aguas. Este camino forma un triángulo. Se estrecha hasta unir sus dos bordes en el límite del horizonte y sobre este vértice asoma á intervalos un dia[Pg 195]mante rojo que lanza contados centelleos, siempre los mismos, y vuelve á ocultarse en momentáneo eclipse: el faro de Macao.
Ofrece la proa un espectáculo más extraordinario al deslizarse por sus dos flancos el agua partida en espumas.
¡Las fosforescencias del mar chino!... En noches anteriores, al pasar la bahía de Hong-Kong sobre los vaporcitos que van y vienen entre la ciudad y la península de enfrente, llamó mi atención un resplandor verde de las aguas próximas. Creí al principio en un reflejo de la luz de posición, situada en el puente, y que corresponde al lado de estribor. Pero al ver que en el costado opuesto no existía ninguna luz roja y las aguas seguían brillando con la misma luminosidad verde, me di cuenta de que era un reflejo fosforescente como no lo había visto nunca en otros mares.
Ahora, al regresar de Macao, considero casi insignificante la luminosidad extraordinaria de la bahía de Hong-Kong. Aquí, en pleno estuario, donde el agua tranquila de los canales es una mezcla de la salinidad de las mareas oceánicas y los aportes dulces del río Perla, cargados de vida animal, la fosforescencia resulta algo inaudito, algo que nunca pude concebir que existiese.
Brillan junto al buque, durante largos espacios de tiempo, las aguas que nos rodean, con una luminosidad igual á la de Hong-Kong. Es el mismo espejismo de ojos felinos que he visto tantas noches en mis travesías á América... De pronto ocurren mudas explosiones de luz á flor de agua, como si la proa, al avanzar, fuese rompiendo focos eléctricos. Parece que en el seno del estuario se alumbren de pronto innumerables tubos de mercurio, que revienten grandes bolsas luminosas, esparciendo un resplandor verde semejante al de los teatros y[Pg 196] los cabarets de última moda; y el buque entero queda envuelto por unos segundos en una aurora inverosímil que parece de otro planeta.
Sentados en la proa unos junto á otros, viajamos á través de la obscuridad sin poder vernos, y de repente nos contemplamos de cabeza á pies, con un color de exhalación eléctrica que en el primer momento nos hace inconocibles.
Menospreciamos el abrigo del único camarote del barco para no perder este espectáculo ultraterreno, y seguimos en la cubierta, con las ropas chorreando humedad, temblorosos de frío, mientras vamos pasando entre islas de una temperatura tropical. Esperamos un nuevo reventón de resplandores mágicos en el seno de las aguas.
Queremos ver una vez más, bajo esta luz de misteriosa apoteosis, el deslizamiento de los peces despertados por nuestra proa, negros y elípticos como manchas prolongadas de tinta china.[Pg 197]
La bahía de Manila.—Obsequios de filipinos y españoles.—Limpieza y elegancia de la ciudad.—El traje gracioso y señorial de las mujeres.—Los jardines.—Las escuelas y su profesorado filipino.—Generosidad del gobierno americano para el sostenimiento de la enseñanza.—Ansia del filipino por instruirse.—La colonización española.—Su trabajo fundamental, penoso y mal conocido.—Filipinas desea ser independiente.—Suavidad del régimen americano.—Autonomía dada por Wilson.—Palabras de un tribuno filipino.—El gobernador Wood.—Lo que dicen unos y otros.—Mi opinión particular.
Dos días después, á la salida del sol, cruza el Franconia un estrecho entre la tierra firme y la llamada isla del Corregidor.
Se extiende ante nuestra proa un mar tranquilo, luminoso, como los lagos cantados en odas y romanzas. Parece no tener límites, lo mismo que el Océano, á causa de la neblina sutil que cubre el horizonte con sus telones de gasas doradas. Es la famosa bahía de Manila.
Navegamos por ella mucho tiempo, viendo las blancuras de Cavite á nuestra derecha. Enfrente van asomando, poco á poco, sobre la llanura azul, los nuevos muelles de Manila, las techumbres de sus almacenes, las arboledas de sus jardines y el caserío albo, amari[Pg 198]llo y rosa, sobre cuyos tejados se remontan las torres de las iglesias.
Ha quedado en mi memoria la capital de Filipinas como algo que vive aparte de todas las sensaciones aglomeradas durante mi viaje. Sólo permanecí en ella un par de días no completos y una noche, pero estas docenas de horas valen como si fuesen meses; tantos fueron los nuevos amigos que adquirí en dicho espacio de tiempo, las ideas que recibí de ellos, las manifestaciones afectuosas de que me vi objeto.
Únicamente pude ver Manila, y aunque es ciudad hermosa, merecedora de gran interés, su conocimiento no autoriza para poder hablar del archipiélago filipino. Éste es casi un mundo; tiene más de doce millones de habitantes y consta de 3.000 islas entre grandes y pequeñas, según me afirman los que lo han explorado con detención.
Deseo volver sin prisa á este país, donde se mezclan en el momento presente tres siglos de civilización española, el aporte continuo de los Estados Unidos, nación la más progresiva de nuestros tiempos, y las influencias que envían diversos pueblos de la tierra por encima del Océano, como esos polen de larga fecundación capaces de reproducir vegetaciones exóticas á distancias enormes. Siento interés por estudiar y describir detenidamente la vida de esta antigua colonia española, que es hoy un Estado autónomo y aspira con fe inquebrantable á convertirse en una República independiente. Mas por ahora tendré que limitarme á contar lo que vi, expresándolo con un juicio sereno, libre de sugestiones.
Enumeraré con brevedad los honores que filipinos, españoles y norteamericanos residentes en el archipiélago me dispensaron durante mi breve permanencia en Manila. En los salones del Casino Español fuí obsequiado[Pg 199] con un banquete de más de trescientos cubiertos, al que asistieron las primeras autoridades americanas y todos los individuos de la Asamblea filipina, senadores y representantes. En la misma noche di una conferencia en el teatro, y al día siguiente, otra de carácter literario en la Escuela Normal. El Senado de Filipinas me recibió en sesión solemne, con asistencia además de los diputados que forman la Cámara de representantes, concediéndome el alto honor de ocupar un asiento al lado de su presidente, y éste me saludó con las más satisfactorias expresiones que puede recibir un escritor amigo de la libertad. Finalmente, el general Wood, gobernador de Filipinas, me dió un almuerzo en su palacio de Malacañang, antigua residencia de los capitanes generales españoles.
Al anclar el Franconia, vi cerca de él á un vapor de la Trasatlántica Española, el Isla de Panay, completamente empavesado, con aspecto de gala. Creí que era este adorno por alguna festividad nacional. Luego experimenté una de las mayores emociones de mi vida al saber que las banderas y los gritos de la tripulación asomada á las bordas eran para saludar mi llegada. Antes de dirigirme á la ciudad subí al Isla de Panay, deseoso de responder á este saludo espontáneo. Bebí una copa de champaña con el capitán y los oficiales, recibiendo los abrazos de la marinería, que mostraba un gozo sincero al encontrarse con un español conocido de todos ellos tan lejos de la madre patria.
Uno de los más afectuosos en sus manifestaciones fué el capellán del Isla de Panay. Durante mi permanencia en Manila se mostraron igualmente efusivos conmigo numerosos frailes españoles que asistieron á mis dos conferencias; unos, profesores de la Universidad Católica de Manila; otros, aficionados a las lecturas literarias. Estando á tres mil leguas de la patria parecen empequeñe[Pg 200]cerse nuestras particulares apreciaciones sobre los misterios que rodean la vida, y nos atrae con repentino sentimiento de fraternidad la condición común de españoles.
Mi primera impresión al visitar Manila fué igual á la del que entra en una casa pulcra y clara, después de haber atravesado varias calles rebullentes de muchedumbre, luminosas, pero sucias. Creo que todos los que lleguen á Filipinas, después de viajar por la China y otros países del Extremo Oriente, experimentarán la misma impresión.
Tiene Manila un aire de estabilidad, de solidez y señorío, que contrasta con el aspecto ligero y provisional de las ciudades del Extremo Oriente, hechas de madera y tejidos de bambú. Los edificios, aunque de poca elevación, son fuertes; los templos y los baluartes de la gran muralla, estilo Vauban, construída por los españoles, dan á Manila una respetable antigüedad. Hasta las cabañas, hechas sobre pilotes y con tejidos vegetales, que sirven de vivienda al pueblo en los suburbios, están alineadas con un método que parece revelar la cohesión de este país. Digámoslo de una vez. Filipinas tiene un pasado histórico—el de su infancia—, y quiere llegar á la completa virilidad sin perder su fisonomía propia.
La limpieza de Manila se refleja en sus habitantes. De todas las capitales de Asia, incluyendo las mejores colonias de origen europeo, es Manila la ciudad más pulcra y elegante. Las mujeres van vestidas con el traje nacional, que sorprende por su gracia y su distinción á las viajeras de gustos más refinados. Todas llevan una falda de cola larga, como si fuesen á entrar en un baile solemne, y se la recogen con gracia señorial. Sobre esta falda de seda, que es de diverso color, según el gusto de quien la usa, llevan todas ellas un corpiño hecho de encajes filipinos, célebres por su artística sutili[Pg 201]dad. La gorguera del escote y unas puntas sobre los hombros parecen de lejos los extremos de unas alas plegadas, dando á las filipinas cierto aspecto de mariposas, como si fuesen á abrir de pronto unos brazos voladores, elevándose sobre el suelo.
Los hombres son igualmente de una elegancia que puede llamarse tropical. Nunca he visto muchedumbres tan blancas é inmaculadas. El calor hace sudar copiosamente, pero los filipinos cambian varias veces de traje durante el día, y es imposible sorprender en ellos la más leve mancha.
Mientras daba mi conferencia en la Escuela Normal, no pude menos de admirar el hermoso golpe de vista que ofrecía un público de dos mil hombres, todos vestidos de blanco, con corbata negra. Dentro de él se destacaban lo mismo que arriates floridos los colores violeta, rosa ó azul celeste de los grupos de damas llevando el traje nacional.
Al aspecto limpio de esta ciudad y á la elegancia de sus habitantes hay que añadir la hermosura de su flora. En los jardines se ven árboles de extrañas formas para los ojos europeos, cuyos nombres no tengo tiempo de conocer. En los alrededores de Manila corre el automóvil á través de campos sobre los que yerguen su aéreo surtidor de verdes plumajes innumerables especies de palmeras. Atravesamos un jardín con unos arbustos grandes como árboles y flores enormes de un rojo mágico, que recuerdan el jardín encantado de Klingser en la leyenda wagneriana de Parsifal. Algunos pasos más allá empiezo á ver tumbas entre esta vegetación maravillosa, y me entero de que marchamos por un cementerio. Creo que en ninguna parte de la tierra la fealdad de la muerte ha logrado ocultarse bajo una envoltura tan seductora.[Pg 202]
En la mesa, á la hora de los postres, es cuando se aprecia mejor la dulce fecundidad de este suelo paradisíaco, saboreando frutos que existen indudablemente en otros países tropicales, pero en ninguno de ellos llegan á adquirir la sabrosa madurez que en Filipinas.
De todo cuanto me muestran en Manila lo más extraordinario son las escuelas. Yo he viajado por la mayor parte de los Estados Unidos y conozco el enorme desarrollo de su enseñanza pública. Por eso puedo afirmar que las escuelas de filipinas son superiores á las de muchos Estados de la gran República. Hay que añadir que su profesorado, tanto masculino como femenino, está compuesto de hijos del archipiélago. Pude conversar en varias escuelas con maestros y maestras. Ellos son unos gentlemen pulcramente vestidos con el traje de ceremonia del país, smoking blanco y corbata negra. Ellas llevan la falda de seda y el corpiño de gasa, pues por nacionalismo consideran oportuno dar sus lecciones vistiendo á la filipina.
Todos revelan en su conversación una gran cultura, un continuo estudio, un ansia insaciable de saber. Esto último es lo que caracteriza á los filipinos modernos. Maestros y discípulos desean siempre saber más; sienten una verdadera hambre de conocimientos y prestan una atención concentrada á toda novedad intelectual que les sorprende.
Las escuelas son muy grandes. El miedo á los temblores de tierra no permite elevar los edificios, pero éstos compensan la escasez de pisos superiores con la ocupación de vastos terrenos. A pesar de su amplitud casi resultan estrechas, tanta es la población escolar que viene á ocuparlas todas las mañanas. Los niños acuden gozosos á estos edificios, como si fuesen lugares de placer infantil, tan atractiva y dulce resulta en ellos la en[Pg 203]señanza. Llama inmediatamente la atención el gesto reflexivo con que escuchan á sus maestros, la ansiedad que muestran por no perder una palabra de sus explicaciones.
También es admirable la agilidad de sus manos al realizar en horas de descanso algunas labores de tejido artístico. Esta ligereza manual es una condición asiática. Ningún niño de los Estados Unidos ni de Europa podría fabricar los cestos festoneados, las cajas redondas de colores que tejen con el mayor desembarazo niños y niñas de ocho á diez años en las escuelas de Manila.
Una visita á dichas escuelas sirve para adquirir la convicción de que éste es un pueblo de gran inteligencia nativa y no menos facilidad para aprender cuanto se le enseñe. Gracias á sus condiciones naturales no perderá nunca su personalidad propia, resistiéndose á cuantas influencias extrañas intenten arrebatársela.
Sería injusto olvidar que el ensanchamiento de la escuela en Filipinas y la esplendidez con que se atiende á las necesidades de su enseñanza es un resultado de la influencia de los Estados Unidos. Todos los gobernadores americanos se han preocupado especialmente de la instrucción pública. Con ello satisfacen el anhelo más ferviente del pueblo filipino, deseoso de aprender, siguen al mismo tiempo la tradición de los Estados Unidos, que siempre consideraron la enseñanza como la primera función pública, y realizan un trabajo lento de conquista espiritual, del que hablaré más adelante, y al que confían el éxito definitivo de su dominación.
Igualmente sería enorme injusticia negar ú olvidar que España, durante su época colonial, ilustró á este país como podía hacerse entonces. Tres siglos de civilización española han quedado para siempre en la historia de Filipinas, con las torpezas y errores propios de[Pg 204] otros tiempos, pero igualmente con todos sus adelantos espirituales. El cristianismo de los filipinos es obra de los sacerdotes españoles. Ellos enseñaron á leer á las masas indígenas. Las autoridades enviadas por la metrópoli lejana fueron estableciendo aquí todos los progresos del resto del mundo, teniendo que luchar para ello con las distancias, considerablemente más grandes en aquella época de navegación á vela, cuando aún existía intacta la muralla arenosa del istmo de Suez.
Sin la colonización española el filipino habría llegado á los tiempos modernos en un estado de cultura embrionaria y paralizada, semejante al de las tribus que todavía existen en muchos archipiélagos vecinos ó como el de los pueblos mahometanos que tantas veces constituyeron un peligro para Manila con sus piraterías.
A España le correspondió aquí el mismo trabajo que en las repúblicas americanas que hablan su lengua. Echó los cimientos del edificio, lo más pesado y menos agradecido, lo que exige mayores esfuerzos y queda oculto á las miradas superficiales. Ella tuvo que luchar con la primitiva barbarie, estableciendo las bases fundamentales de la civilización. Luego llegan los pueblos modernos, los últimos que triunfaron, y al encontrarse con la sólida y ruda obra sin terminar, se encargan de los adornos de su fachada, columnas, capiteles, cornisas, todo lo que supone refinamiento y atrae la admiración frívola del curioso; pero las paredes maestras, los fundamentos ocultos bajo el suelo, son obra del albañil, que sudó y se esforzó más que nadie, para ver finalmente su trabajo olvidado ó menospreciado.
Por suerte, este olvido no puede durar siempre. Un edificio, para remontarse, necesita reforzar sus cimientos; y á causa de esto todos los pueblos civilizados en otros siglos por España, si quieren hacerse más grandes,[Pg 205] tendrán que ahondar en su base, y al hacerlo encontrarán las virtudes del primer constructor: la paciencia y la fe de España.
Nuestro país, que tantos errores cometió de carácter rudamente paternal al extender su civilización sobre la mayor parte del planeta, dió muestra al mismo tiempo de una virtud que no abunda en los dominadores coloniales. Allá donde fué el español se unió con la mujer de la tierra, constituyendo una familia. Entiéndase bien esto. Muchos colonizadores de otras razas se unen también con la mujer del país, pero es tomándola por concubina, y huyen luego, dejándola el presente abrumador de varios bastardos. El español, por influencia cristiana ó por una predisposición á igualarse con los indígenas, se casó en las colonias; mezcló su sangre con la de los naturales, creó una familia legal, y en todas partes son sus nobles y legítimos descendientes los mestizos que ostentan sus apellidos.
Los hombres no viven únicamente de pan. Una metrópoli poderosa se engaña si cree que dando á sus colonias los adelantos materiales se lo ha dado todo. El hombre necesita el alimento moral de la consideración; y los españoles, que en el terreno político fueron siempre poco propensos á la igualdad, la practicaron como nadie en la vida moral y en la familia, emparentando con los del país sin mantenerse en orgulloso aislamiento, como lo hacen otros pueblos dominadores.
Durante mi visita á Manila encuentro á los filipinos en una gran efervescencia política. Debo hablar de ella, pues el motivo de dicha agitación es hondo y permanente. Tengo la certeza de que va á repetirse durante años y años de un modo pacífico, y sólo tendrá término cuando se realicen los deseos de todos. El pueblo filipino quiere ser independiente.[Pg 206] Antes de seguir adelante necesito hacer una aclaración. Siento desde hace muchos años honda simpatía por los Estados Unidos de América. Para mí, el régimen menos imperfecto, dentro de la imperfección humana, es la República federal, tal como ellos la establecieron. Además considero al pueblo norteamericano como la más ordenada y consciente de todas las democracias que han existido en la Historia. Al mismo tiempo me inspira un afecto fraternal el pueblo filipino. Después de mi paso por Manila, admiro su fe y su tenacidad para conseguir una existencia independiente, y deseo que obtenga todo lo que pueda favorecer su bienestar y su progreso.
Encontrándome entre estos dos afectos que en ciertos puntos resultan contradictorios, voy á mencionar con fría imparcialidad lo que dicen unos y otros.
Se sublevó el pueblo filipino contra la dominación española considerando, como todas las repúblicas hoy florecientes de América, que era ya bastante crecido para marchar por sí solo. Procedió como los hijos que por ley natural abandonan la casa paterna. Cuando los acorazados de los Estados Unidos desembarcaron sus tropas en Cavite existían una República filipina y un ejército filipino. Los Estados Unidos les ayudaron en su guerra contra la monarquía española, y... todavía no han abandonado el país.
La gran República americana no es un Imperio de rapiña, una nación sin más ley que la fuerza, de esas que proceden en el curso de la Historia lo mismo que un bandido actúa en una carretera, apoderándose de la hacienda de los débiles porque son débiles. Muy al contrario, la historia de esta gran democracia abunda en esfuerzos y hazañas á favor de la libertad de los pueblos y la independencia de los humildes. Dicha historia habrá[Pg 207] tenido eclipses, como la de todas las naciones; pero es indiscutible que los Estados Unidos arrostraron el peligro de morir despedazados y sostuvieron la más terrible de las guerras por suprimir la esclavitud de los negros, y hace pocos años vinieron desinteresadamente á batirse en Europa, llamando á su cruzada generosa «la guerra por la libertad del mundo».
El gobierno de Wáshington envió sus tropas á Filipinas para ayudar á los naturales en su guerra contra la metrópoli y para proteger su constitución futura de pueblo libre. A nadie se le puede ocurrir que la generosa democracia americana hiciese tal intervención para apoderarse simplemente de Filipinas y quedarse con el archipiélago, basándose en el bandidesco principio de que el más fuerte puede apoderarse sin escrúpulos de lo que pertenece á otros, aunque ellos no quieran. Esta política cínica fué la del Imperio alemán, y levantó contra ella la opinión de todo el mundo. Para seguir tan inmorales principios de derecho no valía la pena destronar á Guillermo II.
Apresurémonos á decir que los Estados Unidos jamás han manifestado de un modo preciso su voluntad de quedarse «para siempre» con Filipinas. Por el contrario, muchos de sus gobernantes y sus directores de opinión han reconocido á los filipinos la legitimidad de sus deseos en pro de la independencia. Lo único que discuten es la oportunidad de tal independencia, las condiciones actuales del archipiélago filipino para disfrutarla, creyendo que aún no ha llegado el momento de que este país, que tiene gran parte de su territorio en los albores de la civilización, pueda llevar la existencia de un pueblo libre y sin tutela.
Hay que añadir lealmente que el régimen dulce y tolerante seguido aquí por los Estados Unidos no se[Pg 208] parece á la actitud que observan otras naciones en los territorios que dominan. Después de la ocupación militar, el gobierno de Wáshington dió al archipiélago un régimen puramente civil, y en tiempo del presidente Wilson, este régimen, cada vez más suave y transigente con los filipinos, se convirtió en una verdadera autonomía. Hoy Filipinas tiene una Asamblea legislativa, compuesta de un Senado y una Cámara de representantes, con ministros hijos del país que trabajan á las órdenes del gobernador general, quien es depositario absoluto del Poder ejecutivo. Pero con frecuencia surgen conflictos entre estos dos poderes, y los legisladores se colocan en actitud de protesta ante el gobernador enviado de Wáshington.
Un filipino ilustre, el gran orador Manuel Quezón, presidente actual del Senado, expresó el verdadero sentimiento de su pueblo al decir en uno de sus discursos: «No importa que sea suave el yugo de un poder extranjero; no importa que pese ligeramente sobre los hombros; si no está impuesto por la voz de su propia nación, el hombre no quiere, no puede ni cree ser feliz bajo tal peso.»
Todo el pueblo filipino piensa del mismo modo con rara unanimidad. Reconoce los beneficios de la dominación americana, agradece los esfuerzos hechos por ella para difundir la enseñanza, las obras públicas que lleva realizadas, la conducta benévola de las autoridades extranjeras en muchos asuntos... pero quiere la independencia.
Algunos filipinos conservadores intentaron crear partidos transigentes, poniéndose de acuerdo con las autoridades americanas; pero fracasaron por completo, faltos de apoyo popular. La Asamblea filipina, aunque compuesta de diversos grupos políticos, es en absoluto[Pg 209] partidaria de la independencia, pues todos sus individuos comulgan en el mismo ideal. Cuando se realizan nuevas elecciones, únicamente triunfan los candidatos nacionalistas, que son los sostenedores de la independencia del archipiélago.
A los filipinos eminentes que trabajaron y murieron por la liberación de su país han sucedido otros muy jóvenes, que luchan con no menos entusiasmo, dentro de una política pacífica.
Pueden contarse á docenas los hombres notables de este movimiento. Sergio Osmeña, talento organizador, sabe razonar con una lógica avasalladora; Manuel Quezón, orador brillante, es el gran propagandista del nacionalismo. Para servir mejor á su patria aprendió el inglés, de tal modo, que puede pronunciar discursos en dicha lengua, y varias veces ha hablado en Wáshington ante los representantes del gobierno y en otras ciudades de los Estados Unidos, defendiendo la independencia filipina.
Es asombroso el espíritu liberal de la Constitución del pueblo americano, respetuosa para el pensamiento y su emisión como la de ningún otro país. Al amparo de ella los filipinos pueden abogar por su independencia y arbitrar toda clase de medios y recursos para conseguirla. Durante el gran banquete dado en mi honor por el Casino Español estuvieron sentados cerca de mí, en la mesa presidencial, varios almirantes y generales de los Estados Unidos que ejercen autoridad en Manila. Estos militares de la más verdadera de las Repúblicas escucharon con calma y respeto los razonados discursos de varios oradores filipinos proclamando la necesidad de independencia que siente su patria y su voluntad firmísima de trabajar por ella.
También son ardientes propagandistas el incansable[Pg 210] Teodoro Kalaw, presidente del Comité «Por la Independencia»; el enérgico senador Alegre, que hizo sus estudios en España, y tantos otros que desisto de nombrar, pues su mención resultaría larguísima.
El general Wood, actual gobernador de Filipinas y hombre de sólida inteligencia, tiene un espíritu civil á pesar de su profesión de soldado. Habla el español con facilidad, pues lo aprendió en su juventud, y luego ha viajado mucho por la América de nuestra lengua y por España. Le conozco desde que fué candidato en 1920 á la presidencia de los Estados Unidos, y, como ya dije antes, me obsequió con un almuerzo en su palacio, cuyos salones conservan aún los retratos de los antiguos capitanes generales españoles. Sobre la puerta del palacio de Malacañang queda también un gran escudo de España. Los gobernadores americanos se han limitado á ensanchar el palacio, sin tocar un cuadro ni un mueble de la antigua casa del gobierno español.
Hablo con Wood y otros personajes americanos residentes en el archipiélago. Noto en todos ellos una simpatía sincera por los filipinos. El gobernador no formula la menor queja contra los partidarios de la independencia, á pesar de que en la actualidad, por la pugna entre el Poder ejecutivo y el legislativo, algunos de aquéllos le han atacado. Pero aquí los ataques no rebasan los límites de la política y jamás resultan personalmente ofensivos, lo que prueba una vez más la cultura de las costumbres.
Todos los americanos que trato en Manila muestran igual opinión. Nadie niega rotundamente el derecho de los filipinos á su independencia. Sólo discuten la oportunidad de esta independencia. No creen llegado el momento de reconocerla.
—Si abandonamos Filipinas—dicen muchos de [Pg 211]ellos—el pueblo no podrá mantenerse independiente. Necesita un ejército, una gran marina, para guardar sus tres mil islas. A las puertas vive el Japón, ansioso de nuevas tierras para expansionarse. ¡Lo que tardaría á encontrar un pretexto, á inventar un conflicto para dejarse caer sobre este archipiélago!... Y si nosotros nos fuésemos, resultaría muy difícil que pudiéramos repetir la visita. En los Estados Unidos todo lo dirige la opinión, y es casi seguro que luego de habernos marchado, esta opinión nos impediría volver, no queriendo arrostrar los peligros y gastos de una guerra por un país abandonado antes.
Debo mencionar también lo que dicen los filipinos ansiosos de independencia. Los más instruidos encogen los hombros cuando les hablan de que una gran parte de su país está todavía á medio civilizar. Lo mismo decían los ingleses cuando se declararon independientes las colonias de América, teniendo á sus espaldas tres cuartas partes del actual territorio de los Estados Unidos ocupadas por tribus enteramente salvajes. El fantasma de la invasión japonesa no les impresiona gran cosa. Con una arrogancia caballeresca, que revela su antigua educación española, contestan simplemente:
—De ocurrir eso nos defenderíamos todos desesperadamente hasta morir.
Además, juzgan que no sería incompatible una completa independencia filipina con el estacionamiento militar de los Estados Unidos en este archipiélago, para tener una base fuerte cerca del Japón.
El argumento de que no están preparados para la independencia les hace sonreir. ¿Dónde está el reloj que marca la hora justa para tal reforma?... ¿Quién tiene el instrumento capaz de medir si un pueblo debe ser independiente ó no merece serlo todavía?...
Esto lo considero cierto. Nadie puede probar que es[Pg 212] nadador ó no lo es mientras no se meta en el agua. Y para que un pueblo demuestre que merece la independencia, lo primero es dársela.
Tengo mi opinión propia, formada después de oir á unos y á otros.
No niegan los Estados Unidos el derecho de Filipinas á su independencia, ni lo negarán nunca de un modo terminante. Se oponen á ello sus nobles tradiciones civiles. Existen dentro de la gran República imperialistas que se muestran á veces cínicos y brutales en sus deseos, mas la inmensa mayoría del pueblo americano es enemiga de guerras y dominaciones por la fuerza, y cree generosamente que todo país debe gozar su libertad.
Pero no es menos cierto que el gobierno de Wáshington, teniendo en cuenta los informes de las autoridades de Filipinas, aprecia cada vez más el valor económico de este archipiélago y su situación estratégica, deseando conservarlo á todo trance.
Para algunos americanos, nunca llegará el momento oportuno de dar á los filipinos su independencia. Aunque todos los naturales del archipiélago fuesen un portento de educación cívica, encontrarían siempre motivos para decir que no era llegada la hora. ¡Es tan fácil inventar pretextos, teniendo en cuenta la imperfección humana!... Confían en el tiempo y en la escuela para que se adormezca poco á poco este sentimiento de independencia, y acabe Filipinas por entrar mansamente en la Confederación americana como un simple territorio.
La escuela de primera enseñanza emplea la lengua inglesa. Los profesores filipinos dan sus lecciones en inglés, con arreglo á los métodos oficiales. El español únicamente se estudia en la segunda enseñanza y en la Universidad como una lengua extranjera.[Pg 213]
El idioma moldea el alma; por eso la dominación americana ha creado aquí escuelas verdaderamente maravillosas, y al dar al filipino más pobre una educación brillante, procura hacer de él un futuro súbdito de los Estados Unidos.
Los partidarios de la independencia velan á la parte de fuera de la escuela. Jamás se ha hablado tanto en Filipinas la lengua española. En tiempos de nuestra dominación, el pueblo, como señal de protesta, hablaba el tagalo. Sólo los de una cultura superior conocían aquélla.
Ahora, como una afirmación de nacionalismo, los niños que hablan inglés en la escuela aprenden el español en su casa, y esta es la lengua espontánea muchas veces de sus juegos callejeros.
Después de extinguirse los apasionamientos propios de toda revolución, los filipinos amantes de la independencia reconocen la parte de beneficios que tuvo para ellos la civilización española, y adoptan nuestra lengua como un arma de largo alcance. En todo el archipiélago, según me afirman los conocedores, existen más de veinte lenguas vernáculas, y el tagalo usado en Manila no es mas que una de ellas. En cambio, el español tiene grupos parlantes en todas las islas. Además, es la lengua de veinte naciones del Nuevo Mundo y de cien millones de seres. Valiéndose de ella, los filipinos no quedan aislados en un extremo del Pacífico y se ponen en comunicación espiritual con la mayor parte de las naciones que acompañan á los Estados Unidos en el disfrute del continente americano.
Yo veo la historia futura de Filipinas á modo de una carrera de jinetes. La escuela oficial, magnífica y opulenta, fabrica americanos para el porvenir. El nacionalismo filipino espera en la calle á las nuevas generaciones y les inspira el amor á la independencia. El fuego[Pg 214] sagrado de la patria se va renovando así de pecho en pecho.
Es una obra de paciencia y de tenacidad. Esta lucha pacífica va á durar muchos años; pero vencerán finalmente los filipinos si el entusiasmo que muestran ahora no es una ráfaga estrepitosa y pasajera; si desafían al cansancio, si no se desalientan ante lo largo del camino, y acaban por convencer al pueblo americano de que son dignos de obtener su independencia, provocando uno de esos arrolladores y generosos movimientos de opinión tan frecuentes en la vida de los Estados Unidos.
Como dicen los cabalgadores de las llanuras sudamericanas: «Es asunto de ver á quién de los dos se le cansará antes el caballo.»[Pg 215]
Un guerrero del aire.—El paso de la Línea.—Desfile de oasis montañosos sobre el desierto azul.—La historia del mundo reproduciéndose en cada isla.—Epopeya de los descubridores portugueses.—Lo que vieron un día en las Molucas.—Encuentro de los dos pueblos ibéricos al otro lado del planeta.—Los últimos héroes españoles del ciclo de los descubrimientos.—Mendaña y el oro del rey Salomón.—Una flota mandada por una mujer.—La almiranta doña Isabel.—El místico Quirós.—Llegada de la reina de Saba á Manila.—Los elefantes don Pedro y don Fernando.—Los descubridores de «Australia Ignota».—«Austrialia del Espíritu Santo».—El piloto Torres, primer explorador de las costas australianas.
Desde la barandilla de una cubierta saludo á los grupos de filipinos y españoles que han venido á despedirnos. El muelle está repleto de gentío. Los vendedores tagalos ofrecen pesados machetes, lanzas y espadas flamígeras de los moros de Joló, primorosos encajes manileños, cajitas fabricadas con fibras del país, y mis compañeros de viaje adquieren estos recuerdos de su paso por la isla de Luzón.
Estrecho una vez más la mano de Potous, cónsul de España, que empezó su carrera como magistrado, del conde de Paracamps, español de espíritu progresivo y el más notable organizador que existe en Filipinas, del ilustre periodista Romero Salas y otros amigos.[Pg 216]
Unas señoritas vestidas de labradoras valencianas me entregan cestos de flores. La colonia española, como recuerdo de mis dos conferencias, me sorprende con un magnífico regalo. Recibo el saludo de varias damas filipinas que llevan el traje nacional. Unas son directoras de colegio, otras desempeñan cargos en la administración de justicia, lo que demuestra la cultura de la mujer en este archipiélago.
Parte el Franconia entre aclamaciones. Al mismo tiempo la atmósfera se conmueve con un estrépito mecánico que parece ahogar los gritos de la blanca muchedumbre agrupada en los muelles. Media docena de aeroplanos militares evolucionan sobre nuestro buque, acompañándolo durante su navegación por la bahía.
Viene con nosotros hasta Calcuta el general Mitchel, jefe de la aviación americana, que en el último período de la guerra europea mandó las fuerzas aéreas de todos los aliados. Es un hombre todavía joven y habla correctamente el español por haber vivido en distintas repúblicas de América. Luego de pasar varias semanas en Manila, continúa su viaje alrededor del mundo, estudiando la aviación de las naciones y colonias de Asia.
Este guerrero de la atmósfera me expone con voz dulce de poeta una serie de «anticipaciones» capaces de asombrar á la imaginación mejor preparada. Así me entero de cómo el avión ha cambiado completamente la guerra, cómo acabará por hacerla imposible, cómo podrá igualar tal vez un día su velocidad con la del curso del sol, dando las escuadrillas voladoras la vuelta á nuestro planeta sin dejarse alcanzar por la noche.
Seis días va á durar nuestra navegación entre Manila y las costas de Java. En esta travesía cortaremos la línea ecuatorial, y como son muchos los viajeros que no[Pg 217] han pasado dicha línea, los organizadores de fiestas del Franconia preparan su bautizo.
Conozco de sobra esta mascarada marítima que se desarrolla en los buques al pasar el Ecuador. Siete veces he ido de Europa á la América del Sur y otras tantas he hecho el viaje de vuelta. Como no me interesan los desfiles de ondinas y tritones acompañados de estridentes músicas, el cortejo burlesco de Neptuno, la inmersión de los neófitos en un estanque improvisado y demás ceremonias burlescas que van á entretener á los pasajeros durante un par de días, huyo de tales festejos, refugiándome en la cubierta más alta, como lo hacen otros que también están cansados del rito ecuatorial.
Compensa con exceso el espectáculo del mar la monotonía de nuestras horas solitarias. Cruzamos una de las secciones del Pacífico más hermosas y menos frecuentadas. La gran corriente de la navegación, al venir de Hong-Kong ó Manila, tuerce hacia el Oeste buscando la puerta del estrecho de Malaca, ó sea Singapore. Nosotros seguimos rectamente hacia el Sur, cortando la línea ecuatorial por una ruta que únicamente siguen los contados barcos que desde la China ó el Japón van á Java.
El mar es de un azul intenso, como si fuese sólido. Las nubes, bogando aisladas en el cielo esplendoroso, también son de una blancura tan espesa que parecen talladas en mármol, como las que figuran en los altares. Saltan ante la proa enjambres de peces voladores. Agitan sus alas unos momentos, y al volver á caer, parece que forcejean para introducirse en el agua, como si la taladrasen. A un lado del buque, el mar es de un azul compacto y mate; en el opuesto centellea como una llanura sembrada de espejos rotos. La atmósfera, cada vez más caliente, da un aspecto de solidez á la materia líquida y la materia gaseosa.[Pg 218]
Transcurren los dos primeros días sin que veamos en el inmenso redondel, del que somos eterno centro, una blancura de vela, un hilillo de vapor. El Océano parece de una majestad sin objeto dentro de esta calma desierta.
Pienso que nunca volveré á pasar por aquí. La líquida llanura ecuatorial parece creada únicamente para los que permanecemos horas y horas en la solitaria cubierta con un codo en la barandilla y el rostro sobre una mano, embriagándonos de azul, de sol y de silencio. Pero nosotros desapareceremos y las olas seguirán hinchándose en aristas infinitas, y los peces continuarán sus saltos voladores, y se repetirán las albas y los ocasos. Y cuando, transcurridos los siglos, no quede un hueso ni tal vez dos moléculas juntas de la materia que forma ahora nuestros cuerpos, se reproducirá igualmente este espectáculo que nuestra vanidad humana se imagina fabricado expresamente para admiración y recreo de los animalillos razonantes que pasamos metidos en una especie de dedal.
El día antes de la fiesta de la Línea y los días siguientes navegamos entre islas. En estos parajes de la Oceanía próximos al macizo asiático las hay á cientos y á miles. Unas pocas alcanzamos á verlas con nuestros ojos. Detrás de ellas adivinamos con la imaginación toda la infinita variedad del continente esporádico de la Malasia.
Algunas son picos de sombrío rosa, que emergen del mar con gorgueras de espuma. Otras extienden una sucesión horizontal de montañas y playas. Estas últimas no se ven á cierta distancia y las montañas parecerían islas sueltas á no ser por las filas de cocoteros que surgen de la orilla arenosa. Sus troncos delgados se disuelven en el azul del cielo; sus copas robustas parecen hileras de embarcaciones negras flotando sobre el mar.
Más adentro de las costas y empalidecida por la dis[Pg 219]tancia, hay siempre alguna montaña envuelta en nubes que aún parece más enorme por su aislamiento; cono de volcán dormido hace miles de años. Los naturales de la isla han poblado seguramente esta altura inaccesible con dioses y demonios, dedicándoles sacrificios humanos desde el principio de su historia. Siglos de guerras y matanzas han venido desarrollándose sobre estos fragmentos de tierra, por los consejos y mandatos de los habitantes de la Montaña Sagrada. Es todo un mundo igual al nuestro, pero dentro de marco más reducido.
La isla queda atrás. Sólo es ya una mancha sombría, una nube á flor de las aguas azules; luego se borra para siempre. Vienen al encuentro de nuestra proa nuevas montañas con su cúspide envuelta en vapores, nuevas arboledas bajas que parecen flotar sobre el horizonte, nuevas bocanadas de perfume vegetal, caldeado por el sol y salado por la respiración oceánica.
Apreciamos este mundo insular con una serenidad sintética y divinamente superior á causa de nuestra situación. Somos ahora la inteligencia que aprecia las cosas desde lo alto y pasa adelante, insensible á las influencias del medio. Desembarcados en cualquiera de dichas islas resultaríamos á los pocos meses uno más dentro del grupo humano que la habita, sentiríamos la servidumbre del ambiente, se nos impondrían con la fuerza del pasado personas y cosas. Pero vamos montados en una caja de hierro, con agujeros redondos para ver y respirar, la cual lleva una hoguera en sus entrañas y vence momentáneamente las influencias esclavizadoras del tiempo y del espacio.
Pasamos á través de sociedades humanas que se mueven siglos y siglos en el redondel aislado de estos oasis terrestres perdidos sobre el desierto salobre. Dichos pueblos insulares no son para nosotros más que un accidente[Pg 220] de viaje. Los vemos como Gulliver á los pigmeos, y esta momentánea superioridad nos permite apreciar por comparación la pequeñez y monotonía de la historia general de nuestra especie.
Todas estas islas que viven breves horas ante nosotros y luego se disuelven, han tenido dioses que hablaron con voz de trueno entre las nubes de la gran montaña, santos que realizaron milagros, déspotas que las hicieron sufrir los martirios de una autoridad falsamente paternal, y recuerdan tal vez con orgullo las hazañas de algún jefe victorioso que arrastró las muchedumbres á la muerte. Todas ellas han visto nacer á un Napoleón, y sus habitantes se consideran los primeros hombres de la tierra, despreciando á los de la isla de enfrente por una inferioridad que justifica su deseo de esclavizarlos.
Nosotros también apreciamos orgullosamente la superioridad de nuestra isla flotante, en la que se juntan todas las maravillas de la civilización, comparándola con estas islas inmóviles, sujetas al fondo oceánico por raíces de granito ó de coral y que guardan estacionariamente los modelos más rudimentarios de la sociabilidad humana... Luego, un sentimiento confuso de justicia nos hace dudar de nuestro momentáneo orgullo de semidioses navegantes. ¿Qué somos verdaderamente?... Ochocientos seres humanos, entre señores y servidores, metidos en una caja férrea y llevando con nosotros un cementerio de animales puestos al frío para que puedan alimentarnos con sus cadáveres. Una música anima nuestras digestiones y sirve para que los aficionados á la danza puedan dar saltos y sientan el cosquilleo de la sensualidad después de las cinco comidas rituales.
Por arriba poblamos el azul oceánico de alegres ritmos y lo entenebrecemos con el humo industrial, residuo de fuerzas domadas que han transformado nuestra[Pg 221] vida parasitaria sobre la corteza del planeta. Por abajo suelta nuestra isla obscura el sucio arroyo de unas aguas que han barrido todos los lugares cerrados, viles receptáculos de la humana miseria. Una estela de cajones y latas que contuvieron los medicamentos contra nuestra eterna enfermedad, el hambre, va marcando el paso del buque sobre esta llanura móvil y profunda, que es á la vez vieja como el mundo y pueril como los primeros vagidos de la vida planetaria.
Corta mis reflexiones un repique de campanas. Dentro de la garita en forma de púlpito que existe en el mástil de proa para que el vigía atalaye el mar durante la noche, un grumete mueve las dos campanas que sirven ordinariamente para marcar las horas de servicio á los diversos «cuartos» en que se divide la tripulación. Este repique me hace saber que estamos en domingo y son las diez de la mañana.
Un campaneo semejante al de una iglesia anuncia los oficios divinos todos los domingos. En el gran salón un oficial con uniforme de gala lee las plegarias, y la mayoría de los viajeros, libro en mano, canta.
Estamos ante las costas de Borneo. La melodía lenta y solemne de los corales evangélicos empieza á extenderse sobre el mar. Éste es ahora de un azul obscuro, erizado de pequeñas protuberancias angulosas, como si en pleno sol cayese sobre él un aguacero invisible. Senderos de azul más claro y completamente liso serpentean sobre su lomo como si fuesen ríos, revelando la existencia de ocultas corrientes.
El recuerdo de Filipinas, que va alejándose á nuestras espaldas, y la cercanía creciente de Java, cuyo misterio pretendemos imaginar, lleva nuestro pensamiento hacia los europeos que navegaron por primera vez en estos mares incógnitos y pusieron sus pies so[Pg 222]bre las tierras oceánicas, innumerables ínsulas de misterio.
Java fué de los portugueses, como las Molucas, Sumatra, Ceilán y tantas otras tierras que están ahora cada vez más cerca de nosotros. Holanda, aprovechando su guerra con España, se apoderó en el siglo XVII de casi todas las posesiones portuguesas en el Oriente asiático. No hay que olvidar que Portugal había sido anexionado á España en dicho período, y precisamente bajo el dominio de los Austrias españoles fué cuando sufrió tan enorme despojo.
Viajando por estos mares es como se mide con exactitud la grandeza de los descubridores portugueses, dignos hermanos de nuestros descubridores y conquistadores de América.
Las grandes hazañas se aprecian mejor viendo el terreno donde se desarrollaron que leyendo su relato en los libros. Al navegar por las costas de la India, por el estrecho de Malaca, por los innumerables archipiélagos malayos que Reclús llama la Insulandia, se admira la audacia argonáutica de Gama, la energía colonizadora de Almeida y Alburquerque, el atrevimiento paladinesco de los capitanes lusitanos, que, semejantes á Cortés y Pizarro, se apoderaron de reinos importantes con unos cuantos compañeros de armas y unos pequeños buques, lo mismo que los héroes de las novelas de caballería.
En estos mares se desarrolló el episodio más trascendental de la historia humana. Un día, estando los portugueses en el archipiélago de las Molucas, cerca de Java, para cargar sus buques de especias—la mercancía más rica entonces, después del oro—, vieron asombrados cómo avanzaba hacia ellos un navío con cruces pintadas en sus velas cuadrangulares.[Pg 223]
No venía del Occidente este buque de cristianos, ó sea de Portugal; se aproximaba por el Oriente, surgiendo de su inmenso y desconocido Océano. Era un resto de la flota de Magallanes, una nave española, al mando de Sebastián del Cano, que acababa de atravesar la ignota soledad del Pacífico dando la vuelta entera á la tierra. Los dos pueblos de la península ibérica, partiendo en opuestas direcciones, habían venido á encontrarse al otro lado del planeta. Su rivalidad en los descubrimientos sirvió para que los humanos conociesen la extensión y forma del globo que habitan.
Al recordar esto pienso en las afirmaciones absurdas que el apasionamiento religioso ha sugerido muchas veces á hombres superiores. El fanatismo hasta la ceguera no ha sido privilegio único de los católicos. Guizot, el seco é injusto protestante, afirmó que puede escribirse la historia de la civilización universal sin mentar una sola vez el nombre de España.
Evocan para mí estos mares el recuerdo de otros navegantes menos conocidos, héroes sin fortuna que fueron los últimos en la historia de los descubrimientos españoles. Abarco con la imaginación los archipiélagos innumerables de esta Oceanía, cuyos macizos más poblados vamos costeando.
Cuando los españoles, en el siglo XVI, habían tomado ya posesión de la mayor parte de América, quedaron muchos pilotos y soldados que, no contentos con los puestos que ocupaban en el llamado Nuevo Mundo, tendieron su ávida vista sobre el desierto del Pacífico. Un joven capitán, Álvaro de Mendaña, sobrino de un letrado virrey accidental del Perú, pudo formar, gracias á la protección de éste y á su propia fortuna, una pequeña flota, con la que se lanzó á realizar descubrimientos.
Después de sufrir grandes penalidades en la parte[Pg 224] más desparramada de la Polinesia, donde las islas parecen insignificantes y perdidas como granos de arena, dió con el actual archipiélago de Salomón. Mendaña fué quien le puso tal nombre. Todos los navegantes de aquella época llevaban en su pensamiento la historia santa y el deseo de encontrar oro, acoplando inmediatamente ambas cosas á sus descubrimientos. Creyó de buena fe que estas islas cercanas á Nueva Guinea eran las visitadas por las flotas del rey Salomón para recoger en sus costas grandes cargamentos de oro. Repelido por los habitantes de dichas islas, que todavía son ahora antropófagos, hallándose con los buques maltrechos y sin bastimentos, Mendaña se volvió al Perú luego de llamar á una de las islas Guadalcanar y á otra Santa Isabel, nombres que aún conservan.
El rey de España le dió el título de Adelantado de las islas de Salomón, y con el resto de sus bienes pudo organizar otra flota, luego de casarse con una dama gallega, de carácter varonil, llamada doña Isabel Barreto.
Ésta se agregó á la expedición descubridora. Otras mujeres casadas con soldados y marineros se embarcaron igualmente para poblar las islas de Oceanía. Llevó Mendaña en tal viaje como piloto mayor al portugués Pedro Fernández de Quirós, navegante algo místico, que recuerda por su carácter raro y contradictorio la figura de Colón, como una copia borrosa puede recordar al original. Esta segunda flotilla, por circunstancias que no son del caso relatar, no volvió al archipiélago de Salomón.
Mendaña descubrió las actuales islas Marquesas, que él tituló Marquesas de Mendoza para agradecer el apoyo del marqués del mismo nombre, que era entonces virrey del Perú. También hizo el descubrimiento de la isla de Santa Cruz, al Noroeste de las actuales Nuevas Hébridas, instalando en ella una colonia. Pero enfermedades[Pg 225] epidémicas, de las que todavía en el presente suprimen poblaciones enteras de la Oceanía, se ensañaron en los descubridores, haciendo morir á Mendaña y á muchos de sus compañeros.
A partir de aquí se desarrolla uno de los episodios más interesantes y menos conocidos de la epopeya de los descubrimientos oceánicos. Como el rey había dado á Mendaña, para él y su familia, el gobierno de la flota y de las islas que encontrase, su esposa doña Isabel le sucedió en el mando, siendo la única almiranta que se conoce en la Historia.
Intentó continuar la colonia de Santa Cruz fundada por su esposo, pero tan enorme fué la mortandad de su gente, que hubo de renunciar á dicho empeño, embarcándose con los restos de la expedición para buscar refugio en Filipinas. Los buques estaban casi inservibles después de tan luenga travesía por mares inexplorados y sus tripulaciones mermadas y enfermas. De las tres pequeñas naves eran arrojados todos los días varios cadáveres al mar. Los víveres y el agua escaseaban. Además, el carácter enérgico de la almiranta y sus veleidades autoritarias provocaron numerosas protestas é intentos de rebelión. Pero doña Isabel, secundada por Quirós, se hizo respetar en el curso de un viaje tan abundante en penalidades y miserias.
La más insistente de las quejas de las tripulaciones fué por la escasez de agua potable, repartida con desesperante parsimonia, mientras la almiranta, al decir de los hombres, empleaba muchas botijas de ella en el lavado de sus ropas interiores.
Finalmente llegaron dos de los buques á Filipinas y el otro se perdió. Al entrar el San Jerónimo, que era el de la almiranta Barrete, en la bahía de Manila, lo saludaron los cañones de la plaza con una salva de honor. Todos[Pg 226] querían ver á doña Isabel y sus infortunados compañeros, y como aquélla tenía el título de gobernadora de las islas de Salomón, la gente la llamó «la reina de Saba».
La permanencia en Manila de estos descubridores maltrechos y celebrados coincidió con grandes fiestas por la llegada de un nuevo gobernador. Dos personajes extraordinarios compartieron con la reina de Saba la curiosidad y el entusiasmo del vulgo. El rey del Cambodge, para agradecer un auxilio militar prestado por el gobierno de Filipinas, había enviado á Manila dos elefantes, los primeros que se vieron en dicha ciudad, y el pueblo celebraba sus inteligentes habilidades, llamando al uno don Pedro y al otro don Fernando.
Doña Isabel se casó en Filipinas con un capitán de la Nao de Acapulco, pariente de su esposo, y regresaron juntos al Perú, pasando de allí á España para organizar una tercera flota que les permitiese instalarse definitivamente en las islas descubiertas. Pero la almiranta y su segundo marido no volvieron nunca á las islas de Salomón.
El piloto Quirós también regresó á España con el deseo de emprender nuevos descubrimientos en el Pacífico. Dándose cuenta de las ideas de su época, de la extremada religiosidad del nuevo rey Felipe III, y siguiendo sus propias inclinaciones, se fué á Roma á pie, vestido de peregrino, con ocasión de un jubileo general. Consiguió ver al papa Clemente VIII, hablándole de sus proyectos náuticos y cristianos; éste le recomendó al rey de España, y gracias á tales protecciones pudo conseguir, con una rapidez extraordinaria para aquellos tiempos, la formación en el Perú de una flota puesta bajo su mando.
En su viaje por el Pacífico exploró las Nuevas Hébridas y otras islas cercanas á Australia y Nueva Guinea. En sus documentos de navegación llama «Australia Ignota» á las tierras que descubre, siendo tal vez el pri[Pg 227]mero en usar dicha palabra. Además, bautizó á la isla del Espíritu Santo, encontrada por él, «Austrialia del Espíritu Santo», aludiendo con dicho título á la dinastía de Austria que reinaba entonces en España.
Hombre de exagerada religiosidad, se preocupó Quirós de bautizar pequeños indígenas y celebrar las fiestas del santoral más que de hacer observaciones geográficas y mantener en buen orden su flota. Fundó una colonia, llamada Nueva Jerusalén, y para acallar las protestas de sus tripulaciones, cansadas de tan defectuosa dirección, agració á los más bulliciosos con las insignias del Espíritu Santo, orden creada por él según autorización que le había dado el Papa.
Ansioso de hacer saber á sus protectores los descubrimientos que llevaba realizados, abandonó á los otros buques de su flota, volviéndose á Méjico y pasando de allí á España. El resto de su vida lo empleó en solicitar recursos para una nueva exploración, pero todos se habían dado cuenta del verdadero carácter de este hombre y murió sin conseguir sus deseos.
Su segundo era un piloto de gran mérito, Luis Vaez de Torres. Al verse abandonado por Quirós tuvo que buscar refugio en Filipinas, pero antes exploró las costas de Nueva Guinea y de Australia, y todavía se llama de Torres el estrecho encontrado por él entre estas dos islas enormes.
Un siglo antes de que los holandeses creyesen descubrir Australia por primera vez, llamándola Nueva Holanda, así como otras tierras inmediatas, los españoles habían ya navegado frente á sus costas, desembarcando en ellas, faltos de víveres, para traficar con los naturales.[Pg 228]
La vieja Batavia y la famosa Compañía de las Grandes Indias.—Cómo vivió Java dos siglos y medio de colonización holandesa.—Opulencia de Batavia.—Abundancia de dinero y de enfermedades mortales.—El monopolio de las especias.—Destrucción de artículos para mantener su escasez.—Las ciudades-jardines de Weltevreden y Micer Cornelius.—Una plaza de un kilómetro cuadrado.—El país del «batik».—Muchedumbres hermosas y colorinescas.—El dulce mahometismo del pueblo javanés.—Facilidad de las javanesas para desnudarse.—El turbante y los pies descalzos.—Baño de las mujeres en las calles.—Dos condiciones exigidas por los antiguos javaneses para dejarse matar tranquilamente.—El «traidor» Erberfeld y su eterna execración.—Reparto equitativo de las vergüenzas del pasado.
Al detenerse el Franconia en Tandjong Priok cae sobre nosotros el calor ecuatorial con toda su húmeda pesadez. Nos hallamos á unos cuantos grados nada más de la Línea, en una ribera de Java, entre terrenos de verdura exuberante pero bajos y casi anegados.
Batavia, la antigua metrópoli javanesa, está á varias millas del mar. Un canal navegable permitía la llegada hasta cerca de sus almacenes á los navíos de otros tiempos, que eran de poco calado. Hoy los vapores quedan en el puerto moderno de Tandjong Priok y por el canal sólo navegan sampanes del país y rosarios de lanchones tirados por remolcadores.[Pg 229]
Ver Java fué uno de mis mayores deseos al emprender el viaje alrededor del mundo. Siempre leí con predilección los relatos escritos en pasados siglos sobre esta isla inagotablemente productora. Ya he dicho cómo los holandeses se la arrebataron á los portugueses en 1600, lo mismo que Sumatra, las Molucas y otros archipiélagos inmediatos. Los reyes indígenas, quejosos de la dominación portuguesa, se aliaron con los holandeses, y su auxilio fué decisivo para que éstos se apoderasen del país. Al poco tiempo se convencieron de que sus nuevos dominadores no eran preferibles á los antiguos. Holanda cedió á una sociedad mercantil el gobierno y explotación de sus colonias oceánicas, y ésta se hizo famosa en la Historia con el título de Compañía de las Grandes Indias.
El actual gobierno de los holandeses en Java es dulce, tolerante, progresivo, y ha realizado grandes obras; pero el período de 1600 á 1860—más de dos siglos y medio—, que fué el de la Compañía de las Grandes Indias y otras organizaciones sucesoras de igual carácter, puede considerarse como la muestra más completa que se conoce de colonización ávida, cruel é inexorablemente mercantil. Todos los defectos probados ó problemáticos de la colonización española en América pierden importancia si se les compara con la dureza explotadora de la célebre Compañía en sus posesiones oceánicas.
Un gobernador enviado de Holanda reinaba como monarca absoluto sobre todas las islas. Este personaje sólo se dejaba ver en una carroza dorada con tiro de seis caballos, escoltada por oficiales y precedida de varios negros armados de cachiporras de plata, dispuestos á golpear al que no hiciese alto reverentemente y saludase doblando el espinazo. Los criollos ricos y los holandeses que iban en carrozas más modestas debían echar pie á tierra con sus mujeres é hijos para unir sus encor[Pg 230]vamientos á los de la muchedumbre. Este virrey tenía un Consejo de diez y seis ministros, llamados edel-heers, ó sea consejeros de Indias, que no por ser secundarios resultaban menos temibles. Los que de ellos no gobernaban por delegación en Macasar ó alguna otra capital isleña y permanecían en Batavia, podían usar también carroza dorada, pero de cuatro caballos, y los propietarios de los otros carruajes debían ponerse de pie para saludar á Sus Excelencias.
Todas las Indias holandesas estaban organizadas como una oficina mercantil. El ejército, cuya oficialidad era en gran parte extranjera, dependía de los funcionarios civiles. Éstos veían designados los cargos de su escalafón en términos comerciales. Los más modestos se llamaban asistentes, y al ascender obtenían los títulos de tenedor de libros, submarchante, marchante, gran marchante y gobernador. Dichos grados civiles tenían sus correspondientes uniformes y gozaban de honores militares. El empleo de gran marchante estaba asimilado al de teniente coronel, submarchante equivalía á capitán, y tenedor de libros á teniente.
En ningún país de la tierra corrió el dinero como en la antigua Java; más que en Méjico y en el Perú, á raíz de la explotación de minas famosas. Los empleados percibían anualmente gratificaciones ocultas que representaban veinte veces el valor de sus sueldos. La Compañía no necesitaba cuidarse de la moralidad de ellos para mantener sus ganancias. Hubo años en que sus accionistas recibieron dividendos de 60 por 100.
La riqueza de este país consistió principalmente en la explotación de las especias. Al quedar los holandeses dueños absolutos de las Molucas, dominaron los mercados del mundo como únicos vendedores de tales materias. Nadie las poseía fuera de ellos. Los ingleses aún no[Pg 231] les habían arrebatado Ceilán ni intentado el cultivo de las especias en sus colonias.
Deseosa la Compañía de mantener la rareza de tales productos, se valió de un sistema brutal. Todos los años cargaba en los navíos holandeses las especias que consideraba necesarias para el consumo de Europa, quemando á continuación el resto guardado en sus almacenes. Con el deseo de asegurar más aún su monopolio, decretó en cada isla un cultivo único. Sólo permitía á Ceilán que recolectase la canela. Las islas Banda eran las únicas que podían cosechar la nuez moscada. Amboine y otras tierras inmediatas tuvieron el monopolio del clavo de olor. Anualmente sus comisionados recorrían las islas con destacamentos de tropas, arrancando y quemando los árboles de especias en los lugares no autorizados para su cosecha. También repetían tal destrucción al encontrar, por ejemplo, árboles de canela en una isla solamente autorizada para recoger el clavo. Como el consumo de los europeos no exigía grandes cargamentos á causa del enorme precio de tales materias, el trabajo de la Compañía durante muchos años consistió especialmente en destruir los productos, para que no se generalizasen y abaratasen.
La situación exacta de los centros de especiería era un secreto de Estado. Los funcionarios, al irse de Java, debían hacer entrega de los planos y todos los papeles concernientes á dicho emplazamiento. Todavía en los primeros lustros del siglo XIX, un vecino de Batavia fué azotado, marcado con un hierro candente y relegado á una isla casi desierta, por haber hecho ver á un inglés un mapa interior de las islas Molucas.
Otro motivo de opulencia para la antigua Batavia fué que comerciantes y funcionarios enriquecidos en el país no lograban fácilmente volver á Europa con su[Pg 232] fortuna. Los giros sólo podían hacerse por medio de la Compañía, y ésta tasaba á cada habitante el dinero que podía enviar fuera de la isla. Además, como la moneda javanesa era emitida por la misma Compañía, experimentaba un enorme descuento al pasar á Europa.
Fácil es imaginarse cómo sería la vida dentro de esta ciudad colonial, abundante en ricos que no sabían cómo gastar su dinero y sometida á una autoridad despótica. Todos los viajeros, hasta principios del siglo XIX, se hicieron lenguas de la opulencia de Batavia. Hoy parece una ciudad moribunda. Se desdobló hace un siglo, creándose á corta distancia de ella la ciudad de Weltevreden, y ésta, á su vez, tiene una prolongación que se llama Micer Cornelius. Las tres ciudades, Batavia, Weltevreden y Micer Cornelius, ocupando un área enorme, forman unidas la gran metrópoli javanesa.
Insisto en la extensión de su área. Hay que acostumbrarse á las modalidades de este país para saber cuándo se halla uno dentro de una ciudad ó en pleno campo, Corre el automóvil por amplias avenidas orladas de árboles grandiosos, como sólo pueden desarrollarse en estas tierras solares y fecundas. A un lado y á otro se extiende la vegetación de frondosos jardines, abundantes en flores. Y al preguntar el viajero cuándo llegará á la ciudad, le contestan que hace una hora que está dentro de ella.
Las avenidas son calles y los jardines son casas. Todo vecino tiene en torno á su vivienda un gran espacio de tierra, hermoseado por los olores y perfumes de la flora tropical. Como en este país de terremotos no pueden construirse edificios altos, las casas, de un solo piso, levantadas sobre plataformas, por elegantes y cómodas que sean, permanecen casi ocultas bajo el ramaje de los árboles. Hasta en muchas calles las tiendas están en el fondo de jardines. Únicamente en la vieja Batavia, cons[Pg 233]truída con arreglo al gusto de otros tiempos, y en el centro de Weltevreden, abundante en comercios modernos, se encuentran plazas y calles cuyos edificios están unidos y sin jardín, dando las fachadas sobre la acera para lucir sus escaparates.
La vieja Batavia, tan hiperbólicamente descrita por los viajeros de hace un siglo, resulta pobre y decadente en la actualidad. Establecida sobre terrenos bajos próximos al mar y cortada por las acequias naturales de su desagüe, todavía los holandeses, con la nostalgia del colono que recuerda á todas horas la patria lejana, abrieron canales artificiales en sus vías más céntricas, á semejanza de los de Amsterdam. Inútil es decir lo que representan estas vías acuáticas en el interior de una ciudad, y bajo una temperatura extremadamente cálida, para la reproducción de los mosquitos. Con motivo fué reputada Batavia como una de las ciudades más insalubres del mundo. Los holandeses se enriquecían en ella con rapidez, pero morían no menos aprisa.
A principios del pasado siglo un gobernador trasladó su vivienda algunas millas más lejos del mar, donde se halla ahora Weltevreden, y la mayor parte de los habitantes de Batavia le siguieron, creándose la nueva ciudad. Pero la nostalgia patriótica les hizo volver á abrir grandes canales en las avenidas de Weltevreden, y el mosquito se enseñoreó igualmente de la segunda capital.
Al entrar en la vieja Batavia se pasa por una especie de arco de triunfo, levantado en tiempos de la Compañía de las Grandes Indias. Es de mampostería blanca, con hornacinas que cobijan varias estatuas simbólicas pintadas de negro. A un lado de este monumento casi fúnebre puede verse una de las curiosidades tradicionales del pueblo javanés.[Pg 234]
Caído en el suelo hay un cañón de bronce verdoso, desmontado hace siglos, y en torno se extiende un prado de flores de papel ofrecidas por los devotos de dicho ídolo. Un indígena establecido cerca del cañón vende varillas de sándalo, que las mujeres queman con los ojos puestos en el cilindro de bronce ornado de relieves. Todos saben en Java que la mujer que se sienta sobre este cañón y le dedica flores é incienso queda en estado de tener un hijo á los nueve meses justos.
Al borde del canal más grande se extiende una fila de caserones de dos pisos—altura extraordinaria en este país—, que ostentan fachadas algo ruinosas, con galerías cubiertas, columnatas y remates ondulados al gusto del siglo XVIII. Estos palacios de los ricos de otros tiempos, cuyos descendientes se trasladaron á Weltevreden, están ahora ocupados por oficinas comerciales y por bancos. Los negocios se hacen todavía en Batavia, y al caer la tarde jefes y empleados regresan á sus bengalows floridos de Weltevreden, por ser peligroso para la salud pasar la noche en la vieja ciudad.
Los chinos forman la mayoría del vecindario de Batavia, y todo el movimiento nocturno se concentra en sus calles tortuosas, cuyas fachadas tienen celosías con dragones de oro y de cuyas ventanas penden rótulos sobre telas ondeantes.
Después del recogimiento constructivo de Batavia, que aglomeró sus casas como todas las ciudades antiguas, sorprende la extensión inaudita de Weltevreden. Todas las calles importantes tienen kilómetros y kilómetros.
Atravesar alguna de sus plazas á las horas de sol es todo un viaje. Se sabe la existencia de la plaza porque lo afirman los guías, pero el visitante, al separarse de una hilera de edificios, ve enfrente un jardín, marcha[Pg 235] por él hasta sentir cansancio, y cuando cree hallarse en plena selva tropical, lejos de la ciudad, columbra á través de los troncos las techumbres de otros pabellones rodeados de jardines. Es la acera de enfrente.
En el centro de Weltevreden está la llamada plaza del Rey, que tiene un kilómetro de longitud por cada uno de sus lados. Es la plaza más grande del mundo dentro de una ciudad. En la parte central de este kilómetro cuadrado, verde como una pradera, galopan soldados amaestrando sus caballos y pastan finas vacas holandesas. Todo en ella tiene un aspecto de campo libre á pesar de la arboleda urbana que orla sus cuatro lados frente á los jardines de los particulares.
Viendo las casas de las gentes acomodadas de Weltevreden se adivinan su dinero, su escrupulosa limpieza y sus comodidades; pero en otros países, y sin el marco esplendoroso que les proporciona la vegetación de sus jardines, estas construcciones se verían tal vez menospreciadas. Son ligeras y frágiles. No tienen la estabilidad señorial de los caserones de Batavia ocupados ahora por el comercio, que aún guardan sus pavimentos y sus grandes zócalos á la altura de un hombre hechos con losas de mármol blanquísimo.
Los bengalows elegantes de Weltevreden ofrecen una particularidad que aún parece hacerlos más inestables. Todos ellos carecen de fachada; únicamente las piezas interiores que sirven para dormir tienen tabiques y puertas. El techo está sostenido en su parte delantera por ligeras columnas, y el comedor, el gran salón para recibir visitas, el gabinete íntimo donde la familia lee, se hallan descubiertos, á la vista del que pasa. Los árboles del jardín sirven de movible cortina, y bajo los aleros de estas piezas sin pared se balancean macetas colgantes de alabastro con chorros de flores. Hasta las[Pg 236] casas de los empleados más modestos tienen en torno un jardín y las habitaciones principales sin más abrigo que el techo.
A un lado de Weltevreden se ha ido formando durante el siglo XIX la tercera ciudad, ó sea Micer Cornelius. Dicho personaje fué un holandés que se defendió heroicamente cuando los ingleses desembarcaron en Java, ocupando la isla. Esto ocurrió en la época de Napoleón. Como el emperador francés se anexionó á Holanda, acabando por dar la corona de este país á uno de sus hermanos, el gobernador inglés Raffles, fundador de Singapore, organizó una expedición desde dicha colonia, apoderándose de todas las Indias holandesas, y Java no fué devuelta á sus antiguos poseedores hasta 1816.
Micer Cornelius fué al principio una barriada indígena á la que acudían los javaneses en días de fiesta para sus diversiones un poco libres. Las principales viviendas estaban dedicadas á industrias vergonzosas. Este suburbio es hoy una ciudad-jardín como Weltevreden, urbanizada por las gentes de la clase media que desean crearse un hogar propio.
Puede afirmarse que lo más extraordinario en Java es el aspecto de las muchedumbres y su belleza corporal. La vegetación maravillosa de esta isla puede encontrarse igualmente en las inmediaciones de Singapore ó en Ceilán. Pero los habitantes de dichos lugares no son comparables á los javaneses por el color de su epidermis ni por la infinita variedad de sus vestiduras.
Ya dije en otro lugar cómo es la tez metálica de los javaneses y especialmente de sus mujeres. Resulta exacto compararla con el bronce, pero un bronce recién frotado, limpio, que brilla como el oro. Parece que la piel de estas gentes tenga una luz interior. Sus cuerpos, lo mismo en hombres que en mujeres, son de una esbeltez[Pg 237] que deja al viajero, algunas veces, absorto por la admiración.
El lector debe estar enterado de que Java es el país del batik. Aquí se fabrica esta tela, pintada con toda clase de colores y puesta en uso por la moda hace poco tiempo, que las fábricas europeas falsifican a causa de su alto precio. Hasta los mendigos van en Java vestidos de batik.
En realidad el traje nacional consiste en una pieza de dicho tejido, el sarog, que hombres y mujeres llevan arrollada sobre sus piernas, como una falda de corto paso. Los varones añaden una camisa y las mujeres también, pero tan corta la de éstas, que deja al descubierto una gran faja de carne desnuda entre su borde y el sarog. Muchas hembras prescinden en el campo ó dentro de sus casas de esta breve camiseta, y van desnudas de cintura arriba, mostrando unas abundancias mamilares que también parecen ser algo especial de esta isla paradisíaca.
Los pechos de las javanesas se sostienen macizos y erguidos hasta después de las majestuosas amplificaciones que trae la maternidad. Avanzan rigurosamente horizontales, no obstante su volumen, y algunas veces, tal es su dura soberbia, que, abandonando la línea recta, elevan hacia el rostro de su portadora los dos agudos botones de sus vértices.
Están pintadas las faldas de batik con los colores innúmeros de una primavera fantástica, y á estas flores inverosímiles, que muchas veces son de oro, se agregan tigres de perfil heráldico, reptiles vomitando fuego, leones de melena verde. Una muchedumbre javanesa recuerda á los pueblos de la Edad Media, vestidos con ropas blasonadas y de violentos colores. Los chinos, siempre trajeados de azul, resultan humildes y obscuros al lado de los naturales de la isla.[Pg 238]
Empieza aquí el uso del turbante, tocado que seguiremos encontrando en los otros pueblos de Asia. Creo oportuno advertir que el pueblo de Java es por entero musulmán. Este país lo catequizaron los bracmanes indostánicos en remotos siglos; luego fué budista, y aún quedan de tal época maravillosa ruinas de templos en su interior. Pero mucho antes que los portugueses, llegaron á Java los malayos y otros pueblos que habían recibido de los marinos árabes el mahometismo, y todos los habitantes de la isla profesan actualmente dicha religión.
Es un mahometismo especial, suave y dulce. En Java sólo pueden ser así las cosas. Los santones no tienen la influencia que en otros países musulmanes; se ven pocas mezquitas y todas ellas son pobres. Las mujeres javanesas gozan de absoluta libertad y no se limitan á ir con la cara destapada á todas partes. Fácilmente se desnudan de cabeza a pies, con una sencillez paradisíaca. Los hombres toman toda clase de bebidas alcohólicas, si se las ofrecen gratuitamente.
Los más llevan el pequeño turbante característico de Java, que consiste en un pañuelo obscuro y dorado de batik enroscado sobre la cabeza y con dos cuernecitos en la frente que indican el nudo terminal. He visto en las calles de Weltevreden ricos personajes javaneses que se dirigían á los clubs más lujosos vistiendo uniforme por ser oficiales del ejército colonial. A todos ellos, por detrás del kepis holandés les asomaba la torta del turbante. Sin embargo, éste no es obligatorio. Los javaneses de la capital que se dedican á oficios manuales y los comerciantes de los pueblos llevan un gorrito redondo de terciopelo con bordados, semejante al que usan en las oficinas de Europa algunos funcionarios viejos.
A partir de Java, empiezan también para nosotros los pies descalzos y la marcha silenciosa. Los japoneses[Pg 239] van montados sobre banquitos que á cada paso lanzan el chacoloteo de la madera. Los chinos usan zapatillas y su marcha afieltrada les permite aproximarse como fantasmas. El javanés va descalzo, y á partir del lujoso y célebre «Hotel de las Indias» de Weltevreden, vamos á ser servidos en los hoteles de Singapore, de Birmania y de toda la India por camareros elegantemente vestidos, pero sin zapatos.
La parte más grande del Asia desconoce el calzado. Este tormento queda para los blancos. Los camareros que en el inmenso comedor del citado «Hotel de las Indias» nos sirven platos javaneses rociados de salsas infernales van todos vestidos de blanco, con levitas inmaculadas y pantalones cortos, en la cabeza el pequeño turbante de batik y los pies completamente desnudos.
A ciertas horas del día, en los canales de las calles más importantes, que son de cierta profundidad, se ven numerosos grupos de mujeres descendiendo con lentitud las escaleras de piedra para meterse en el agua, sin más traje que una de esas telas asiáticas, extremadamente sutiles, que tienen además el tono rosa de la carne. Apenas se encuclillan en los últimos escalones para que el agua les llegue al cuello, dicha tela desaparece, pegándose á todas las curvas entrantes y salientes de estas buenas mozas de piel de oro. Luego remontan con paso tranquilo la escalera, hasta el lugar donde dejaron sus ropas secas.
Tal baño en las calles no llama la atención de ningún habitante blanco de la ciudad. Lo ven todos los días. Además tiene por base un motivo religioso, respetado por las autoridades. Como estas mujeres son musulmanas, hacen sus abluciones rituales en el canal. La temperatura de Java, que algunos llaman «la isla del sudor», convierte en voluptuoso placer tal acto de devo[Pg 240]ción. De aquí la facilidad de las javanesas para desnudarse, su amor al agua y su odio al vestido... cuando no es muy rico.
Las más de estas mujeres resultarían de una belleza apreciable, á pesar de sus facciones exóticas, si no fuese por su costumbre de mascar betel, materia que desfigura sus bocas y les hace escupir una saliva del mismo color de la sangre. En las calles se encuentran con frecuencia preparadores de esta materia que tanto repugna á los europeos.
Hay también numerosos vendedores de comestibles que libran á las javanesas de la necesidad de encender fuego para la preparación de sus alimentos. Los que ofrecen melones, plátanos, mangos y otros frutos del país, condimentan igualmente arroz guisado con cary, entregándolo envuelto en hojas de platanero que sirven de platos. Sólo las gentes del país pueden comer este guiso popular, que despierta en la boca los ardores de un incendio. También, sentadas al pie de los árboles, hay mujeres que venden té y otras bebidas refrescantes.
Los hombres mostraron en tiempo de la Compañía de las Grandes Indias ciertas preocupaciones supersticiosas, que ésta hubo de respetar para que no ocurriese una sublevación general. La justicia de la citada Compañía, tremendamente severa, castigaba con suplicios rigurosos hasta ciertas faltas de poca gravedad entre los blancos. La constancia de los naturales en el sufrimiento de penas bárbaras pareció increíble á muchos viajeros de entonces. El javanés recibía tranquilamente la muerte, pero á condición de que lo matasen llevando calzoncillos blancos y no le cortaran la cabeza. Los tribunales tuvieron siempre con sus reos esta complacencia. Para un javanés, lo terrible no era morir, sino llegar al otro mundo con la cabeza bajo el brazo y sin calzon[Pg 241]cillos blancos, por tener la certeza de que en tal forma no lo recibirían en el cielo.
Todo esto es muy antiguo y con razón empieza á olvidarse. El régimen actual resulta muy distinto al de la antigua Compañía, pero aún queda en Batavia, intacto y con frescura de obra cuidadosamente renovada, un monumento de la crueldad de los antiguos colonizadores.
Pocos son los viajeros que no van á visitar, junto á la iglesia vieja de Batavia, la lápida del «traidor» Erberfeld. Ésta consiste en una gran piedra vertical incrustada en el muro de un jardín con la siguiente inscripción, primero en holandés y luego en javanés:
PARA PERPETUAR EL NOMBRE EXECRABLE DEL TRAIDOR
PIETER ERBERFELD
QUEDA PROHIBIDO PARA SIEMPRE
CONSTRUIR Ó PLANTAR EN ESTE SITIO.
BATAVIA, 14 ABRIL 1722.
El mencionado Erberfeld fué un mestizo rico, hijo de un colono alemán y de una javanesa, que intentó en el siglo XVIII una revolución para echar fuera de su país á los europeos. Él y catorce personajes javaneses, sus compañeros de conjura, fueron condenados á muerte como traidores, aunque muchos sospechan que la tal conspiración no representaba ningún peligro serio, y el principal delito de Erberfeld consistió en las tentaciones que inspiraban sus ricas propiedades á muchos de los dominadores.
Erberfeld y el javanés Catadia, reputado también como jefe, merecieron un suplicio aparte, consignado así en su sentencia: «Serán extendidos y atados cada uno sobre una cruz y se les cortará la mano derecha. Luego serán atenaceados en los brazos, las piernas y los pechos, de modo que las tenazas ardientes se lleven pe[Pg 242]dazos de su carne. Después se les abrirá el vientre y el pecho de abajo á arriba, se les arrancará el corazón y se les echará al rostro. La cabeza cortada puesta sobre una estaca y el cuerpo hecho cuartos, quedarán expuestos fuera de la ciudad, para que sean comidos por las aves de presa.»
Encima de la lápida que execra la memoria del «traidor» hay una cabeza de yeso atravesada por un largo clavo ó hierro de lanza. Es una cabeza de difunto con los ojos cerrados. Algunos dicen que dentro del yeso está el verdadero cráneo de Erberfeld.
Por detrás de este monumento se abren las ramas de un jardín tropical. Los plataneros extienden como un dosel sus anchas hojas barnizadas sobre la cabeza del martirizado.
¡Y pensar que fué en la vieja Holanda protestante donde se imprimieron y editaron la mayor parte de los libros, algunas veces fantásticos, sobre las crueldades de los españoles en América, más de un siglo antes de la ejecución horrible de Erberfeld y sus catorce compañeros javaneses!...
Suplicios parecidos se encuentran en la historia de todos los pueblos: es cierto. Francia repitió con Damiens las crueldades horripilantes sufridas por Erberfeld, algunos años después del martirio de éste.
Son barbaries del pasado... Conformes. Pero que las vergüenzas de ese pasado se repartan con equidad entre todos los países, sin distinciones injustas y fanáticas para aplicárselas á España solamente.[Pg 243]
Enorme población de Java.—Sus arrozales en escalones.—Exuberancia vegetal.—Las chozas y sus habitantes.—Duchas naturales al aire libre.—Adán y Eva como antes del pecado.—Llegada á Garoet.—Nos extraviamos en sus alrededores.—Una tempestad ecuatorial.—El refugio de los veinte javaneses misteriosos.—Fuga bajo la tormenta.—Lo que vi á las puertas de Garoet y no olvidaré nunca.
Vamos á Garoet, hermoso valle del interior de Java, situado á gran altura, lo que le hace ser deseado por los que sufren el clima abrumador de los terrenos bajos próximos al mar. Hasta de Singapore vienen muchas gentes quebrantadas por la temperatura ecuatorial para vivir unos meses en sus sanatorios y hoteles. Seis horas de ferrocarril necesitamos para llegar á dicha población, y durante su trayecto cambian los paisajes á medida que el tren va ganando altura de valle en valle.
Isla estrecha y larga, tendida exactamente de Este á Oeste, tiene Java una cordillera de volcanes muertos que es como su espina dorsal; pero esta barrera montuosa nunca fué un obstáculo para la vida de los naturales. Cortada casi simétricamente por numerosos pasos, les resultó fácil á los primitivos javaneses y á los navegantes malayos que se esparcieron por sus costas trasladarse de la ribera Norte á la del Sur para la explotación de sus terrenos feraces. Merced á esta facili[Pg 244]dad topográfica, á la fecundidad del suelo y la dulzura del ambiente, Java ha sido en todo tiempo el país más poblado de la tierra. Tiene hoy 35 millones de seres, y en muchos de sus distritos se cuentan más de 600 habitantes por kilómetro cuadrado, cifra que no alcanza ninguna de las naciones de Europa.
Todas las colonias actuales holandesas que fueron antiguamente de la Compañía de las Grandes Indias representan una población de más de 50 millones de seres. Esto da á Holanda, que aparece en Europa mediocremente representada por la extensión de su territorio y la cantidad de sus habitantes, un aumento enorme de poder, económico y político.
La exuberancia de población la nota el viajero, especialmente, fuera de las ciudades. En otros países los campos están casi siempre solitarios, y hay que preguntarse quién pudo abrir los surcos y sembrar las llanuras que se muestran cultivadas. Sólo de tarde en tarde llega á verse algún hombre que trabaja, encorvado sobre la tierra, ó guía bestias de labor. En Java los caminos parecen calles, y sobre algunos campos se aglomera la gente lo mismo que si fuesen plazas.
No hay estación de ferrocarril, por modesta que sea, que no tenga en sus muelles una muchedumbre. La moderna colonización holandesa ha trazado una red de líneas férreas, excelentemente construidas, por las que circulan numerosos trenes. Son ferrocarriles como los de Europa por su material y su servicio. Sólo el gentío que llena los vagones nos hace recordar que estamos en Java; multitudes vestidas de batik con una riqueza colorinesca, semejante á la de las flores de sus jardines, y una parte considerable de sus cuerpos en tranquila desnudez.
El viaje á Garoet nos permite apreciar directamente[Pg 245] la riqueza de Java y el trabajo de las muchedumbres laboriosas que surgen de todas partes, como las procesiones de un hormiguero.
Son arrozales los más de los campos, lagunas fangosas de una horizontalidad que se pierde de vista. Parejas de carabaos labran esta tierra medio líquida. Tienen los cuernos blancos y casi rectos. Su piel es obscura y lustrosa, como la del elefante y el hipopótamo. Avanzan con un esfuerzo tenaz, sudorosos bajo el sol tórrido, y cuando se detienen junto á una charca, sus dueños meten un cubo en el agua rojiza y bañan sus lomos y flancos, lo que los hace brillar por unos segundos como si fuesen tallados en azabache.
Los hombres van desnudos, con sólo un trapo entre las piernas. Sus espaldas son de bronce dorado. En la cabeza llevan un sombrero de paja del tamaño y la forma de una sombrilla japonesa. Formando largas hileras se encorvan y se alzan á un mismo tiempo cavando el barro. Las hembras se unen á ellos para realizar la misma operación, y desde lejos el grupo laborioso toma el aspecto de una orla de flores por sus pañales de batik rosa, azul, rojo ó azafrán.
Muchos han llamado á Java la Isla del Paraíso, y no resulta hiperbólico tal título en los valles situados á cierta altura sobre el mar, donde el clima es más dulce que en las tierras vecinas al Océano.
Tienen los caminos un color rojo obscuro de sangre coagulada. Ríos y arroyos son de un rojo más brillante y claro, igual al de la sangre fresca. Estos colores ardientes contrastan con el verde temblón de las plantas de arroz, el verde charolado de los plataneros y otros árboles frutales en torno á las viviendas, y el verde amarillento con reflejos metálicos de los matorrales y palmeras que cubren los terrenos sin cultivar. En otros paí[Pg 246]ses tropicales los bosques son leñosos, de escaso follaje, con las ramas atormentadas, torcidas, recias. Aquí se muestran siempre frescos y tiernos. Las hojas están impregnadas de humedad y bajo su sombra conserva la tierra una blandura rezumante de esponja. Las prolíficas fuerzas de este clima no dejan libre de germinación una pulgada del suelo. La verdura lo invade todo, agitando sus penachos de flores naturales. Solamente los caminos y las vías férreas dejan ver el color de la corteza terrestre, mas para esto es preciso que los limpien casi todos los días.
Alcanzan los bambúes proporciones colosales. Las chozas están siempre al amparo de un grupo de estas cañas que se remontan majestuosas en el espacio. Junto á las viviendas hay bosquecillos de cocoteros y plátanos para las necesidades de la casa. Frente á cada puerta se alza un mástil que parece destinado á sostener una bandera; pero lo que izan en su parte más alta es una jaula con uno ó varios pájaros. Vistos de lejos parecen loros de brillantes colores. Tal vez son otras aves de rico plumaje, y las colocan á esta altura para librarlas de las bestias de presa que vagan por los bosques y bajan á beber en los arrozales.
Este es el país de la célebre pantera negra de Java y otras fieras no menos temibles. Aún abundan en el centro de la isla, descendiendo en determinadas épocas á los lugares poblados. En otro tiempo la diversión de los javaneses era organizar combates de hombres con tigres y panteras. Las autoridades holandesas suprimieron esta fiesta, y el javanés sólo puede imitar á sus abuelos cuando circula la noticia de que un felino enorme caza en la comarca, armándose entonces para salir con sus convecinos á matarlo.
El terreno va elevándose. Se nota en la atmósfera y[Pg 247] en el aspecto de los campos que nuestro tren asciende de meseta en meseta. Hemos dejado atrás la grandiosa estación de Bandoeng, ciudad de modernas construcciones que rivaliza con Weltevreden y va á convertirse en capital de la isla. Vemos campos de té compuestos de filas de arbolitos con la copa redonda, semejantes á pequeños naranjos; plantaciones de cacao y de tapioca; vastas extensiones de caña de azúcar. También vemos montones de cocos y grupos de mujeres sentadas en el suelo que extraen la pulpa de dichos frutos para las fábricas productoras del llamado aceite de copra.
Los ingenieros holandeses han hecho pasar la vía férrea sobre abismos de una profundidad que da vértigos. En el fondo de tales cortes se ven los hombres como puntos movedizos. Estos trayectos montañosos son de corta duración. Inmediatamente entramos en un nuevo valle paradisíaco, con armoniosos grupos de arboleda y extensiones acuáticas plantadas de arroz que brillan como espejos.
En todas las estaciones pequeñas encontramos la misma gente de tez dorada y ojos negros que parecen absorber la luz sin devolverla. Sus pupilas, á causa de esta opacidad, brillan con un resplandor blanco y mate. Los hombres que desempeñan oficios prescinden del pañal llamado sarong y usan calzoncillos blancos y el birrete redondo de viejo oficinista; pero la mayoría de los javaneses, fieles á la vestimenta tradicional, llevan envueltas sus piernas con telas multicolores. Las mujeres, según vamos avanzando por el interior de la isla, muestran cada vez más su desnudez de cintura arriba.
Ahora los arrozales ya no se extienden en línea horizontal. Se escalonan formando bancales en las vertientes de las montañas, todos con ribazos curvos. Parecen tazones superpuestos de una fuente interminable.[Pg 248]
El agua va pasando de arrozal en arrozal; se desploma en gruesos chorros de un tazón á otro. Como el javanés gusta mucho de bañarse y su condición de musulmán le permite apreciar este placer como un acto devoto, no hay chorro de agua roja que no tenga debajo á un mocetón cobrizo enteramente desnudo. Al pasar el tren junto á él sonríe y mira á los viajeros, sin ocurrírsele que está enseñando algo más que su dentadura brillante. A veces es una pareja la que toma esta ducha natural: Adán y Eva, completamente en cueros, rodeados de los esplendores del paraíso javanés.
Los arrozales son de una continua producción. En unos la planta apenas surge del agua, en otros es alta y verde, más allá ya tiene las espigas maduras y la siegan. Estos campos en escalera ofrecen un aspecto elegante; parecen el esbozo de un jardín. A trechos hay islas de chozas sobre el espejo acuático de los arrozales, con huertecitos de plátanos y cocoteros. También existen muchos sombrajes de techos cónicos, semejantes á kioscos, y en ellos se reúne la gente para conversar medio desnuda ó con vestiduras de variadas tintas.
No puedo comprender cómo los javaneses pasan su vida entre arrozales y se recrean al borde de aguas de lento curso. En otros países la abundancia de mosquitos haría penosa su existencia. Pero en esta época del año no se ven en Java tales insectos, y me afirman que en los meses restantes tampoco resultan extraordinariamente molestos por su número. Tal vez se debe esto á que en realidad no existen aguas que sean totalmente estancadas.
Por los caminos vemos pasar algunas javanesas guapetonas, montadas en bicicleta y con una vestimenta en la que se confunden el gusto europeo y el del país. También circulan automóviles; pero lo que más abunda es el[Pg 249] carruaje, de dos ruedas tirado por unos caballitos inquietos, tan pequeños, que parecen corresponder por su talla á otra humanidad distinta de la nuestra.
Llegamos á Garoet. Antes de instalarnos en esta población, donde pasaremos la noche, vamos á correr un espacio de treinta kilómetros alrededor de ella para visitar sus lagos, que son antiguos cráteres de considerable profundidad acuática.
Varios automóviles nos llevan en fila veloz por unos caminos anchos y orlados de árboles gigantescos. Nos detenemos algunas veces en pequeñas aldeas para ver sus viviendas, con tabiques de fibras trenzadas y el piso á dos metros del suelo, montado sobre pilotes. Todas las casas javanesas se hallan en alto, á causa de la humedad del suelo y para defensa de los reptiles é insectos que tanto abundan en estos países cálidos de vida animal exuberante.
La gente sale á las puertas de sus chozas con una desnudez paradisíaca. Hombres esbeltos, de fuerte musculatura, miran con timidez casi infantil á las extranjeras que los examinan desde lo alto de sus automóviles. Algunas les hacen señas para que permanezcan quietos mientras preparan su máquina fotográfica.
Numerosas madres de familia se han despojado de su corta blusa y llevan por toda vestimenta un pañal colorinesco, que las cubre del bajo vientre á la mitad de las piernas. Hasta el ombligo todo es cara en ellas, y al hablar al extranjero casi lo tocan con sus exageraciones pectorales, firmes y puntiagudas. Muchas jovencitas van á estilo de muchacho, sin otra ropa que un simple calzoncillo, conmoviendo inconscientemente á los mirones con su desnudez dorada de Tanagra.
Ocupo uno de los automóviles, con una señora y su doncella, y los tres nos aburrimos de seguir á los demás[Pg 250] vehículos que marchan en fila por los bordes monótonos de un lago. Con gestos más que con palabras, expresamos el deseo de volver á Garoet á nuestro chófer, javanés de unos diez y siete años, descalzo, con birrete redondo y pantalones blancos. A su lado lleva un ayudante de la misma edad é igual pergenio. Ninguno de los dos sabe expresarse más que en el idioma de la isla.
Los antiguos holandeses tuvieron buen cuidado en no enseñar su idioma á los naturales. Es más, consideraron delito el conocimiento de la lengua neerlandesa, mirando como sospechoso á todo indígena que la aprendía. ¡Quién sabe si con esta bárbara precaución, que estableció un abismo profundo entre gobernantes y naturales, impidieron el crecimiento de ese espíritu separatista que surge en todas las colonias, cuando el mestizo aprende lo mismo que el blanco y se considera igual á él!... Sólo hace pocos años permitieron los dominadores de la isla que los javaneses aprendiesen el holandés.
No conocen los dos muchachos del automóvil otra lengua que la de su provincia. Al fin nos entienden cuando repetimos muchas veces la palabra «Garoet» señalando el horizonte, y contentos de marchar con independencia se apartan del grupo de automóviles. Empezamos á correr solos, por caminos cada vez más arbolados y más solitarios. Noto que nuestra pareja indígena habla como si discutiese y mira en torno con cierta duda, sin refrenar por ello la marcha del vehículo. A la media hora de carrera veloz, nos detenemos cerca de una pequeña estación de ferrocarril. Los dos javaneses leen con sorpresa su rótulo. Vuelven á discutir, se enardecen como si se echasen en cara un mutuo error, y viran el carruaje, para retroceder por donde hemos venido. Sus sonrisas humildes nos revelan el misterio de sus pala[Pg 251]bras. Se han extraviado; es otra la dirección que debemos seguir. Y lo peor es que continúan discutiendo, dándonos á entender con esto que no saben por dónde van y marchan enteramente al azar.
Empezamos á reconocer la imprudencia de habernos separado de los guías é intérpretes de nuestro grupo, lanzándonos por el interior de Java como si fuese el Bosque de Bolonia en París, con dos muchachos cobrizos á los que no entendemos.
Al salir de los túneles verdes que forma la arboleda, notamos que el sol se ha ocultado y el cielo es cada vez más sombrío. Esto no significa que lo veamos obscuro. En Java no es posible la obscuridad, y hasta las noches más lóbregas son de un azul fosforescente. Pero la tarde parece de ámbar rojizo, y agrandado por el eco de las próximas montañas suena un estrépito creciente. Es la sucesión de truenos de toda tormenta en el Trópico, tan frecuentes é inmediatos que se juntan, formando una detonación única. Vemos también á través de la columnata interminable de los árboles el zig-zag de unos rayos que caen por grupos, culebreando al mismo tiempo en el cielo.
Se aproxima la tempestad de los países calientes con su rapidez casi instantánea. En unos cuantos minutos se ha aglomerado en el horizonte y va á descargar sobre nosotros. He visto muchas tempestades en América. Su lluvia abrumadora no parece caer á raudales, sino en masas compactas, como si el azul celeste fuese el lecho de una laguna que se desfondase de golpe. Creía imposible presenciar mayores violencias atmosféricas, pero la tempestad de Java sobrepasa todo lo que llevo visto y lo que podía imaginar.
El espacio está impregnado de vibraciones eléctricas. Respiramos con cierta angustia en una atmósfera que[Pg 252] parece muerta por su calma absoluta. A pesar de la velocidad del vehículo, sentimos correr por nuestro rostro gotas de sudor. Los árboles se alzan inmóviles, sin el más leve estremecimiento. Como si hubiesen encontrado ya su ruta, los dos muchachos no se hablan y miran ávidamente el pedazo de camino visible ante ellos.
Se doblegan de pronto los árboles más fuertes, se acuesta la vegetación entera bajo una ráfaga aulladora, suena un estallido de catástrofe, el ámbar de la tarde se hace verde bajo la luz de un rayo que acaba de caer cerca de nosotros, y en el mismo momento una especie de mazazo hace temblar la capota del vehículo, como si la demoliese. Es simplemente la lluvia que empieza, la inundación aérea, la cascada celeste que mantiene la fertilidad de este paraíso, pero en el momento de su derrumbe tiene la violencia de una catástrofe.
En unos instantes cambia todo el paisaje. Los árboles convulsionados lanzan chorros por todas sus hojas, los campos se convierten en lagunas, el camino brilla como si fuese de metal, empiezan á caer gotas del techo del carruaje.
Es de cuero un poco viejo, pero en otro país resistiría perfectamente la lluvia. Aquí empiezo á creer que aunque fuese de metal representaría poca cosa para cubrirnos del aguacero feroz. Empieza á llover á través del techo, y á los pocos minutos chorreamos agua lo mismo que los árboles. Corre el automóvil fustigado por la tormenta; mejor dicho, huye, como si su fuga pudiera salvarnos de la lluvia. Nos cubrimos los ojos deslumbrados por unos relámpagos que inflaman el paisaje. El trueno ensordecedor contrae nuestros rostros con muecas de suplicio nervioso. Patinan las ruedas sobre un camino convertido en arroyo; trazan ángulos violentos rozando los árboles de las orillas.[Pg 253]
Nos detenemos unos instantes, pero nuestra inmovilidad resulta peor. La lluvia pasa con más violencia a través del techo fijo ahora. Estamos al pie de árboles gigantescos que atraen el rayo. Cae una exhalación en las inmediaciones y emprendemos otra vez la peligrosa carrera, como si esto pudiera librarnos igualmente del mortal lanzazo eléctrico.
Vemos á un lado del camino una especie de kiosco como los que existen dentro de los arrozales. No es una vivienda; sirve simplemente de lugar de reunión. ¡Nos hemos salvado!
Ayudo á mis dos compañeras de infortunio á echar pie al suelo, y en el breve espacio entre el automóvil y la choza, una docena de pasos nada más, sentimos cómo la lluvia se desliza por dentro de nuestras ropas, á lo largo de las espaldas.
El refugio está lleno. Es una techumbre de paja sostenida por tabiques de troncos y esteras. En su interior, sentados en el suelo, hay unos veinte javaneses. Al vernos entrar hablan entre ellos y sonríen con una expresión intraducible. La sonrisa puede ser de burla; puede ser de lástima y simpatía.
Nos hallamos en un camino poco frecuentado. Esta gente no tiene la menor noticia de que un grupo de viajeros llegó horas antes á Garoet y visita el país. Nos ven entrar en su refugio como si nos hubiese vomitado la tempestad. Ignoran de dónde pueden venir unas gentes que no hablan el holandés y tienen un aspecto físico distinto al de sus dominadores. Todos ellos van casi desnudos y esparcen en este recinto cerrado un fuerte olor de carne masculina húmeda. Muchos llevan metido en la parte trasera de su faldellín un kris malayo, puñal de hoja flamígera que les sirve para su defensa.
Yo llevo un revólver en mi viaje, pero lo dejé en el[Pg 254] bolso de mano que los mozos de la estación de Garoet trasladaron al hotel. No tengo ni un bastón, y estoy metido dentro de una choza, entre dos mujeres, inquietas y asustadizas, con sobrado motivo, y veinte hombres que representan otros tantos misterios.
Siguen conversando y mirándonos. Algunos de ellos mascan betel y arrojan en el suelo salivazos rojos que parecen de sangre. La señora que acompaño se sube el pecho del vestido para ocultar su collar de perlas y da vuelta á sus sortijas de modo que las piedras queden invisibles dentro de sus manos cerradas.
Un vejete desdentado, semejante á un fauno, sonríe al ver estas acciones que pasaron inadvertidas para los otros... Y siguen hablando; y nosotros no entendemos nada, y fuera de este refugio continúan el trueno, el rayo, el diluvio tropical...
¡Ah, no!... ¡vámonos! Es una imprudencia continuar aquí. Nuestros dos muchachos parecen alegrarse al ver que volvemos al automóvil. Tal vez han pensado lo mismo que nosotros. Puede ser también que juzguen preferible correr á estar aguantando la tempestad dentro de un carruaje en el que entra la lluvia por todas partes.
Volvemos á rodar por los caminos inundados, bajo el martilleo de la tormenta. El chófer y su acólito conocen ya el terreno por donde corremos y señalan el horizonte amarillo de lluvia y surcado de relámpagos, repitiendo: «¡Garut!... ¡Garut!»
Adivino que aún estamos lejos de la ciudad, y como el aguacero continúa asaltándonos, descendemos otra vez en una casa de buen aspecto, rodeada de cocoteros y plataneros: una vivienda, al parecer, de campesinos acomodados. La habitación está en alto, y una docena de escalones de madera nos permiten subir hasta su plataforma, cubierta de esterilla fina y limpia. Los tabiques[Pg 255] son de una estera más fuerte y encima de ellos hay un espacio libre que permite la ventilación de todas las piezas y está cubierto por la techumbre de troncos y paja. En este desván aéreo se han refugiado varios loros y otros pájaros domésticos, asustados por la tormenta. Vemos los ojitos brillantes de dos monos que marchan á cuatro patas en la penumbra, saltando de un tronco á otro.
En la pieza delantera, completamente descubierta, que sirve de salón y comedor, nos recibe sonriente el patriarca de la casa, un viejo, desnudo de cintura arriba. Otros hombres más jóvenes, que deben ser sus hijos, van aún con menos ropas que él. Las mujeres de la familia, sin más que su pañal de batik, nos hablan con una verbosidad inútil, sonriendo al mismo tiempo á los hombres de su casa y hasta á los dos muchachuelos del automóvil. Como es natural, se burlan un poco de los tres extranjeros que no pueden entenderlas, que intentan expresarse por señas, y mojados de cabeza á pies ofrecen un aspecto lamentable. Es la ropa chorreante lo que nos proporciona un aspecto ridículo. Los javaneses, por el contrario, parecen hermoseados por la lluvia, que da jugo y brillo á su desnudez.
Como empieza á decrecer la tormenta volvemos al automóvil. Las mujeres, más expresivas y habladoras que los hombres, consiguen hacernos entender por señas que la ciudad no está lejos. Los dos muchachos, con sus chillidos y gesticulaciones simiescas, nos repiten lo mismo.
Corre el vehículo por caminos cada vez más amplios, cuyos alrededores revelan la proximidad de un grupo de civilización. Al mismo tiempo la lluvia empieza á hilarse, pasando de la tromba compacta al filamento de gotas separadas. Se alejan los truenos; el rayo[Pg 256] no es más que un resplandor temblón en el horizonte. Comienzan á subir del suelo los perfumes de ruda embriaguez que exhala la tierra mojada. Lanza de golpe la flora tropical todos sus olores contenidos durante la tormenta. Dilatamos nuestros pechos con una aspiración amplia y voluptuosa, saboreando de nuevo la belleza paradisíaca que nos rodea.
Una impresión de calma se esparce por nuestro interior. Nos sentimos en un estado de placidez, semejante al del que escucha la «Sinfonía Pastoral» de Beethoven, cuando se aleja la tormenta y la dulce tranquilidad del campo empieza á restablecerse.
Sigue cayendo la lluvia, una lluvia que parece luminosa y perfumada. Sus gotas son de ámbar y resbalan con suavidad sobre el cristal de la tarde. Los huertecillos se convierten gradualmente en jardines y las chozas en casitas de aspecto europeo. El camino es ahora una avenida urbanizada que va salvando sobre el lomo de los puentes varios arroyos y barrancos.
Ya estamos en las afueras de Garoet... Y es aquí, á las puertas de la ciudad, donde presencio uno de los espectáculos más inolvidables de mi vida.
La lluvia, que sigue cayendo con una insistencia dulce, representa un placer para los naturales. El hormiguero humano ha empezado á surgir de todos sus refugios. Los javaneses marchan en lentas filas por los senderos. Niños completamente desnudos se colocan debajo de los canalones para prolongar el deleite de la mojadura. La tormenta es un baño más para este pueblo que sufre calores tórridos.
Vemos venir hacia nosotros una muchedumbre de mujeres que nos parece interminable. Todas ellas son jóvenes. Deben volver de trabajar en los talleres de Garoet que fabrican el batik. ¿Cuántas son?... Difícil cal[Pg 257]cularlo. Van en grupos escalonados y llenan toda la extensión visible del camino.
Brillan de cintura arriba sus carnes mojadas. Las cabelleras, formando rodete sobre la cúspide de sus cabezas, tienen adornos de diamantes naturales con el chorreo de las gotas que se desprenden de ellas. La caricia fría de la lluvia las cosquillea al deslizarse por la piel dorada y fina de sus pechos y espaldas. Marchan abrazadas unas con otras, cantan y gritan excitadas por la electricidad de la atmósfera y los besos húmedos del aguacero.
Llevan como falda una pieza de batik. Pero esta tela de colorines puede ensuciarse en los charcos del camino y todas ellas, tranquilamente, se la han subido más arriba de las caderas, marchando con desembarazo sin preocuparse de su desnudez inferior, tan absoluta como la de arriba. Les basta para sus escrúpulos pudorosos llevar arrugado sobre el talle este fino pañal que abulta menos que una faja.
El primer grupo, al pasar junto al automóvil, nos saluda con gritos y risas, sin echar abajo su faldamenta. Creen innecesaria tal molestia... ¡Pasamos tan aprisa!
No es impudor. Para que lo fuese resultaría preciso que estas muchachas conociesen los escrúpulos de las gentes vestidas, y creyeran inmoral el desnudo. Pero saben que los blancos nos asombramos ante ciertas partes del cuerpo descubiertas, y como ellas marchan casi en cueros para sentir mejor la caricia de la lluvia, les place conmovernos un poco con su inocente exhibición. Algunos hombres que van entre ellas y son tal vez de sus familias ríen igualmente de esta broma juvenil.
Y así van pasando y pasando las muchachas, con su falda recogida en el talle... Son más de doscientas; tal vez trescientas.[Pg 258]
Continúa mucho tiempo el desfile de caras sonrientes, de piernas desnudas, de triángulos sexuales, que asoman, se eclipsan y vuelven á surgir con los movimientos del paso. En algunas corre la lluvia sin obstáculos, lo mismo que si resbalase sobre la piedra lisa. En las más de ellas se detiene unos momentos, cautiva antes de caer, de igual modo que cuando se enreda en las marañas de una vegetación naciente.[Pg 259]
Mi cama y mis compañeros de alcoba.—Los vendedores de Garoet.—La superstición del dólar.—Javaneses y malayos.—Locura homicida de los que «corren el amok».—La lira de cañas.—El baile en el hotel.—La «Sinfonía de la selva».—Los cuatro jóvenes nobles y sus danzas.—Regalo de un «kris» del antepasado.—El Guiñol javanés.—Una novela caballeresca con monigotes y música.
Nuestro hotel de Garoet es un jardín con numerosos edificios de un solo piso esparcidos en sus frondosidades. Nos refugiamos al bajar del automóvil en el más importante de ellos, donde están los salones comunes, los comedores y la oficina del gerente.
Me entero de que mi pequeño equipaje me espera en una habitación situada al otro extremo del hotel. Hay que buscarla bajo la lluvia por avenidas que deben ser interesantes á las horas de sol, á causa de sus arriates de flores y sus arboledas umbrosas, pero en este momento corren por ellas verdaderos arroyos, y cada rama deja caer un chorro continuo.
Silba el gerente y viene á buscarme un portero javanés, con turbante de batik, levita blanca y descalzo. Sostiene un paraguas con ambas manos, mejor dicho, una cúpula de cartón barnizado, debajo de la cual pueden marchar varias personas sin mojarse. Es tan enorme este techo portátil, que el javanés hace esfuerzos para[Pg 260] sostenerlo, á pesar de que ha caído el viento y la lluvia desciende copiosa, pero mansa, á través de una atmósfera dormida. Como el porta-paraguas va descalzo y sólo se preocupa de mantener su cúpula, avanza rectamente, sin reparar en charcos. Nosotros le seguimos pegados á él, y esto libra nuestras cabezas de la lluvia, pero nos hundimos á cada instante en las charcas rojizas y los regueros serpenteantes del jardín.
Es mi habitación una pieza de grandes proporciones, con muebles holandeses, solemnes y viejos, que datan sin dada de la Compañía de las Grandes Indias. La cama se muestra tan ancha como larga; pero esta amplitud, que en el primer momento representa un motivo de agrado, queda olvidada á causa de su dureza. Tiene sin duda alguna un colchón, pero la materia que le sirve de relleno ha adquirido una densidad igual á la de las cortezas de los árboles. Las gentes del país afirman que en un lecho duro se siente menos el calor. Además, el mismo calor justifica la escasez de sábanas. La cama sólo tiene una, la que cubre el colchón. El viajero debe dormir sin taparse, y para el caso de que sienta frío, una manta ligera, á cuadros blancos y azules, está plegada á los pies.
En cambio abundan las almohadas, algunas de ellas de aspecto raro y uso desconocido para mí. Una, larga y dura como un madero, sirve indudablemente para apoyar la cabeza; otra es para colocársela entre las piernas, y dos más pequeñas se acoplan entre los brazos y el tronco. Hay que dormir con los miembros abiertos en cruz de San Andrés, la misma postura de los reos de otros siglos condenados á ser hechos cuartos por la dislocación. De este modo parece que se siente menos la caliginosidad de la noche ecuatorial, que hace correr sobre el cuerpo regueros de sudor.[Pg 261]
Al inclinarme sobre mi pequeña maleta noto que el cuarto está ocupado por varios camaradas que me acompañarán toda la noche. Saltan sobre el suelo unos animalillos verdes. Las ranas invaden tranquilamente estas viviendas de un solo piso. Por las paredes y el techo corren lagartos rugosos y negruzcos. El servidor javanés, que ha dejado su paraguas á la parte de afuera, ríe de mi asombro y me habla, sabiendo que no puedo entenderle. Conozco sin embargo lo que me dice por haberlo oído en otros hoteles de países cálidos. Hay que respetar á estos compañeros de habitación para no privarse de sus buenos servicios. La rana se come los insectos que reptan y saltan sobre el suelo, bestias prolíficas que pueden depositar sus innumerables huevecillos debajo de nuestras uñas si descendemos de la cama con los pies descalzos. El lagarto se come los mosquitos.
Me falta tiempo para seguir examinando mi dormitorio. Éste tiene, como todas las casas de los javaneses acomodados, un salón exterior y abierto. El pórtico que extiende su techumbre sobre el frente del edificio se halla dividido por tabiques, y cada uno de tales espacios guarda sillones, una lámpara en el centro y macetas de flores que penden del alero.
Mi pequeño salón, al que se llega subiendo tres escalones, está ya medio invadido por una multitud infantil que se aprieta para quedar á cubierto, librando de la lluvia los objetos sostenidos por sus manos. Todo Garoet sabe que ha llegado un grupo de viajeros, y como el vecindario vive de los visitantes, aguarda con impaciencia el regreso de los automóviles que la tempestad ha sorprendido en pleno campo.
Nosotros somos los primeros en volver y recibimos el empuje de todos los vendedores de Garoet. Hombres y mujeres se mantienen al acecho en las inmediaciones[Pg 262] del edificio central, pero han destacado contra nosotros sus numerosas proles cargadas de telas de batik y polichinelas del teatro javanés, á los que dan movimientos y posturas cómicas, imitando sus voces gangueantes. Se sientan á nuestras plantas para ofrecernos sus mercancías, marcando el precio con los dedos. Al principio usan la palabra guilder, que es el florín holandés, pero inmediatamente la abandonan para repetir con insistencia: «¡Dollar! ¡dollar!»
En todo el Extremo Oriente se nota una idolatría monetaria que puede titularse la «superstición del dólar». En China, en Java, en la India, hasta en el Japón, cuyos habitantes no sienten gran amor hacia los Estados Unidos, lo mismo los tenderos que los míseros vendedores instalados en plena calle ó á la puerta de los templos muestran un respeto casi místico por el dólar americano. Aun en los países de dominación inglesa, la libra esterlina representa poco comparada con aquél. Cuando se desea comprar un objeto, el vendedor, en mitad de sus regateos, hace una rebaja considerable si le pagan en dólares. Pero ha de ser en moneda, nada de cheque; en billetes de los Estados Unidos; y después de contemplarlos con devoción los oculta apresuradamente.
Es la única moneda que inspira fe, y por adquirirla lo dan todo más barato. Debo añadir que los demás billetes que circulan por el Extremo Oriente merecen con razón menos respeto por su falta de fijeza monetaria, incluyendo los de la India inglesa. Los Bancos de toda ciudad importante emiten papel, y cuando se llega á otra capital con dicha moneda hay que cambiarla por la del nuevo país, sufriendo un descuento. El prestigio monetario de la más rica de las naciones ha llegado hasta este rincón de Java, y los niños y niñas que in[Pg 263]tentan hacer sus ventas valiéndose de señas, repiten á coro al mostrar sus mercancías: «¡Dollar! ¡dollar!»
Se nota en esta muchedumbre infantil las diferencias étnicas de la dos razas que componen la población de la isla: javaneses y malayos. Los javaneses, pasivos y laboriosos, sirvieron siempre á los dominadores de la isla, plegándose con humilde fatalismo á sus órdenes. En el curso de veinte siglos han sido brahmanistas, budistas y musulmanes. De seguir los portugueses en Java, todos serían ahora católicos. Si continúan mahometanos, es porque la Compañía de las Indias, que tuvo á sueldo á los santones javaneses, más traficantes que fanáticos, jamás sintió la necesidad de evangelizar á sus nuevos súbditos.
Esta ductilidad para cambiar de creencias no significa en los javaneses excepticismo religioso. Al contrario, como todos los humildes que se ven eternamente oprimidos y no tienen esperanza alguna de liberación, su único consuelo lo encuentran en el ejercicio de sus devociones y en la certeza de otra vida que será más dichosa. Necesitan una religión y toman la que les permiten sus dominadores.
Los malayos resultan más ingobernables y menos religiosos que el javanés, cultivador de la tierra, eterno siervo del campo de arroz que empezaron á formar sus ascendientes hace siglos. Nietos de piratas y audaces navegantes, los malayos poblaron las costas, lanzándose á la pesca y al cabotaje, ó se esparcieron por el interior de las islas para ejercer industrias manuales ó llevar una existencia vagabunda. Estos habitantes belicosos de Java formaron en otros siglos una casta militar y noble, siendo los únicos que hicieron guerra á los invasores, dificultando la colonización portuguesa y alterando el régimen de explotación mercantil de la Compañía de las Indias con sus frecuentes revueltas.[Pg 264]
Aun hoy el malayo resulta el más inquietante de los javaneses. Si el blanco le ofende, espera una ocasión propicia para vengarse de él, asesinándolo. Los más pobres procuran ser empleados del gobierno, ingresando en la policía ó en los trabajos públicos. Otros se hacen soldados y abrazan el cristianismo, para considerarse de este modo iguales á los militares holandeses.
La belicosidad de la raza, los instintos sanguinarios, herencia de largos siglos de piraterías y matanzas, despiertan de pronto en ellos. Cuando un malayo se considera ofendido por un blanco, ó siente odio contra la organización social que le rodea, una mortífera embriaguez lo enloquece, y armándose de un kris se lanza á la calle para matar á todo el que se pone á su alcance, dando golpes á ciegas, hasta que lo matan á él. Es una demencia semejante á la de los moros de Filipinas conocidos con el nombre de «juramentados».
En Java esta locura homicida es llamada el amock, y cuando sale uno de dichos furiosos por el centro de la población esparciendo muertes hasta que le hacen caer sus perseguidores, llaman á tan horrible episodio «correr el amock». La autoridad tiene establecidos puestos de vigilancia para cortar inmediatamente los efectos de esta locura nacional. Son casi siempre policías malayos los que acuden para «correr el amock». Tienen en sus cuerpos de guardia un tronco vacío, de madera sonora, que tocan con el puño, y esta campana avisa á las gentes para que se refugien en las casas. De todas las puertas arrojan sillas, taburetes y otros objetos á los pies del terrible amock para hacerlo caer, pero éste sigue corriendo las más de las veces llevando en alto su machete amenazador. Los policías cuentan con un arma especial para sujetarle, que nunca yerra. Es una gran horquilla, entre[Pg 265] cuyos dos dientes meten al fugitivo, clavándolo contra una pared ó un árbol. De este modo lo inmovilizan y lo matan, pues es inútil esperar que se rinda.
Los malayos son en el campo grandes cazadores de bestias feroces. En otro tiempo su mayor diversión era presenciar luchas de hombres con panteras y tigres. También, hasta hace poco, en las poblaciones del interior celebraban torneos á caballo, terminados muchas veces por botes de lanza mortales. Eran fiestas originarias de la época en que los conquistadores musulmanes se apoderaron de Java.
Se nota en estos pequeños indígenas que tengo sentados á mis pies la diferencia de razas. El niño malayo domina á su compañero de puro origen isleño, impide sus negocios, le amenaza, y acaba finalmente por obligarlo á que le ceda su mercancía, vendiéndola él por su cuenta.
Vuelvo otra vez al centro del hotel arrostrando la lluvia, ya que el hombre de la cúpula portátil no acude á mis gritos. Bajo los pórticos del comedor encuentro á los primeros compañeros de viaje que acaban de llegar. Luego, en el curso del atardecer, van presentándose los otros vehículos llenos de gentes desfiguradas por la lluvia. Pero todos nos hemos resignado á esta humedad irremediable. Ha sido inútil emplear las contadas prendas de recambio que guardábamos en nuestros pequeños equipajes. Dentro de este hotel-jardín la lluvia las moja en seguida. Además, nos acostumbramos fácilmente á ir con los pies húmedos y el cuerpo impregnado de agua y sudor, en esta tierra donde los aguaceros son tibios.
Una orquesta rara pero agradable suena incesantemente en otro pórtico del hotel. Es una melodía bucólica, un susurro de suaves flautas, una música eoliana y vagorosa, sin la energía del soplido humano. Voy hacia[Pg 266] ella y encuentro sentados en el suelo á varios adolescentes que hacen sonar el instrumento típico de esta parte de Java: una lira hecha con cañas.
Un grueso bambú horizontal sostiene cinco, más delgados, en forma de peine. Las cinco varillas están metidas en otras tantas cañas huecas, que al moverse chocan sus paredes con el espigón central. Cada una de las cañas emite una nota diferente, y en esto consiste el secreto de los fabricantes del rústico instrumento. Los pequeños músicos tienen en sus manos dos liras, ó sea diez notas, y agitándolas con rítmico movimiento producen una melodía indeterminada y soñolienta, dentro de la cual se forman al azar grupos de notas bizarras como las combinaciones caprichosas de los vidrios sueltos en el interior de un caleidoscopio.
Al son de esta melopea danzan varios muchachitos moviendo el vientre y las caderas lo mismo que las odaliscas. Todos ellos llevan el saroc de colorines arrollado sobre las piernas, tienen un rostro aterciopelado de chocolate con leche, y sus ojos grandes y un poco oblicuos parecen de mujer. Muestran la gracia equívoca del efebo asiático, que hace imaginar repugnantes vicios. También es posible que estos pequeños bailarines no hagan más que seguir una tradición, repitiendo danzas que vieron desde pequeños, sin sospechar su malicia ni las suposiciones del blanco escandalizado.
Mientras las liras de cañas susurran su melodía sin regla y siguen danzando los javanesitos, expelen las canales del tejado el agua á plenos chorros, los relámpagos iluminan otra vez con exhalaciones verdes la tarde color de ámbar, y rueda el carro de los truenos sobre edificios y arboledas.
A las nueve de la noche, después de la comida, asistimos á un gran baile javanés, para el cual han venido[Pg 267] los mejores danzarines y la orquesta más famosa de toda la región.
La servidumbre descalza aparta las mesas, y todo el comedor queda convertido en una sala de espectáculos. Este comedor se halla abierto por tres de sus caras; es una techumbre sostenida por numerosos arcos blancos. Más allá hace brillar el jardín sus hojas de charol bajo unos focos de luz eléctrica, cuyas lunas se muestran rayadas incesantemente por hilos de cristal. Continúa la lluvia del Trópico, una lluvia sin medida en el volumen y la duración. Todo está impregnado de humedad: nuestras ropas, las servilletas, los manteles. Luego, en los dormitorios, encontraremos igualmente húmedas sábanas y toallas. Debajo de los techos la atmósfera, vibrante de perfumes vegetales, parece compuesta de agua flúida.
Este baile debe ser algo extraordinario, pues van llegando en sus automóviles los javaneses más opulentos de las inmediaciones. La mayor parte de la propiedad de la isla continúa en poder de los antiguos nobles y los comerciantes enriquecidos. Conservan sus trajes por un sentimiento oculto de nacionalismo, pero se apropian las comodidades más costosas de sus dominadores.
Los instrumentos de la orquesta del baile son tan originales como las liras de cañas. Los músicos, sentados en el suelo, hacen sonar una especie de violines, apoyándolos verticalmente en una rodilla como si fuesen violoncelos. Otros golpean con sus manos tambores y discos metálicos. Un viejo hiere con sus palillos un teclado de tablitas, cada una de las cuales emite una nota distinta. El más importante de los instrumentos es una especie de banco con grandes orificios, y en cada uno de ellos una vasija de metal semejante á los cántaros que emplean los lecheros. El músico golpea estos vasos[Pg 268] con mazas forradas de piel, arrancándoles largas vibraciones.
Tocan una especie de preludio que en los primeros instantes parece arañar los oídos con sus discordancias. Poco á poco surge del enmarañamiento acústico algo concreto que podría llamarse la «Sinfonía de la selva». Los instrumentos reproducen la risa luminosa del arroyo, el murmullo de las hojas, el rebullir de la vida animal en los matorrales. Indudablemente, los instrumentos de cuerda imitan el zumbido tenaz de los insectos. El músico ha copiado con ingenuidad los vagidos de la Naturaleza, como en los albores de toda civilización los artistas primitivos reprodujeron á su modo las plantas y los seres que les rodeaban.
Sentados en el suelo, sobre esteras de junco, hay varios danzarines, hombres y mujeres. Ellas son las únicas que cantan, con una voz chillona y discordante que recuerda el cacareo de la gallina. En el espacio libre, ante la orquesta, un hombre y una mujer bailan esta danza coreada. En realidad permanecen inmóviles; sus pies no se separan del suelo. Son los brazos los que se agitan, y más aún las manos, acompañando con lentas dilataciones el ritmo de la música.
Entre las gentes del país acudidas para presenciar este baile hay cuatro jóvenes nobles que llaman la atención por la elegancia híbrida de sus trajes. Son javaneses por sus cabezas; del cuello á la cintura son europeos; luego recobran su nacionalidad hasta los pies. Me explicaré con más detalles. Van tocados con el pequeño turbante de batik negro y dorado, que forma un lacito de dos pequeños cuernos sobre la frente. Visten smoking y chaleco blanco. La pechera de su camisa es de encajes, y dos botones de diamantes centellean debajo de su corbata negra. A continuación llevan las piernas envueltas[Pg 269] en una rica tela de batik obscura, con anchas rayas de oro. Por debajo asoman los pies pequeños, metidos en calcetines de seda calada y escarpines de charol. Los cuatro, como signo de su categoría, llevan un kris antiguo, una espadita dorada puesta oblicuamente sobre sus riñones, cuya empuñadura despega el smoking de su espalda.
Han venido en sus automóviles, atraídos por esta fiesta á la que asisten muchas viajeras americanas, hermosas y elegantes. Guardan una gravedad de próceres musulmanes. Ocupan una mesa, bebiendo simples limonadas, y miran con sus ojos negros y ardientes á tantas mujeres blancas, que parecen traer en su perfume las seducciones de un mundo lejanísimo. Los cuatro llevan el bigote recortado, según la moda actual, y revelan en todos sus gestos una educación á la europea.
El gerente del hotel va contando á los viajeros que estos jóvenes son ricos, de antigua nobleza, y viven además, como amigos y acompañantes, cerca del regente de la provincia. (El regente es el gobernador indígena, poderoso personaje que ha venido á sustituir á los antiguos reyezuelos.) El mismo gerente se hace lenguas de lo que son los cuatro jóvenes como bailarines. Por espíritu de tradición han sabido guardar fielmente las antiguas danzas de la isla. Los profesionales del baile javanés que están presentes reconocen y admiran la superioridad de estos señores.
—¡Ay!... ¡Si ellos quisieran bailar!...
Basta que el hotelero exponga esta posibilidad hipotética, para que varias señoritas americanas, con la intrepidez propia de su pueblo, deseen una inmediata realización. Algunas de ellas piden á los cuatro gentlemen de la espadita dorada que salgan á bailar, y ellos, respetuosos y algo avergonzados al verse objeto de la[Pg 270] atención general, acaban por ceder, aunque ninguno quiere ser el primero.
Al fin, uno de ellos se desprende de los escarpines de charol y su chófer indígena surge de la masa de javaneses agrupada al pie de las escalinatas del jardín, para quitarle los calcetines. Avanza con los pies desnudos, color chocolate claro, que asoman por el borde de la rica falda de batik. Sus dedos se encorvan y se dilatan como si recobrasen la agilidad de los remotos ascendientes. Se ha puesto un gran velo verde sobre sus hombros, con las puntas caídas atrás y la amplia curva delantera más abajo de su pecho. Este velo va á resultar en el curso de la danza tan importante como su persona.
La primera de las bailarinas se coloca de pie ante él y empieza á cantar. El joven señor inicia su danza sin moverse del sitio que ocupa, expresándolo todo con las manos, con los balanceos lentos de sus brazos, con las posturas fijas que adopta luego su cuerpo. En realidad, la mujer no hace más que acompañar con su canto los gestos del bailarín. Algunas veces refleja los movimientos elegantes de éste, pero con una modestia de espejo pobre y turbio. Se nota su voluntad de no rivalizar con el hombre en unas actitudes que pueden llamarse escultóricas. Éste imita los contoneos soberbios y dominadores de los animales machos en la vida libre de la Naturaleza. Es una danza monótona, y sin embargo, pocas veces he visto un cuerpo humano en tan nobles posturas.
Los cuatro gentlemen van saliendo por turno. Cada uno de ellos interpreta de modo diferente danzas de miles de años que expresan la superioridad absoluta del hombre y la humilde servidumbre de la mujer en las sociedades primitivas.
Hablo valiéndome de un intérprete con el primero[Pg 271] de los jóvenes que salió á bailar. Me mira con extraordinario interés al saber que soy un blanco de los que fabrican libros y alguna vez escribiré lo que he presenciado esta noche. Él ama los cantos de su isla, las representaciones teatrales. Tal vez compone versos, aunque protesta apresuradamente cuando el traductor se lo pregunta en mi nombre.
Luego muestra una generosidad de gran señor. Quiere que me lleve un recuerdo de él, y desprendiéndose de su espadita dorada me la entrega. Para que aprecie más el regalo me hace ver la hoja, roída por el óxido de los años. Es un arma honorífica, uno de los muchos kris legados por sus abuelos, que él usa únicamente por su antigüedad. Me explica que la hoja, llena de rugosidades como la piel de la serpiente, está compuesta de numerosas piececitas fundidas unas sobre otras, como si fuesen escamas, y las pequeñas grietas en semicírculo de dichas escamas contuvieron un veneno casi fulminante, capaz de acabar á un herido en pocos segundos. ¡Pero han pasado tantos años desde entonces!... Ahora el terrible kris no es más que un arma de museo roída por la herrumbre y que puede romperse como el cristal.
Siguiendo un largo corredor y varias escalinatas cubiertas que nos libran de la lluvia, vamos á una especie de Guiñol establecido dentro del hotel.
Tienen los javaneses un verdadero teatro en el que figuran actores de carne y hueso, pero su espectáculo preferido es la representación por medio de muñecos. Tal vez estos autómatas, al ser más irreales, dejan mayor espacio á la imaginación del público.
El teatro es un salón sin ningún asiento. Gran parte de los espectadores están en el suelo. Un lado lo ocupa la orquesta. Son músicos iguales á los del baile, aunque todos ellos ofrecen la particularidad de que actúan con[Pg 272] cierto cansancio, teniendo los ojos cerrados. Parece que estén dormidos, pero cuando le toca á cada uno hacer sonar su instrumento, cumple dicha función sin entreabrir los párpados y vuelve á inmovilizarse en su actitud soñolienta. Luego, pienso que adoptan este gesto por refinamiento artístico, para concentrar mejor sus facultades y aislarse de la realidad, viendo más intensamente en su imaginación las peripecias del drama.
Delante de los músicos y de espaldas á ellos está sentado en el suelo un viejo de voz lenta que habla sin mirar al público. Ante sus rodillas se extiende un tabladillo de escasa altura. A ambos lados tiene dos vasijas de porcelana, y dentro de ellas, en aparente desorden, están los personajes de la obra, monigotes de cabezas monstruosas, verdes ó purpúreas; vistiendo túnicas de floreado batik y con brazos articulados semejantes á las antenas de las langostas. Estos autómatas, que representan príncipes, guerreros, bellas damas ó humildes siervos, tienen al final de sus brazos dos altos bastones que recuerdan los que usaban las señoras de la corte de Versalles.
El viejo director constituye por sí solo todo el teatro. Unos muñecos los fija en los agujeros del tablado y quedan inmóviles como un coro que intervendrá oportunamente. Otros los mantiene en sus manos, agarrando al mismo tiempo el espigón central y los dos bastones terminales de los brazos, lo que le permite con una simple frotación de los dedos, ocultos bajo la falda, poner en movimiento su cabeza y las otras extremidades articuladas.
Los directores de estos espectáculos tienen el nombre de dálang y gozan de gran respeto. Guardan desde hace siglos una autoridad tradicional semejante á la del sacerdote ó el bardo. Todos ellos son poetas y gran[Pg 273]des improvisadores. Estos dálang dirigen algunas veces representaciones con actores enmascarados, siendo los únicos que pueden hablar en ellas. Los comediantes no hacen más que una pantomima, acompañando con sus gestos la declamación del director. Las piezas se llaman topeng (lo mismo las representadas por seres vivos que las de monigotes), y sus argumentos están sacados de la mitología ó la historia heroica de Java. La música no cesa un momento y sirve de eterno fondo á los lentos recitados del dálang.
Me explican el drama: una lucha de paladines por el amor de una princesa; batallas, conquistas, raptos, persecuciones, y sobre todo muchos golpes. Existe un argumento, un cañamazo dramático, pero no hay nada escrito, y el viejo dálang va bordando sobre la materia tradicional todas las flores repentinas de su imaginación.
Esto no es un teatro. Para serlo tendría que ajustarse á los límites del espacio y del tiempo, á la estrechez de un escenario, á las murallas aisladoras de una decoración. En realidad es una novela contada todos los días con nuevas variaciones y ayudada por medio de los monigotes y la música.
Miro al viejo cuentista con un interés confraternal. Mantiene su cabeza baja, hablando y moviendo los personajes con el aire abstraído y concentrado del que se entrega á una improvisación.
La orquesta dormida colabora incesantemente con él á pesar de sus ojos cerrados. El dálang está de espaldas á los músicos, no existe entre ellos ninguna relación directa, y sin embargo los instrumentos me hacen ver los episodios de esta novela javanesa más que las acciones de los monigotes.
Dos personajes se mueven al extremo de las manos del improvisador, se aproximan y se apartan sin cho[Pg 274]carse, pues esto podría deteriorar sus frágiles cuerpos, y no obstante sé que acaban de entablar un combate encarnizado. Nunca he oído á una música expresar mejor los golpes. Estos instrumentistas soñolientos lanzan acordes secos, de una precisión matemática, sin mirarse entre ellos.
Poco después abren todos la boca, viejos, adolescentes y niños, lanzando un rugido con cierta sordina. Es el rumor lejano de una muchedumbre que interviene en el curso de la historia.
Yo cierro también los ojos para no ver las filas de monigotes inmóviles sobre el tabladillo que representan grotescamente á dicha multitud. Y al quedar en voluntaria ceguera lo mismo que los músicos, contemplo el pueblo evocado por el novelista javanés. Es una masa de hombres cobrizos, medio desnudos, que aclama á los héroes triunfantes, malayos de armaduras doradas, héroes anteriores al desembarco de portugueses y holandeses, cuando los habitantes de esta isla no conocían aún la existencia de Mahoma y alzaban en el interior de ella imágenes colosales de Buda, templos ciclópeos que la vegetación invasora del Trópico guardó durante muchos siglos en el misterio de su noche verde.[Pg 275]
El jardín de Buitenzorg.—Flores que parecen insectos é insectos iguales á pedazos de madera.—El estrecho de Gaspar.—Los fenicios del Pacífico y sus portentosas navegaciones.—Verdadera patria de Simbad el Marino.—La cosmopolita ciudad de Singapore.—El gobernador Raffles.—Mezcla de pueblos y religiones.—Mi primera visita á un templo brahmanista.—El cultivo actual del caucho.—Rutina inglesa de los futbolistas de Singapore.—Degradación de los blancos que van en tranvía.—Juglares y domadores de serpientes.—El «smoking» blanco.—Los maravillosos sastres chinos.—Cuatro trajes en dos horas.
Buitenzorg es la residencia veraniega del gobernador de Java. El palacio, reconstruido varias veces á consecuencia de los temblores de tierra, no ofrece nada de extraordinario. Lo que ha hecho famoso el nombre de Buitenzorg es su Jardín Botánico, anexo á la vivienda gubernamental. Como el terreno es más alto que en Batavia y la atmósfera menos densa y caliginosa, la vegetación se desarrolla en este lugar con toda magnificencia.
Antes de marcharnos de Java queremos ver las especialidades más célebres de dicho jardín. Atravesamos una ancha avenida que es un túnel de verdura, pues los ramajes laterales se tocan, formando una bóveda compacta. En realidad, esta galería vegetal se compone únicamente de dos higueras banianos, árboles que tienen la[Pg 276] particularidad de reproducirse invadiendo las tierras próximas, de convertir sus ramas cuando tocan el suelo en otros tantos troncos con raíces, que á su vez producen nuevos soportes. En el Jardín Botánico de Calcuta, uno sólo de estos banianos ocupa un espacio considerable y desde lejos ofrece el aspecto de un macizo de arboleda.
En los pequeños lagos de Buitenzorg admiramos la Victoria Regia, planta acuática de corola blanca cuyas hojas, de dos metros de diámetro, flotan como escudos sobre las aguas, y tal es su aspecto de estabilidad, que tientan á poner el pie en ellas como si fuesen de piedra verde.
Los bambúes alcanzan dimensiones de árboles seculares. Se balancean al más leve soplo de la brisa y parecen conversar entre ellos con el frotamiento de sus menudas hojas. Estas cañas enormes son de diversos colores: amarillas, negras, moteadas. Todas las variedades de la palmera existen aquí igualmente, desde las de fuste grácil y ligero surtidor de ramas, que se inclinan con una gracia infantil, hasta las de tronco redondo y alto como una torre, que desafían erguidas los huracanes del tornado. Vemos también una gran variedad de lianas semejantes á madejas de reptiles adormecidos.
Una colección célebre de orquídeas nos desorienta á causa de sus bizarras formas, y no sabemos finalmente con certeza si son flores ó parásitos monstruosos. En cambio, vemos en una sección zoológica pedazos de madera en apariencia medio podridos, hojas secas, grumos de detritus vegetal que son en realidad insectos. Estos seres vivos, de admirable mimetismo, adoptan la forma de la basura de la selva y permanecen inmóviles para no alarmar á sus presas, sorprendiéndolas mortalmente.
Al abandonar Java nos damos cuenta de la incongruencia que existe entre la fealdad del puerto de Tand[Pg 277]jong-Priok y las bellezas interiores de la isla. Viendo estos muelles tostados por el sol y su continuación de terrenos pantanosos y selvas bajas, que son como nidos de la fiebre, nadie puede sospechar los paisajes paradisíacos que empiezan á desarrollarse cuando se penetra una docena de millas tierra adentro.
Entre Java y Singapore la travesía resulta tan plácida como si navegásemos por un río. El Franconia va partiendo aguas verdes, con islotes de vegetaciones flotantes.
Avanzamos teniendo á la derecha la isla de Banka y á la izquierda la enorme Sumatra, que figura con Borneo como las dos posesiones más extensas de Holanda. Tan grandes son estos macizos insulares, que una parte de su interior se halla en estado salvaje y los holandeses tienen que mantener una actitud defensiva ante muchas de sus tribus. Siempre que estos indígenas irreductibles encuentran ocasión, le cortan la cabeza al blanco para guardarla como el mejor de los trofeos. También se repiten los casos de canibalismo, á pesar de los esfuerzos de las autoridades para extender las costumbres civilizadas. En estos países, situados bajo la línea ecuatorial, el europeo colonizador no hace más que pasar, siéndole imposible vivir muchos años á causa del clima y las enfermedades. En realidad son factorías más que colonias, ya que el blanco no puede reproducirse en ellas ni crear una familia estable.
En el llamado estrecho de Gaspar, las dos costas de Banka y Sumatra se aproximan de tal modo, que el mar parece un río. Entre ambas riberas se extienden fajas de baba amarillenta, espuma sucia de un canal en el que permanecen como enredadas las inmundicias traídas por las corrientes del Océano libre.
Nuestro paquebote marcha con cierta precaución, á[Pg 278] causa de la escasa profundidad. Cuando salimos de un estrecho es para entrar en otro ó ir pasando á través de islas é islotes de pequeños archipiélagos. El mar tiene un verde claro de pradera que denuncia el poco fondo de sus aguas. A trechos se esparcen sobre este color verde grandes manchas de un blanco lácteo, reflejo de los campos de arena submarinos.
Singapore es la puerta del Extremo Oriente. Al pasarla habremos dejado á nuestras espaldas la parte del mundo más distinta á Europa. Al otro lado del estrecho de Malaca vamos á encontrar la India, mas esta tierra ya no pertenece al Extremo Oriente y debe llamársela simplemente Oriente.
Es cierto que sus diversos pueblos se diferencian en costumbres y religiones de los países europeos; pero no han vivido miles y miles de años ignorados de nosotros como el Japón, la China y las agrupaciones malayas. Alejandro llevó la cultura griega á este Oriente indostánico. Los hombres de nuestra antigüedad conocieron la India y tuvieron noticias de las diversas civilizaciones desarrolladas á orillas del Ganges. Los nautas árabes mantuvieron durante la Edad Media la comunicación de Europa con el citado Oriente indostánico, aunque ésta no resultase directa. Fué á partir del estrecho de Malaca, ó sea del presente Singapore, donde empezaba la noche y la ignorancia para nuestros pueblos. Nadie sabía nada cierto sobre Catay y Cipango, el actual Extremo Oriente.
Al aproximarnos á Singapore vemos en estrechos y canales un enjambre de pequeños buques de cabotaje, pertenecientes á la marina malaya. Estos navegantes tradicionalistas han copiado en sus barcos las arboladuras de la marina de los occidentales, pero sus cascos, aunque construídos igualmente por un procedimiento[Pg 279] moderno, conservan siempre la popa más alta que la proa, lo que les da cierto aire de carabelas, disfrazadas de bergantines y goletas.
Como nuestro mundo ha vivido docenas de siglos prestando sólo atención á los grupos humanos de la vertiente atlántica, sin sospechar siquiera lo que ocurría en la vertiente del Pacífico, la mayoría de las gentes que merecen el título de ilustradas ignoran en la actualidad lo que fueron los malayos como marinos y sus servicios á la civilización. Cuando Vasco de Gama, después de navegar solitariamente por las costas de África, fué avanzando en el mar de las Indias, quedó asombrado de la cantidad de buques asiáticos que pasaban á su vista. Estos argonautas de un mundo distinto al nuestro tenían sobrado espacio para comerciar sin salirse de sus mares, y si alguna vez llegaban á deslizarse por las estrechuras del mar Rojo, una barrera sólida les cerraba el paso, repeliéndolos hacia otros rumbos.
Los malayos fueron los fenicios del Pacífico. De conocerse la historia de sus periplos podrían haberse escrito, basándose en ellos, numerosas odiseas. Según varios autores que estudiaron á fondo las tradiciones de esta raza de mercaderes y corsarios, la Historia de Simbad el Marino y otras muchas aventuras marítimas que figuran en Las mil y una noches no son más que relatos de proezas de malayos adoptadas por los navegantes árabes, discípulos y continuadores de aquéllos.
A falta de una historia detallada y sólida, nos sirve para adivinar los antiguos viajes de los navegantes malayos la actual existencia de grupos de su misma raza en los lugares más distantes del Pacífico. Los argonautas amarillos construyeron sus primitivas flotas en estas riberas de Sumatra que vamos costeando. De aquí se lanzaron á piratear y comerciar por toda la inmensidad ma[Pg 280]rítima que se ofrecía á las proas de sus barcos con ojos, cuando aún vivían la mayor parte de los europeos en pleno salvajismo.
Los habitantes de Madagascar son malayos de origen, lo que demuestra que por el Este llegaron éstos hasta las costas de África. Una gran parte de los pobladores del Japón actual son igualmente de origen malayo, lo que marca sus navegaciones hacia el Norte. Los indígenas del archipiélago de Hawai y otras islas oceánicas, situadas más allá de la mitad del camino entre Asia y América, también son malayos. ¿Por qué razón estos vagabundos del mayor de los Océanos, que realizaron la parte más grande y difícil de su travesía llegando á dichas islas y estableciéndose en ellas, no pudieron continuarla desembarcando en América, como uno de los varios pueblos que según las tradiciones americanas se extendieron de Norte á Sur, miles de años antes de la llegada de los conquistadores españoles?...
Estos malayos de ahora que pasan en sus buquecitos anticuados junto á nuestro paquebote ignoran completamente las hazañas de sus antecesores. Hasta hace medio siglo eran piratas, pero una continua persecución les ha obligado á llevar la existencia de pobres marineros de cabotaje, sin audacias y sin ambiciones.
Singapore es la obra de sir Stamford Raffles, funcionario enérgico que á principios del siglo XIX se apoderó de todas las islas holandesas, gobernando en Batavia á nombre de Inglaterra. En el Jardín Botánico de Buitenzorg está la tumba de su esposa.
Cuando después de la caída de Napoleón tuvo que entregar, por acuerdos diplomáticos de Europa, las ricas posesiones holandesas al gobierno de La Haya, no quiso que su patria abandonase estos parajes y fundó la ciudad de Singapore, que domina el estrecho de Malaca.[Pg 281] Dos siglos antes que Raffles, el gran Alburquerque había visto la importancia del estrecho de Malaca, y pretendió fundar en él una colonia portuguesa para obtener de tal modo el monopolio del Extremo Oriente.
Paseando por las calles de Singapore aprecia el viajero su valor comercial y estratégico. Dos mundos se encuentran y confunden en ella; dos Orientes completamente distintos. Hoy tiene más de 300.000 habitantes y es una ciudad con barrios modernos y edificios altísimos. Posee igualmente plazas extensas y puentes colgantes sobre pequeños ríos navegables. Estos cursos de agua casi resultan invisibles; tantos son los barcos indígenas que flotan en ellos, borda contra borda.
La estatua del gobernador Raffles se alza en el centro de la parte europea de Singapore. En los barrios que no ocupan los blancos, vive separado por razas y creencias todo el vecindario cosmopolita. Éste únicamente se deja ver mezclado en las grandes avenidas centrales. La ciudad inglesa de Singapore es ante todo una ciudad china, por la superioridad numérica de tal raza. Más de la mitad de su población se compone de chinos. Lo mismo que en Batavia, estos trabajadores infatigables acaparan todos los oficios manuales. Además, como son grandes ahorradores de dinero, se dedican al préstamo. El chino, fuera de su país, es igual al judío por su actividad inteligente y ávida, y se ve tan odiado como éste.
En las calles de Singapore es donde empezamos á ver indostánicos con el busto de bronce completamente desnudo y largas cabelleras sueltas ó anudadas á estilo femenil; cingaleses con los ojos pintados, la cabeza rematada por una peineta y cierto aspecto intolerable de afeminamiento; árabes con alquiceles flotantes que marchan lentos y majestuosos; mujeres del Malabar llevando en sus narices botones de pedrería y numerosos[Pg 282] anillos de plata en los dedos de los pies. También pasa por las aceras, con trote menudo, la china de zapatillas silenciosas, más enana y más gorda de lo que es en realidad, á causa de su ancha blusa y sus holgados pantalones de lustrina negra.
Dentro de las avenidas céntricas los comercios son europeos, pero en las vías laterales se nota la misma confusión de ciudad cosmopolita. Los chinos y los malayos poseen numerosas tiendas, é interpolados entre ellas figuran templos de diversas religiones: pagodas budistas, santuarios brahmanistas, iglesias católicas, capillas protestantes.
—En este puerto de paso—me dice un amigo que hace años vive en Singapore—han venido á juntarse todas las religiones. Brahma, Buda, Confucio, Cristo y Mahoma se rozan á todas horas, acaban por mezclarse y algunas veces hasta se confunden.
Aquí visito el primer templo brahmanista. Ocupa el centro de un patio, rodeado de una muralla blanca con pilastras. Sobre estas pilastras, á guisa de capiteles, hay unas cabras de yeso cuyo tamaño es doble del natural. Están sentadas sobre las cuatro patas encogidas, y sus cuerpos son blancos, pero con ojos azules y los hocicos de un rojo sangriento. Dentro del patio, y al amparo de un cobertizo, veo algunos carros con imágenes de ídolos pintarrajeadas. Estos vehículos de ruedas macizas salen en las procesiones organizadas por los bracmanes.
Tengo que descalzarme para entrar en el santuario, aunque todo él puede verse desde el patio por estar descubierta su parte delantera. Sobre los altares hay ofrendas de cirios, cocos y plátanos.
Van saliendo poco á poco de las boncerías próximas los sacerdotes y sus ayudantes, atraídos por esta visita inesperada. Son unos hombres de color obscuro,[Pg 283] casi negros, pero con nariz aguileña, y su delgadez resulta extraordinaria. No tienen sobre su esqueleto más que la grasa precisa para rellenar las oquedades de los huesos, y aun así se les ven las aristas del costillaje, de las clavículas y las rótulas. Su vestidura es una simple tela roja anudada á la cintura. Todos llevan cabelleras largas, á estilo de mujer, sujetas por un peine de concha. Hay un niño entre ellos, hijo de alguno de los sacerdotes, al que todos acarician con esa ternura paternal que los indostánicos muestran por la infancia. Este sacristancito, espigado y esbelto, va completamente desnudo. Lleva cabellera larga y peineta como los hombres. Sus partes genitales las tiene ocultas en una bolsita blanca, única vestimenta que conoce su cuerpo.
Singapore está en pleno boom, como los otros mercados del Extremo Oriente. Aquí existe un motivo especial para la prosperidad de los negocios. El cultivo del caucho, que es uno de los descubrimientos más importantes de la agricultura moderna, tiene su principal centro en esta tierra.
Hace unos cuantos años nada más, el caucho era una materia preciosa que se producía naturalmente y los aventureros iban á buscar en las selvas vírgenes de los países situados bajo el Ecuador. Viajando por la América del Sur conocí á muchos varones enérgicos, de existencia novelesca, que se lanzaban á través de los bosques inexplorados de Bolivia y el Brasil en busca de grupos de árboles productores del caucho, llevando una vida llena de peligros, teniendo que batirse con las fieras, con los hombres y las enfermedades. La invención del automóvil y otros descubrimientos recientes, al aumentar de un modo ilimitado el consumo del caucho, hicieron necesaria la busca de nuevos medios de producción, y el árbol natural, perdido en las selvas,[Pg 284] ha pasado á ser un cultivo científicamente ordenado y explotado en los países ecuatoriales de Asia.
Singapore es ciudad inglesa, pero sólo ocupa una punta de la extensa península de Malaca. Detrás de ella existen el Estado independiente del sultán de Johore y otros países autónomos, que forman agrupados la llamada Federación de Estados Malayos, bajo el protectorado de Inglaterra.
Visitamos en la ciudad de Johore una parte del palacio del sultán, una mezquita y el Casino, donde funciona la ruleta. A Johore la llaman el «Monte-Carlo de Asia», pero cuando nosotros pasamos por ella se notaba gran falta de jugadores y la ruleta permanecía inactiva á pesar del boom de los negocios.
En otras excursiones por cerca de Singapore vamos viendo los campos plantados de caucho y las fábricas donde se prepara y solidifica esta materia tan preciosa para las industrias de nuestro tiempo. La vegetación tropical embellece dichos alrededores, cubriendo con su exuberante verdor llanuras, barrancos y montañas. El baniano, de ramas multiplicadoras, cubre espacios enormes; hay campos extensos plantados de mandioca, principal alimento de la gente popular, y bosques de cocoteros á lo largo de las playas.
Dentro de Singapore se muestra el tradicionalismo británico con una rutina que hace sonreir. Los empleados ingleses, muchos negociantes jóvenes y los hijos de europeos nacidos en la ciudad se dedican al juego del fútbol ó del tennis en las praderas de césped que existen dentro de las plazas. Pero como en Inglaterra estos juegos son por la tarde, en Singapore se desarrollan á la misma hora, con una temperatura de más de 40 grados, bajo una atmósfera pesada que cubre de sudor hasta á los que contemplan simplemente la partida.[Pg 285]
El calor de Singapore hace ansiar al viajero una pronta vuelta al buque y que éste salga cuanto antes á los espacios dilatados del Océano, donde siempre sopla alguna brisa. La ciudad es atrayente y bella; su vecindario inspira interés á causa de sus variedades pintorescas, ¡pero el calor!... No debe olvidarse que Singapore está á menos de dos grados de la línea ecuatorial.
Toda su vida europea se concentra en un par de hoteles enormes. El más antiguo, ó sea el llamado Raffles, figura entre los ochenta grandes hoteles que conoce invariablemente todo el que da la vuelta al mundo. Como en él se concentran las diversiones elegantes de Singapore y cuantos pasan por la puerta del Extremo Oriente vienen á sentarse en las mesas de su comedor, los mercaderes de la ciudad han establecido puestos de venta en su piso bajo y el hotel es á modo de un pueblo en eterno movimiento.
Vendedores obesos con el rostro de color canela y ojos profundamente negros ofrecen las famosas cañas de Malaca convertidas en bastones, elefantes de ébano y marfil, aves del Paraíso traídas de las Molucas, jarrones de porcelana, telas finísimas con dibujos indostánicos. Las riquezas de la India se juntan aquí con las de la China y el Japón.
Encuentro en Singapore á dos damas que hablan nuestro idioma; dos chilenas distinguidas, la señora Eltin y su hermana, casadas con dos hombres de negocios del país. Asisto con ellas á un baile en el Hotel Raffles, que se repite tres veces por semana, y es el centro de reunión de los blancos.
Ir á pie es considerado en toda Asia como función deshonrosa. El tranvía sólo lo emplean las gentes de color. Un blanco se vería desconsiderado si montase en él, y los mismos que lo ocupan habitualmente mostra[Pg 286]rían extrañeza por tal desconocimiento de las categorías sociales. La ricsha se acepta como algo medianamente tolerable nada más. El blanco sólo empieza á contar en las colonias europeas de Asia cuando tiene automóvil. Durante el baile en el Hotel Raffles, una nube de lacayos, descalzos, con levita blanca y turbante, se agitan para hacer pasar ante la escalinata los centenares de automóviles que han ido aglomerándose en las cercanías.
Las damas visten como en Europa. El descote y los brazos desnudos les permiten soportar los trajes de etiqueta de otros climas. Los hombres van de blanco, con telas ligerísimas fabricadas en China. Todos llevan smoking, pero cortado en este género sutil. Me apresuro á usar por comodidad tal innovación en mi indumento de ceremonia.
Durante la tarde he presenciado en los jardines del Hotel Raffles la primera fiesta de juglares indostánicos, maravillosos escamoteadores que sacan pajarillos vivos de diversos lugares de sus cuerpos casi desnudos, hacen crecer plantas á la vista, y después de introducir á un colega suyo en un pequeño serón, atraviesan éste con una espada repetidas veces y luego el compañero vuelve á surgir, incólume y sonriente. Todo esto lo han hecho sin ningún aparato escénico que se preste á trampas, en pleno jardín, á las cuatro de la tarde, sobre el césped de una pradera.
Además, nos encontramos por primera vez con algo que nos acompañará por toda la India. Los encantadores de reptiles colocan sus cestos redondos de junco rojizo sobre la misma pradera, lanzan los sones plañideros de una pequeña gaita, é inmediatamente se alzan las tapas de los cestos y empiezan á remontarse varias serpientes, balanceándose al compás de la triste música.[Pg 287]
Son completamente distintas á las que se ven en África y América, de cabeza triangular y cuello delgado. Aquí es la terrible cobra, cuyo veneno mata en unos segundos, la «naja» de pescuezo hinchado, que parece llevar una gorguera y encorva cuello y cabeza, considerablemente dilatados, como si fuesen la hoja de un platanero. En mitad de sus ejercicios algunas de ellas, seducidas por la frescura del césped, se deslizan hacia un lado del extenso corro de señoras y caballeros que presencian el espectáculo. Chillidos femeninos, espectadores que abandonan los asientos y hacen unos pasos atrás; pero el encantador agarra á las fugitivas por la cola y tira de ellas, haciéndolas volver para que sigan danzando... ¡Mas tantas veces he de hablar de este espectáculo! ¡Lo encontraré con tanta frecuencia durante mi viaje por la India!...
Siento miedo al pensar en el suplicio de vestir un smoking negro para el baile de la noche. En Singapore significa algo así como enfundarse en una armadura antigua de hierro. Me aconsejan que busque á uno cualquiera de los sastres chinos que trabajan en los edificios anexos al hotel. Adopto tal indicación sin ninguna esperanza de éxito. Son las cinco de la tarde y el baile empezará á las nueve de la noche, después de la comida. ¡Qué puede hacer un sastre en tan pocas horas!...
Entro en la tienda. Una docena de chinitos sentados en el suelo cosen y cosen con pequeñas máquinas. Al mismo tiempo cantan, ríen ó conversan lanzando una serie de chillidos iguales á los de una banda de gorriones descarados.
El dueño, obeso, carilleno, jovial, acoge mi demanda con una sonrisa protectora y parpadea sus ojitos apenas abiertos. Sabe perfectamente lo que es la prisa de un europeo llegado á estos países de calor sin la indumen[Pg 288]taria conveniente. Él está aquí para remediar tales olvidos.
—¿Cuántos trajes desea?—acaba por decirme.
Me extraña su pregunta. Con uno tengo de sobra, pero debe fijarse antes de aceptar mi encargo. Lo necesito para esta misma noche, para dentro de unas horas, y reconozco que el plazo es muy corto.
—¿Le parece bien que haga cuatro?—sigue diciendo—. Lo difícil es el primero. Después, lo mismo me cuesta hacer uno que media docena. En estos países se suda mucho y nunca se tiene bastante ropa.
Lo que yo deseo saber es el tiempo que necesitará para proporcionarme un traje blanco, uno nada más, y él contesta:
—Si me da un traje suyo como modelo le haré los cuatro en una hora; si es por medida, pido dos horas.
Dejo que tome mis medidas este maestro jactancioso y jocundo. Mientras apunta los resultados dice palabras ininteligibles á su personal y toda la chinería ríe igualmente. Deben estar burlándose de mí.
Me voy un poco amoscado, seguro además de que todo lo prometido resultará mentira. Ni cuatro trajes, ni uno siquiera. De recibirlos, lo más pronto será mañana.
Vuelvo dos ó tres veces al azar de mis paseos ante la tienda del sastre. El maestro, detrás de su mostrador, corta y corta en una pieza enorme de tela blanca; los chinitos, acurrucados en el suelo, cosen y cosen, entre una algarabía de jaula revuelta. Me reconocen al pasar, ríen, me hacen señas incomprensibles. Sin duda siguen burlándose del cliente extranjero.
Transcurren dos horas. A las siete, poco antes de la comida, vuelvo lentamente hacia la tienda del chino. Reflexiono sobre la conveniencia de dar un bastonazo oportuno para suprimir este regocijo chinesco que se[Pg 289] permiten á costa de mi persona... Encuentro cerrada la puerta. Lo que yo temía. Volveré mañana, para ver si el «maestro» piensa seguir fisgándose de mí.
Al entrar en el Hotel Raffles me llama el conserje y veo á un muchacho con dos ligeros paquetes; uno de los mismos chinitos que cosía en el suelo con las piernas cruzadas. El empleado del hotel me traduce el mensaje del sastre:
—Aquí tiene los cuatro trajes. Hace media hora que está el boy esperando para entregárselos, ¡pero como no sabía el nombre de su cliente!... No se los pague al chico. Ya se los pagará usted al sastre cuando le parezca.
Y á las nueve de la noche me visto uno de los smokings blancos, sin defecto alguno, igual á todos los que usan los elegantes de Singapore.[Pg 290]
La muerte del más gordo de los «stewards».—Una mosca javanesa.—Cadáver al agua.—El río de Rangoon.—La famosa pagoda de Shway Dagon.—Todos bonzos.—La superioridad de la mujer birmana.—Sus enormes cigarros.—Los serpenteros de Rangoon y sus pupilas.—Abundancia de elefantes.—Su inteligencia y sus trabajos.—Hombres con pendientes y peinado de mujer.—La policía pega.
Seguimos el extenso callejón marítimo del estrecho de Malaca—el más largo de nuestro planeta—, y al final entramos en el mar de las Indias y su prolongación el golfo de Bengala.
Vamos á Birmania, en la ribera Este de dicho golfo, y el Franconia costea durante tres días la dilatadísima península malaya, pasando junto á los archipiélagos tendidos ante ella.
Dos días después de nuestra salida de Singapore me dicen en secreto que alguien ha muerto en el buque y á las diez de la mañana arrojarán su cadáver. Nos faltan veinticuatro horas para llegar á Rangoon, pero el desembarco en dicho puerto no es fácil. Los grandes vapores quedan anclados en el río á gran distancia de la ciudad. Además, por exigencias sanitarias, conviene desembarazarse cuanto antes de dicho cadáver.
El que murió es un criado de comedor, un steward que llamaba la atención por ser el más gordo del buque;[Pg 291] inglés rubicundo, alto y cuadrado, con un peso de 110 kilos. Al bajar en Batavia le picó una mosca, sin que en el primer momento diese importancia alguna á este incidente. En el trayecto de Java á Singapore la simple picadura se enconó como si fuese de un reptil venenoso y anoche ha muerto completamente desfigurado, con las facciones tumefactas y ennegrecidas. Esto no es extraordinario. En los países tropicales, insectos en apariencia inofensivos transmiten infecciones de muerte.
Este pobre steward es el segundo que cae en nuestro viaje. El joven americano que vino moribundo de Pekín á Shanghai ha conseguido salvarse en la enfermería del buque. Aún está convaleciente y no baja á tierra. Tal vez termine su viaje alrededor del mundo sin ver otra cosa que puertos de ciudades lejanas y extensiones desiertas de Océano, pero habrá conservado su vida. Este atleta rubicundo y alegre, que durante la última guerra sirvió en varios buques que fueron torpedeados, salvándose de la explosión mortal y de las llamas del incendio, ha caído finalmente por obra de una mosca de Java y está abajo, negro como si su cadáver fuese de carbón, putrefacto en breves horas, siendo una amenaza para la existencia de los demás, un foco de contagios exóticos é inexplicables.
No quiere el comandante que se divulgue la noticia de tal defunción. La vida ordinaria del paquebote debe continuar como todos los días. Los pocos viajeros conocedores del suceso seguimos á las gentes del buque que disimuladamente se dirigen hacia la popa por los corredores destinados al servicio.
Hay en el Franconia toda una parte que ignoran los pasajeros: galerías por donde puede correr la marinería de popa á proa, sin necesidad de atravesar los salones y escalinatas de lujo. Con estas galerías se comunican los[Pg 292] departamentos de máquinas, los depósitos de víveres, las cocinas y otras dependencias. Son como los pasadizos y escaleras de servicio que existen en los grandes hoteles.
Nos deslizamos por una puertecita generalmente inadvertida y caemos en pleno movimiento de las gentes que sirven las múltiples necesidades de este palacio flotante. Los stewards marchan todos hacia la popa rápidamente, deseosos de que no se percaten de su ausencia los señores que están arriba. Llegamos á un amplio espacio descubierto por tres de sus caras y con techo, situado sobre el timón, en la parte más saliente de la popa. Cerca están los talleres de lavado, y las mujeres que trabajan en ellos suspenden sus operaciones para unirse á la fúnebre despedida.
Muchos pasajeros han comprado pájaros en los puertos del Extremo Oriente, entregándolos á hombres de la tripulación para que los cuiden fuera del ambiente de sus camarotes, y es en este lugar donde permanecen guardados dentro de jaulas pendientes del techo. Surge de ellas un continuo trino de canarios y calandrias que la paciencia china convirtió en incansables cantores.
Se van agrupando en dicha parte del Franconia unos trescientos hombres. Todos llevan su uniforme azul de gala, con botones dorados, ropa que les hace sudar en esta mañana cálida. El capitán llega seguido del estado mayor del buque y se sitúa junto al féretro. Es un cajón de madera blanca construído horas antes. Una bandera lo cubre por entero con sus rayas de colores. Lo han depositado sobre una tabla colocada en el mismo borde de un portalón abierto en la barandilla. No hay más que hacer un movimiento de palanca, y el féretro, arrastrado por la pesadez de los hierros encerrados en él, se irá á fondo inmediatamente.[Pg 293]
Uno de los oficiales, encargado de las lecturas religiosas todos los domingos, recita las oraciones propias del acto. Varios grumetes van distribuyendo libros entre el compacto gentío: volúmenes de salmos, encuadernados en chagrín negro.
Suena una música dulce y quejumbrosa. La orquesta del buque permanece invisible en esta aglomeración de hombres que escuchan con la frente baja. Todos abren su libro y se inicia un canto religioso, un coral de numerosas estrofas, que se prolonga media hora. Ya dije que esta gente canta bien, y la melancolía de sus voces, el lamento de los violines, el féretro embanderado que cada vez se inclina más sobre el abismo, la extensión azul y dorada del mar desierto, un cielo por cuyo horizonte resbalan lentamente montañas de vedijas blancas, todo da un interés emocionante al triste episodio de nuestro viaje.
Las aves que penden del techo, enardecidas por este coro de centenares de voces se unen á él lanzando trinos ruidosos. Cantan con una energía que eriza sus plumas é hincha sus gargantas como si fuesen á desgarrarse.
De pronto un chapuzón en el mar, una pequeña columna de espuma que asciende recta como un surtidor. Obedeciendo á un leve signo del comandante, los marineros han dejado caer el féretro cuando menos lo esperábamos. Nadie se mueve; continúa el cántico. El Franconia, que había aminorado su marcha, vuelve á agitar las hélices á toda velocidad. Ya debe estar el muerto muy lejos de nosotros, pero siguen los lamentos musicales por su eterno reposo.
Cesa al fin el salmo fúnebre. Las trompetas lanzan un toque marcial indicando que la energía y el trabajo diarios para vencer al peligro van á reanudarse. Los grumetes recogen en cestos los libros de plegarias. El capitán y[Pg 294] sus oficiales saludan y se retiran. Todos van á despojarse apresuradamente de sus uniformes azules para recobrar las prendas blancas de diario. A los pocos minutos me veo solo en este lugar donde se aglomeraban tantos hombres.
Vuelven á funcionar las máquinas del taller inmediato, exhalando un olor de ropa mojada y lejía batida. Las mujeres de brazos arremangados mueven otra vez sus planchas. Y los pájaros, dentro de sus cárceles balanceantes, siguen cantando furiosamente, excitados aún por la música humana que vino á interrumpir sus conciertos solitarios.
El mar es al día siguiente de un verde amarillento; horas después se hace rojizo, y al final toma un color terroso tan denso, que nuestro buque parece deslizarse por una llanura. Hemos entrado en el Irrawady, río de Rangoon, y debemos remontarlo muchas millas hasta llegar al sitio donde fondean los trasatlánticos de importancia, no pudiendo ir más adelante. El canal navegable está marcado por dos filas de boyas y los buques trazan grandes revueltas al seguirlo.
Las riberas son amarillas y bajas, con estrechas zonas de fresco verdor. A largos trechos hay grupos de árboles que indican la existencia de casas invisibles. Pasan cerca de nosotros barcas pintadas á cuadros blancos y negros, y sus tripulantes, medio desnudos, mueven unos canaletes terminados por paletas completamente redondas. Algunas veces el grupo de árboles deja ver las techumbres de paja de un pueblo y sobre ellas una pirámide en forma de campanilla, que es el adorno central de todas las pagodas birmanas. En las ciudades esta misma pirámide se halla cubierta de oro. Aquí es blanca, con una costra de cal cuidadosamente mantenida.
Con el desplazamiento de su volumen dentro de esta[Pg 295] agua canalizada, levanta nuestro vapor grandes olas entre su casco y la orilla. Veleros de arboladura mixta, medio asiática y medio europea, que se deslizan en dirección opuesta, cabecean con violencia, cual si hiciesen frente á una tempestad. Las olas cortas y continuas no les dan tiempo para levantarse y volver á caer rítmicamente, como en el mar. Pero la marinería malaya no presta atención á tales sacudidas, que hunden el extremo de su proa, y acodándose en las bordas contempla inmóvil el paso de nuestro trasatlántico.
Anclamos en el fondeadero de Hastings, lejos de Rangoon. Sus edificios modernos y las cúpulas de oro de sus pagodas se ven algo esfumados por encima de las arboledas de los jardines. Unos vaporcitos nos llevan á la ciudad, navegando á través de numerosos paquebotes y veleros que han podido avanzar más en el río, anclando según su calado.
Al saltar á tierra nos damos cuenta de que acabamos de entrar en un mundo distinto á los que conocimos en anteriores escalas. Estamos en la India; pero una India más colorinesca y alegre que la famosa y tradicional que veremos semanas después.
Birmania es la última adquisición de los ingleses en el Oriente índico. Hace unas decenas de años nada más aún existía un reino de Birmania. Al anexionarse Inglaterra á este país, su capital, Mandalay, situada en el interior, á veinticuatro horas de ferrocarril, ha perdido su antigua importancia. Rangoon, puerto principal de todo el Este del golfo de Bengala, absorbe la vida de los países inmediatos.
No se nota aquí el cosmopolitismo de Singapore. Los habitantes son puramente birmanos. Pero la importancia religiosa de la ciudad, á causa de la célebre pagoda llamada Shway Dagon, atrae numerosos peregrinos de[Pg 296] todos los países budistas, hasta de las provincias más interiores de la China.
El budismo es una religión en decadencia. Posee aún centenares de millones de adeptos porque la China y el Japón abrazaron las doctrinas del innovador Gautama. Pero este sacro personaje, nacido en la India, después de ver aceptados sus dogmas en su propia patria quedó vencido por el brahmanismo, que se rehizo de su primera derrota, reconquistando finalmente la mayor parte del país.
Hoy sólo quedan dos centros del budismo en toda la India: Ceilán y Birmania. En Ceilán está la ciudad de Kandi con su pagoda, que guarda un diente de Buda. En Birmania los peregrinos van á Rangoon para visitar la Shway Dagon, edificada sobre tres cabellos del sacro personaje.
A pesar de que son muchísimos los peregrinos que llegan de la China, del Tibet y otros países lejanos, apenas se nota su presencia, por quedar como sumergidos en la gran masa birmana.
La muchedumbre de Rangoon agrupada en las calles es habladora, comunicativa, y siente curiosidad por todo. Ama los colores vistosos y los emplea con preferencia en sus trajes. Fanáticamente budista, considera el estado sacerdotal como el más perfecto, y procediendo lógicamente, todos los rangoneses procuran ser bonzos, aunque sólo sea durante un corto período de su juventud. Los hombres antes de casarse se agregan á cualquiera boncería, llevando una existencia semejante á la de los novicios en un convento católico. Lo que les importa es poder afeitarse la cabeza por entero, al modo sacerdotal, y llevar como vestidura una tela de varios metros arrollada al cuerpo, lo mismo que la antigua toga romana. Como este hábito tiene un tinte de azafrán[Pg 297] fuerte y vistoso, la enorme cantidad de bonzos perpetuos ó circunstanciales refuerza el aspecto multicolor de las muchedumbres.
Los hijos de familia acomodada son pequeños bonzos de exterior pulcro, con anteojos de concha los más de ellos y manto de azafrán muy amarillo, que tiene de lejos el color del oro. Los bonzos mendicantes, extremadamente delgados, ofrecen un aspecto grotesco por el abultamiento de su vientre. Cuando pasan ante una tienda desenvuelven su manto descolorido y revelan el misterio de su incomprensible obesidad sacando á luz una olla de metal en la que van recogiendo las limosnas de los devotos; su única comida.
Una particularidad del pueblo birmano, que no se repite en ningún otro de Asia, es la supremacía que gozan las mujeres sobre los hombres. Esta superioridad ha servido para que la birmana sea de inteligencia despierta, con una gracia algo maligna y gran habilidad para el manejo de los negocios.
Muchas de las tiendas de Rangoon están dirigidas por mujeres. En las calles hablan á los hombres con voz fuerte y una expresión autoritaria. La esposa marcha siempre delante, seguida del marido. Además, según me dicen, son ellas muchas veces las únicas que ganan dinero para el sostenimiento de la familia. Esto resulta extraordinario en Asia luego de haber visto la japonesa y la china, criaturas supeditadas completamente al hombre. En el resto de la India la mujer es tan esclava del marido, que hace menos de un siglo todavía se quemaba sobre la pira sepulcral de éste, por considerarse incapaz de continuar viviendo sin su apoyo. Hoy seguiría quemándose lo mismo, si lo permitieran las autoridades inglesas, pues la viudez representa para la indostánica el más horrible y absoluto de los olvidos.[Pg 298]
La mujer birmana es de ojos negros, algo oblicuos, pero más grandes y saltones que los de otras asiáticas. Como puede expresarse libremente, esto comunica á sus palabras y actitudes cierto atrevimiento incitante. Todas ellas resultan un poco cabezonas, pero tal vez sea á consecuencia de su tocado, que consiste en un gorrito redondo de terciopelo, con una gran rosa blanca de perlas que cuelga por el lado derecho, y la cabellera en bandós muy ahuecados. Además, todas son de pequeña estatura, y sus miembros algo gráciles no armonizan bien con la amplitud de su busto.
Su boca es más atractiva que las de muchas asiáticas—especialmente las javanesas—, porque no masca el betel, que hincha los labios, ennegrece los dientes y escoria las encías. En cambio, las birmanas se entregan á otro vicio que hace apestante su aliento. Todas ellas son fumadoras, terriblemente fumadoras, como no lo es ningún hombre.
Ignoran el cigarrillo y desconocen también el cigarro de forma elíptica que usan los occidentales. Lo que ellas fuman á todas horas es un cilindro de hojas de tabaco muy apretadas, igual por sus dos extremos, largo más de un palmo y con el grueso de un barrote de silla. Tan enorme es el diámetro de estos cigarros, que toda birmana, por grande que tenga la boca, debe abrir mucho las mandíbulas y poner los labios en círculo para abarcar con ellos su final, lo que da un aspecto cómico á las chupadas de la fumadora. Y como son un poco enanas, según ya he dicho, parece que vayan adheridas á sus enormes cigarros y que éstos tiren de ellas.
Unas llevan arrolladas á sus piernas piezas de seda con flores pintadas; otras usan pantalones anchos como las chinas. Su busto lo cubren con una camiseta corta que deja visible por arriba el arranque de los pechos y[Pg 299] muestra por abajo, entre las dos prendas, un reborde de la carne del talle. Su tocado consiste unas veces en el gorrito obscuro, con la rosa de falsas perlas pendiente á la derecha, y otras en un rodete de adornos blancos sobre el peinado, que huele á jazmín.
La libertad de que gozan va acompañada, según dicen, de excesos y abusos. Como vieron desde pequeñas dentro del hogar la superioridad autoritaria y algo despectiva de la madre sobre el padre, continúan menospreciando al hombre, por creerlo inferior, y lo reemplazan con demasiada frecuencia. Todas aman la música, la danza, los cantos, y la ilusión de muchas de ellas es poder ingresar en las compañías de baile y de juglares que circulan por el país.
Apenas damos unos cuantos pasos en un jardín vecino al desembarcadero, salen á nuestro encuentro las especialidades animales de la India. Oímos la estridencia de diversas gaitas surgiendo de los grupos de naturales situados en las aceras inmediatas. Los domadores de serpientes, acurrucados sobre el asfalto, hacen sonar sus plañideros instrumentos, mientras del semicírculo de cestos que tienen ante ellos van surgiendo reptiles de cuello hinchado.
Aquí los serpenteros son más numerosos que en Singapore. Los hay de todas las edades. Unos adolescentes, gritones y confianzudos, agarran la terrible cobra con sus dos manos y vienen hacia nosotros para que la contemplemos de cerca. Estos novicios deben haber heredado de sus padres la colección de reptiles que les proporciona el arroz.
Hay cobras que se agitan medio adormecidas, con el aire del que cumple maquinalmente una obligación diaria. Otras parecen furiosas, y sus dueños las tratan con visibles precauciones, rehuyendo los golpes que les[Pg 300] tiran á las manos con su boca silbante. Todos creen que estos hombres arrancan á sus reptiles los colmillos venenosos y emplean además con ellos otros procedimientos para dominarlos. Así será, pero los tales medios no deben ser perfectos, ya que todas las semanas hablan los periódicos de la muerte casi fulminante de alguno de estos encantadores á consecuencia de un mordisco de sus pupilas.
Empleamos algún tiempo en presenciar tales danzas. El calor es sofocante en las calles; las moscas pululan sobre las aceras, se suben por la piel rugosa de las serpientes, picoteando sus escamas verdes, blancas y rojizas, se pasean por la gorguera inflamada de su cuello hinchado y luego vienen hacia nosotros. ¡No!... ¡Vámonos!
En el centro del jardín suenan gritos de regocijo y acude corriendo la gente. Vemos sobre las cabezas de la muchedumbre el lomo gris y redondo, el cráneo prehistórico, con rudas oquedades y aristas, de varios elefantes.
Rangoon es la ciudad de los elefantes, y para nuestra diversión han sido enviados al jardín los más célebres por su inteligencia.
Horas después, al visitar los alrededores, vemos los grandes depósitos de madera, principal industria de la población. Es madera pesadísima, troncos cortados en el interior de Birmania que tienen la dureza del hierro. Los elefantes se encargan de acarrear estas piezas y colocarlas en ordenados montones. No podrían realizar los hombres dicho trabajo con la rapidez y la facilidad que lo ejecutan ellos. Todos llevan una especie de cincha de la que pende una cadena rematada por un gancho. Así toman los enormes maderos de la orilla del río y los arrastran hasta el aserradero. Cuando de[Pg 301]ben colocarlos en pilas los levantan con su trompa, y realizan tal labor sin vacilación alguna.
Se ha exagerado algo la inteligencia de este animal al querer igualarla con la del hombre. Sin embargo la creo muy superior á la del resto de los animales. Es un poco tarda, un poco espesa en su curso, pero se desenvuelve indudablemente siguiendo un encadenamiento de raciocinios lógicos.
Las dos parejas de elefantes que salen á nuestro encuentro en el jardín del desembarcadero son cuatro celebridades, que muestran una superioridad de artista sobre los cientos de camaradas empleados en los depósitos de maderas. Cada uno de ellos sostiene sobre su lomo á un indio que le habla cariñosamente y lleva las manos libres, sin emplear el bastón de que se valen otros conductores para hacerse entender.
Han arrojado una pelota de fútbol en medio de la pradera, y los elefantes se mueven con una ligereza extraordinaria, dada la pesadez de su especie, enviándose aquélla con la trompa y recogiéndola igualmente antes de que toque el césped. Las evoluciones de este juego nos hacen ir de un lado á otro, deseosos de no perder detalle y evitando al mismo tiempo que nos pille un pie cualquiera de estas patas redondas como torres que dejan profundas huellas en la hierba.
Unos trabajadores de la ciudad traen pesados maderos, y estos animales los manejan con su trompa á la voz de mando de sus conductores. Dos de ellos agarran un largo tronco por sus extremos para subirlo y bajarlo acompasadamente. Otros trabajan solos y un madero de varios quintales lo hacen girar con la ligereza de un bastoncillo.
Llama mi atención la muchedumbre que se ha ido aglomerando en torno á la pradera. Los naturales de[Pg 302] Rangoon, siempre ociosos y callejeros, sienten excitada su curiosidad por esta fiesta extraordinaria.
Las mujeres no muestran interés por los elefantes y siguen su camino, dando chupadas al enorme cigarro. Los hombres miran tales juegos con un entusiasmo infantil.
Casi todos estos varones son de gran belleza física. Aquí empieza á verse el hombre blanco, perfectamente blanco, que existe en la India entera, mezclado con otros indostánicos cobrizos y casi negros. Representa el tipo ario ideal, que tal vez sólo existió en la imaginación de algunos autores.
Vestidos con una especie de sábana blanca arrollada lo mismo que una toga, recuerdan las figuras escultóricas de la antigüedad helénica. Todos llevan pendientes, pero con una abundancia que no deja sin aprovechamiento ninguna de las prominencias de su rostro. Empiezan por colgarse dos de cada oreja: uno en el lóbulo y otro en lo alto del pabellón auricular. Después de colocados estos cuatro adornos todavía sitúan en su cara un quinto pendiente, colgándolo de una aleta de sus narices ó de un agujero que perfora su tabique central. Además, estos hombres, blancos y hermosos, que no tienen ningún aspecto femenino, y cuyo perfil aguileño recuerda el de muchos héroes, llevan la cabellera larga y enroscada en forma de rodete sobre la cúspide de su cráneo.
El ansia de ver mejor les hace avanzar, estrechando su círculo, quitando terreno al escenario de la fiesta, y lo que es más grave, mezclándose, no obstante su inferioridad de raza, con todos nosotros. Presiento que esto va á acabar mal.
La autoridad anglo-india no puede tolerar un olvido tan insolente de la diferencia de castas. Acompañando á[Pg 303] nuestros grupos se mueven dentro del jardín varios policías indostánicos, barbudos y con turbante. Igualmente vienen con nosotros desde que desembarcamos, ciertos individuos de casco blanco y vestimenta civil, que tienen la tez sucia del mestizo y su aire vanidoso. Como bastón llevan un vergajo. Son de la policía secreta.
De pronto se dan cuenta de este avance del público indígena y marchan contra él dando gritos de cólera. Empujan á los grupos, y á pesar de que retroceden obedientes, levantan sus vergajos para acelerar la retirada general, repartiendo golpes á mansalva.
Los hombres más hermosos y esbeltos de la tierra huyen murmurando protestas, cual si fuesen niños. Sus vestiduras blancas aletean ridículamente con la precipitación del miedo. Un poco más allá vuelven á detenerse con pueril indecisión, temiendo los garrotazos de sus compatriotas al servicio de los ingleses, pero sin querer privarse de presenciar los juegos de los elefantes.
Siento indignación ante tal atropello. Indios que pegan á los indios... ¡miserables!
Luego pienso en Europa, donde la policía blanca golpea igualmente á los blancos.[Pg 304]
El aspecto de Rangoon.—Los Lagos Reales y sus peces sagrados.—Europeos de Rangoon que no han visitado nunca la pagoda de los tres cabellos de Buda.—Miedo á las muchedumbres de peregrinos.—El orgullo británico y los pies desnudos.—Un entierro de fanáticos de Madrás.—El templo más antiguo del mundo.—La interminable escalera, su mercadillo y su basura.—La montaña de oro, centro de la meseta sagrada.—Pagodas, pagodones y pagodines.—Gran variedad de imágenes de Buda.—Mi amigo el joven bonzo.—Cosas horripilantes y curiosas que me enseña.
Las calles de Rangoon ofrecen una novedad para el viajero que llega del Extremo Oriente. No se ve en ellas ninguna ricsha. Después de Singapore el hombre ya no sirve de bestia de tiro á sus semejantes.
Abundan los animales en la India, y el caballo ó el buey resultan más baratos para la tracción que el brazo humano. El indostánico es de musculatura débil, y se necesitan varios de ellos para hacer el mismo trabajo que realiza fácilmente un chino ó un japonés. Como los rangoneses son budistas, no existen aquí animales sagrados, y el buey tira de los carromatos y hasta va enganchado en parejas á una especie de tílburi ligero que usan las familias del país y tiene como toldo una sombrilla de cartón pintado.
Empiezan á encontrarse carruajes de alquiler arras[Pg 305]trados por caballos, lo mismo que en Europa; pero estos vehículos tienen un aspecto indostánico. Son una especie de landós cerrados, y su madera guarda el color natural bajo una capa de barniz. El cochero, sentado en un pescante muy alto, lleva grandes barbas y usa el mismo gorro que los policías sikis. Los haces de hierba para el pienso de sus dos bestias los guarda previsoramente amontonados en el techo del carruaje. También hay automóviles de alquiler, y estos vehículos los emplean con preferencia los viajeros que no quieren encerrarse en coches birmaneses, cuyos caballos marchan con soñolienta lentitud.
Visitamos la parte moderna de la ciudad, los barrios construídos por la dominación británica, vaga copia de la metrópoli tal como puede recordarse á una distancia de miles de leguas.
En las grandes plazas jardineadas hay estatuas de la Reina Victoria y Eduardo VII. También vemos un monumento en conmemoración del jubileo de dicha soberana, primera emperatriz de las Indias. Pasamos ante diversos palacios, que son del gobernador, de los secretarios de Estado, del Tribunal Supremo, todos con fachadas de piedra negruzca é idéntica arquitectura que si se reflejasen en las aguas del Támesis. Existen dos catedrales, una protestante, otra católica, y la gran mezquita, elevadas en los últimos años.
Dentro de las modernas avenidas, que tienen de cincuenta á cien metros de anchura, como recuerdo de la antigua ciudad birmana, cuyos edificios desaparecieron en gran parte, surgen á trechos algunas pagodas rodeadas de un círculo de pagodines, elevando sobre los otros edificios el remate de su cúpula de oro en forma de campanilla.
Fuera de la ciudad corremos por caminos polvorien[Pg 306]tos hacia un gran parque formado sobre los antiguos jardines de los reyes de Birmania. Como recuerdo de dicha época, que parece remotísima y está separada de nosotros por menos de medio siglo, quedan dos lagos, que la gente llama aún Lagos Reales. Uno de ellos tiene una isla con un sauce, un kiosko y un puente, semejante á la del «Jardín del Mandarín» de Shanghai. En sus aguas nadan unos animalejos negros y monstruosos que parecen grandes sanguijuelas con aletas. Son los peces sagrados del antiguo reino de Birmania, y en dicha época si alguien osaba pescarlos corría el riesgo de que le cortasen la cabeza. Ahora, el guardián indígena, que echa al agua unas semillas redondas para atraer sus interminables enjambres, nos enseña un bocal vacío y nos propone en voz baja vendernos como recuerdo algunos de dichos gusarapos.
Un deseo obsesionante nos acompaña, y deseamos terminar la visita de los jardines para realizarlo cuanto antes. Queremos ver la célebre pagoda de Shway Dagon.
Algunos europeos residentes en Rangoon muestran extrañeza al enterarse de nuestro deseo. Los hay que llevan seis años viviendo en la capital de Birmania y nunca se les ocurrió visitar esta pagoda, cuya cúpula luminosa ven todos los días lejos de la ciudad, por encima de arboledas y tejados, brillando como una montaña de oro. Sienten repugnancia al pensar en las peregrinaciones miserables que llegan á este templo del misterioso centro de Asia. Conocen por relatos de visitantes las suciedades contagiosas de tales muchedumbres. Además repugna á su orgullo de raza tener que aceptar ciertos preliminares molestos que exigen los bonzos para permitir la entrada en su recinto.
Hablo con oficiales ingleses de la guarnición de Rangoon, y ninguno de ellos ha estado en dicha pagoda.[Pg 307] Otros compatriotas suyos, comerciantes ó funcionarios civiles, se han abstenido igualmente de tal visita. Tendrían que entrar descalzos en el templo, pero con los pies completamente desnudos, pues los bonzos ignoran la invención europea de los calcetines, y no quieren proporcionarles el gusto de poder infligir á sus dominadores tal humillación.
Me hablan de tisis, lepra, peste bubónica y otras enfermedades de las multitudes devotas que visitan la famosa pagoda y á veces se quedan en ella por muchos días. Sólo algún viajero de gustos raros, algún artista de los que buscan á todo trance espectáculos pintorescos, puede pasar por las humillaciones y contagios que supone tal visita.
Voy á la pagoda Shway Dagon. Juzgo imperdonable haber venido á un país tan alejado de la corriente general de viajeros, como es Birmania, haber visto de lejos el cono luminoso de este templo célebre en lo alto de una colina, y no subir á dicha plataforma, donde se agrupan innumerables santuarios de caprichosa suntuosidad.
Al dirigirnos hacia el templo, otra vez por caminos abundantes en polvo, nos cierra el paso un cortejo. Vemos hombres desnudos y completamente blancos que saltan ante nuestro automóvil con los brazos abiertos para indicar al chófer indostánico que debe hacer alto. Acostumbrados á la vista de hombres amarillos, cobrizos ó achocolatados, nos causa extrañeza la desnudez de estos blancos, iguales á nosotros, que sólo llevan un andrajo entre las piernas.
Tienen en sus ojos un brillo inquietante. Sobre sus frentes se levanta una cabellera que, anudada en el cogote, cae por la espalda como un manojo de crines. Detrás de ellos suena el estrépito inarmónico de varios bombos y címbalos. Otros hombres, igualmente blancos y[Pg 308] desnudos, danzan al son de esta música una especie de baile pírrico. Extienden al mismo tiempo un brazo y una pierna ó los encogen, quedando en actitudes semejantes á las que aparecen en los antiguos vasos griegos. Todos tienen en sus ojos una luz malsana, como si se hallasen bajo la influencia de drogas perturbadoras.
Dejamos pasar esta vanguardia de locos, y á continuación se desliza junto á nuestro automóvil una carroza fúnebre, blanca y encristalada. En el interior de su urna va el muerto, completamente visible, desnudo y tendido sobre un lecho de hojas. Racimos de plátanos y haces de flores adornan los cuatro lados del vehículo. Nuestro chófer nos explica que es un entierro al estilo de Madrás, y todos estos diablos blancos que acompañan al camarada difunto con su danza guerrera pertenecen á la misma cofradía religiosa.
Se va alejando la música estridente y seguimos nuestro camino. La entrada de la Shway Dagon se puede adivinar mucho antes de verla, por los grupos de naturales que, viniendo de distintos puntos, se juntan para seguir una misma dirección. En esta muchedumbre pintoresca las manchas azafranadas de los bonzos son cada vez más numerosas.
Ocupa la célebre pagoda toda una colina, y su entrada empieza al pie de esta eminencia, viéndose obligados los visitantes á subir una escalera de ciento veinte peldaños para llegar á la plataforma donde se halla el verdadero templo. Lo más molesto es tener que descalzarse al principio de dicha escalinata y ascender por ella con los pies completamente desnudos.
Unas familias inglesas miran con asombro nuestros preparativos desde lo alto de sus automóviles. Han venido hasta aquí para ver de lejos una parte de la escalinata cubierta y la muchedumbre indígena que sube por[Pg 309] ella. Solamente para satisfacer esta curiosidad traen todos ellos medio rostro tapado con velos que sin duda fueron sumergidos previamente en diversos líquidos antisépticos.
Confieso que la humanidad amarilla, blanca y cobriza que se roza con nosotros no exhala perfumes agradables para un olfato europeo. Huele á sándalo falsificado del que se quema en las pagodas, á sudor frío, á fiebre. Pero ya es tarde para arrepentirse. ¡Arriba! Vamos á conocer la ciudad religiosa que se ha ido amontonando en el transcurso de veintidós siglos en torno á un cono gigantesco de mampostería construído sobre una reliquia. Este templo es el más antiguo del mundo. Ninguna religión de las que existen actualmente puede presentar otro que haya abierto sus puertas por primera vez á los fieles hace dos mil cuatrocientos años.
Conozco su historia. Al morir Buda, dos discípulos suyos que eran birmanos cortaron tres cabellos de la cabeza del santo maestro y los trajeron á Rangoon, su patria, que existía entonces con distinto nombre al pie de esta colina. Metidos en un relicario de oro, los enterraron bajo los cimientos del cono central de la pagoda, que asciende á una altura de ciento diez metros.
Este cono, que unos comparan por su forma á una campanilla y otros á un quitasol asiático de boca estrecha y remate puntiagudo, tiene ocultos sus ladrillos bajo una capa de hojas de oro. Su punta está enriquecida con cuatro mil seiscientas piedras preciosas incrustadas en ella: diamantes, rubíes, esmeraldas. Ningún humano puede verlas. Sólo las conocen las aves de vuelo alto y los espíritus celestes. Pero los devotos saben que existen, y esto les basta. El tributo al cielo no puede ser más discreto y limpio de vanidosas ostentaciones.
Forma el pináculo de este macizo siete círculos an[Pg 310]tes de llegar á su extremo final, y penden de ellos cien campanillas de oro y mil cuatrocientas de plata. También representan un homenaje desinteresado á la divinidad, pues nadie puede verlas de cerca. Mas cuando sopla la brisa todas las campanillas se estremecen á la vez y desciende hasta los fieles una música argentina y vagorosa que les hace pensar en el canto de los tomines, ángeles del cielo budista.
Me siento en el primer peldaño de la escalinata del templo, y con ayuda de un jovenzuelo rangonés que se ha diputado á sí mismo como mi guía y traductor gesticulante, me quito los zapatos, luego los calcetines, y quedo sin más que mi traje blanco, un casco de corcho del mismo color y un bastoncito que me sirve de apoyo.
Los hombres civilizados cultivamos la finura y limpieza de nuestros pies lo mismo que la de nuestras manos, y esto sirve para que nos consideremos disminuídos y humillados por repentina debilidad al perder los zapatos. Representa á veces cierto placer marchar descalzos por una playa ó una habitación; pero sentimos acobardamiento al colocar nuestras finas plantas sobre una tierra pedregosa que sólo puede ser hollada con pies duros y primitivos, férreamente calzados por recias callosidades.
Empiezo á subir la escalinata con paso vacilante de ebrio. Noto desde los primeros peldaños que este monumento religioso, como todos los de Asia, es una mezcla confusa de antigüedad venerable y fragilidad moderna. Hace más de dos mil años, en tiempos de Mario y de Julio César, ya subían por esta escalera gentes devotas como las que se codean ahora conmigo y tal vez curiosos escépticos iguales á mí. Pero las construcciones asiáticas sólo tienen una parte sólida, que dura largos siglos,[Pg 311] y todo el resto se compone de materias frágiles y formas graciosas, que es preciso renovar cada veinte años.
La escalinata, toda en línea directa, tiene, por suerte, varios rellanos intermedios. De ser en escalones continuos, daría vértigos. Estos peldaños aparecen desiguales y de materias diversas. Los hay de mármol que aún guardan borrosos relieves de una escultura milenaria; otros más recientes son de ladrillos, de asfalto ó de simple tierra apisonada, al azar de las recomposiciones. Algunos, suaves y dúctiles, se dejan dominar por el pie sin imponer fatiga alguna; los más se resisten á ser montados, como las cabalgaduras bravas, y hay que elevar mucho la rodilla para dominar su lomo.
Una techumbre de madera con pinturas religiosas cubre esta escalinata y á los dos lados de su graderío se van elevando los puestos de un mercado. Los rangoneses venden en él figurillas sagradas, juguetes grotescos, cuadros de vidrio representando escenas de la vida de Buda, telas bordadas con la imagen del hombre-dios é innumerables objetos de metal, martilleado y repujado con la habilidad de los broncistas indostánicos.
Muchos de estos pequeños comercios están dirigidos por mujeres. Todas fuman tagarninas enormes, añadiendo el perfume acre de sus chorros de humo al hedor asiático de la muchedumbre devota. Miran á los raros blancos que se detienen ante sus puestos con unos ojos saltones, cuyas pupilas negras tienen cierta expresión incitante y burlona á la vez. Algunas están medio tendidas detrás de su mostrador en un diván rústico. Veo á dos de ellas acostadas en una verdadera cama, en medio de su tiendecita de cuadros religiosos. Se han pasado mutuamente un brazo por detrás de la cabeza, y enlazadas así miran á lo alto. De vez en cuando cruzan ojeadas afectuosas y se ofrecen el cigarrote desmesurado y único[Pg 312] que sirve para las dos. Se adivina que no las preocupa la prosperidad de su comercio, y el comprador que ose interrumpirlas con sus demandas recibirá malas respuestas.
Subo con lentitud los ciento veinte escalones, haciendo alto en los rellanos para realizar algunas compras, que entrego á mi acompañante, y porque así lo exigen mis pies. En estos peldaños hay piedrecitas sueltas, granos de metal caídos de los objetos que adquieren los devotos, pedazos de vidrio y numerosas expectoraciones de los mascadores de betel. Por todas partes veo salivazos rojos como de sangre, y necesito marchar en zigzag para no poner sobre ellos mis pies desnudos.
Salgo finalmente á cielo descubierto. Estoy en la meseta de la pagoda, toda ella enlosada de mármol, lo que me permite caminar con más seguridad. Continúan aquí las mismas suciedades de la escalera, pero hay espacio más amplio para evitarlas.
El orden arquitectónico de la plataforma sagrada es muy sencillo. En el centro está el santuario mayor, el cono macizo que guarda en sus cimientos la divina reliquia, y en torno á él toda una ciudad de pagodas secundarias, pagodones y pagodines, estatuas y columnatas.
La plataforma tiene medio kilómetro de circuito, y sin embargo cada día resulta más estrecho el terreno reservado á la circulación de los devotos. Nuevos santuarios hechos á expensas de los ricos de Birmania ó por donativos de extranjeros invaden la santa meseta. No se guarda ningún orden en las construcciones y éstas son derribadas con frecuencia para darlas nueva forma. En el transcurso de unos cuantos años cambia el aspecto de la Shway Dagon. Lo único inmutable es el cono esplendoroso que ocupa su centro. En las vertientes de la colina hay varios elefantes policromos, de doble tamaño natural, con una torre dorada sobre el lomo que es una capilla.[Pg 313]
Al ver una pequeña puerta en el sanctum sanctorum central, intento entrar por ella creyendo que el enorme cono es hueco, á pesar de lo que he leído, y guarda en su interior un templo misterioso. Pero retrocedo al convencerme de que la tal puerta no es más que un angosto pasadizo que lo atraviesa rectamente para que los servidores del templo no tengan que rodear toda su base.
Mis dos acólitos ríen de mi error. Ahora son dos, por haberse unido á nosotros un muchacho de familia acomodada, á juzgar por su vestimenta. Está cumpliendo su noviciado de bonzo temporal, y lleva un magnífico manto color de oro, la cabeza redonda pulcramente afeitada y anteojos de concha.
Revela con su habilidad para expresarse una educación superior á la de los otros bonzos. Muestra con cierto orgullo la altura de este monumento, cuyo esplendor puede verse á una distancia de muchas leguas, y me explica luego, con palabras inglesas sueltas y abundantes gesticulaciones, que cada quince ó veinte años es recubierto de láminas de oro para que guarde su magnificencia, lo que significa un trabajo enorme. Además, su parte inferior recibe todos los días, á la altura de las manos de los visitantes, un sinnúmero de pequeños papeles de oro. Son presentes de míseros peregrinos, que algunas veces se quedan varios días sin comer luego de haber pegado en el muro su piadosa ofrenda.
Puede afirmarse que en toda Asia no existe actualmente un templo que goce la «universalidad» de la Shway Dagon. Cuantos pueblos adoran las doctrinas de Buda han elevado un santuario en esta meseta. Los hay de muchas provincias de la China, del Tibet, de las posesiones francesas de la Indo-China, hasta de las tierras limítrofes con la Siberia y del Japón. Todas estas capillas tienen columnas en sus fachadas y remates de te[Pg 314]chos superpuestos que ascienden en disminución, finalizando con una punta rutilante igual á la del céntrico macizo. Sus paredes son de menuda labor, con ese tallado minucioso de los asiáticos, en el que varias generaciones consumen su vida. La madera ó la piedra tienen sus primorosos calados cubiertos de laca y oro.
Se extiende el oro por los santuarios, y los reflejos pálidos y discretos de su materia tallada parecen un homenaje de humildad ante el oro cegador y estrepitoso del cono central. Hay templos cuyo dorado empieza á desconcharse con la viruela blanca de los siglos. Otros de construcción reciente ofrecen el color gris de la albañilería, en espera de generosos devotos que paguen los adornos que deben cubrirlos. Veo santuarios completamente azules. Tienen sobre sus láminas de laca celeste flores y hojas nacaradas que forman enrejados blancos con reflejos de perla. Y todos estos templos, apoyados unos en otros para disputarse un terreno cada vez más escaso, ofrecen el mismo aspecto de amontonamiento que los panteones de las necrópolis occidentales.
En los espacios libres de pagodas secundarias vemos árboles dorados con frutos de cristal, urnas en forma de flechas, columnas sueltas de mosaico, imágenes de Nats, divinidades primitivas de los birmanos con las que ha transigido el budismo para no molestar los sentimientos del pueblo, «perros celestiales» semejantes á los leones de melenas puntiagudas que adornan las pagodas de Kioto y de Pekín, estatuas de elefantes con un templo sobre sus lomos.
Un estrépito de feria se esparce por la sagrada meseta. Los instrumentos rituales del budismo son la campana y el tambor, y cada pagoda hace sonar los suyos como los barracones de espectáculos cuando se disputan la atención del público. Bonzos de diversas razas golpean[Pg 315] á puño cerrado los sagrados timbales ó dan con un mazo á las campanas. Niños y mujeres se aproximan á nosotros para vendernos ristras de flores rojas y amarillas, que parecen arrancadas de una tumba. Tales guirnaldas son para ofrecerlas al hombre-dios que reina en este lugar.
Aletean los cuervos lanzando sus graznidos sobre los techos que les sirven de refugio. Junto á estos eternos figurantes de todo cielo de Asia vemos aletear bandas de palomas blancas. También están alojadas en el templo, y entre dos especies volátiles tan antagónicas parece existir una paz absoluta. Perros con grandes peladuras en sus lomos y el hocico babeante, como si llorasen su propia miseria, corretean entre las pantorrillas del gentío buscando algo que devorar. La mayor parte de los fieles son mendigos devotos, que llegaron hasta aquí pidiendo limosna, y continúan su industria dentro de la pagoda. Algunos tienen lepra. Otros muestran al remover su manto llagas, sangrantes como heridas, en el pecho ó bajo los brazos.
Dentro de algunos de los santuarios hay bonzos de rostro achinado y capa parda, que acompañan su oración con movimientos rigurosamente mecánicos, siempre iguales y sin término. Se inclinan hasta tocar el suelo con sus manos y su cabeza, se yerguen poco á poco, repiten la misma inclinación violenta y vuelven á empezar. Así continúan hasta que el cansancio los vence y ruedan por el suelo insensibles como cadáveres.
Allí donde da el sol quema el mármol las plantas de los pies y nos obliga á marchar rápidamente. En el interior de las capillas el pavimento tiene una frialdad de tumba, de lugar cerrado hace siglos que no conoció nunca la tibieza del calor celeste, y nos hace estornudar á los que no estamos acostumbrados á ir descalzos.
Asombra la gran cantidad de Budas que pueblan[Pg 316] estas pagodas. Los hay de mármol, de oro, de alabastro, enormes como gigantes ó de simple talla humana; derechos, en cuclillas y tendidos. Unos son dulces, humanos, de expresión inteligente; tienen un rostro casi europeo. Otros se muestran feroces, malignos, verdaderamente asiáticos, con unos ojitos oblicuos, de párpados estirados y casi juntos, que parecen hostiles á todo el que no mire del mismo modo que ellos.
Cada pueblo budista ha formado á su propia imagen la figura del hombre-dios y le rinde culto con ceremonias litúrgicas diferentes. En todos los santuarios se ven flores, luces y varillas humeantes de sándalo. Fuera de él hay salivazos rojos sobre el suelo y una mezcla en el ambiente de malos olores naturales, de perfumes pegajosos, de flores marchitas. Por encima de esta variedad contradictoria, ruidosa, y vibrante de contagios microbianos, continúa brillando el cono central como una hoguera inmóvil de oro sobre los tres cabellos de Buda recogidos por sus discípulos.
Mi nuevo amigo el bonzo tiene empeño en hacerme conocer todo lo interesante de la Shway Dagon. No sería esta célebre pagoda un lugar verdaderamente santo si le faltase la virtud de curar enfermedades y realizar otros prodigios de los que trastornan el ritmo de la Naturaleza.
El dolor humano necesita consoladoras ilusiones bajo todos los cielos de nuestro planeta, sin distinción de castas ni dogmas. Las pobres gentes que llegan hasta aquí, después de marchar en caravana meses y tal vez años, esperan el milagro, y su esperanza inspira respeto. Deseo en este momento que el santo Buda pueda complacer á todos los dolientes que le imploran, pobre rebaño humano roído por las enfermedades y las miserias asiáticas.[Pg 317]
Nos detenemos ante un santuario que tiene junto á su puerta unos cuantos hombres desnudos tendidos en el suelo. Todos ofrecen un aspecto horrible. Los hay que son á modo de imágenes del hambre: esqueletos limpios de músculos cubiertos simplemente por su epidermis, con los ojos perdidos en la profundidad de unas órbitas como pozos y las mandíbulas desencajadas. Otros están muertos y tienen el abdomen desgarrado. Un cuervo les picotea las entrañas.
Solamente cuando el joven bonzo, ganoso de que admire su templo, me aproxima á tales horrores, veo que son esculturas policromas, pero con un realismo tan minucioso y exacto que resulta fácil el engaño. Ocurre aquí en pleno sol lo que en ciertos museos de figuras de cera con el auxilio de los juegos de luces. No se sabe ciertamente quién es moribundo de madera pintada ó moribundo de carne y hueso. Según parece, estas imágenes sirven para hacer ver á los pecadores cómo vivirán después de la muerte si perseveran en sus vicios.
Un poco más allá hay tendidos varios pordioseros, igualmente desnudos, igualmente esqueléticos por su flacura. Los horripilantes monigotes brillan á causa de su barniz; los peregrinos casi agonizantes tienen un charolado igual por el sudor con que barniza el sol sus cuerpos escuálidos, como si extrajese de ellos los últimos jugos. Algunos son ciegos y un enjambre de moscas voltea en torno á sus órbitas vacías. Todos tienen al lado media corteza de coco que les sirve de plato para recibir las limosnas. No se mueven, no se dan cuenta de lo que cae en sus rústicos cuencos. Para ellos la limosna tal vez llega tarde.
Me hace entrar mi compañero azafranado en la más milagrosa de las pagodas. No quiere privarme de ninguna de las maravillas de esta colina santa. Avanzamos[Pg 318] por el interior de un templo menos iluminado que los otros, y á los pocos momentos deseo salir de él cuanto antes. Encuentro tendidos en colchonetas ó simples mantas á varios hombres flacos, de tez pálida, y una transparencia malsana en las orejas y la nariz. Su tos cavernosa hace innecesarias las explicaciones. Son tísicos que vinieron hasta aquí atraídos por la esperanza. Los bonzos de la pagoda afirman haber presenciado muchas curaciones inauditas.
Sigo avanzando hasta el fondo, interesado por un grupo misterioso. Lo componen varias mujeres que rodean á otra tendida en un lecho, blanca é inmóvil, como si estuviese desmayada. Veo trapos ensangrentados. Un olor de maternidad se une á la respiración de los tísicos. Suena un vagido infantil, gangueante y tenaz.
Mi boncito sonríe y balbucea explicaciones... Entendido. Es una gloria nacer en el famoso templo, y hay madres que vienen de muy lejos para que sus hijos reciban tal santificación al entrar en la vida.[Pg 319]
Un brazo del Ganges.—La yungla y sus gentes.—El camino de Calcuta.—Cañonazos de sus defensores.—Abandonamos el «Franconia».—Invasión alada.—La marina fluvial de los indostánicos.—El maquinismo inglés en las riberas del Ganges.—El yute.—Fabricación de sacos para toda la tierra.—Los homenajes al río sagrado.—Caimanes y flores.
Llevamos dos días navegando á través del golfo de Bengala, desde la desembocadura del Irrawaddy, caudaloso río de Rangoon, á las bocas del Ganges y el Brahmaputra.
En la madrugada del tercer día despierto con la alarma que produce la inmovilidad, cuando se ha conciliado el sueño en pleno movimiento. El Franconia ha cesado de marchar y en la calma de la noche suenan gritos. Miro por un ventano de mi camarote y veo las luces de dos vaporcitos deslizándose sobre un mar completamente horizontal y tranquilo como las extensiones de agua dulce. Debemos estar cerca de las bocas del Ganges, y estos vaporcitos pertenecen sin duda á los prácticos encargados de dirigir el rumbo de los buques á través de unas tierras fangosas, por canales cuya profundidad cambia con frecuencia.
No puedo dormir el resto de la noche. El vapor ha reanudado su marcha lentamente, y sólo pienso en la[Pg 320] masa acuática que va pasando debajo de nuestros pies. ¡El Ganges!... ¡Estamos en el Ganges! Las aguas que cortamos proceden en su mayor parte del río sagrado.
Apenas amanece subo á la cubierta, ansioso de contemplar las primeras tierras de la India. Sólo veo un mar amarillo. Las verdaderas bocas del Ganges quedan á nuestra derecha y cubren el golfo de Bengala, en una extensión de muchas leguas, con su aporte líquido, dulce y terroso. Nosotros vamos á penetrar por el río Hooghly, en cuyas riberas está la ciudad de Calcuta.
Este curso fluvial que hasta tiene nombre propio no es más que un brazo del Ganges desprendido de él á cierta distancia del golfo de Bengala para desarrollarse por su propia cuenta. Los indostánicos que viven en sus orillas le tributan sin embargo los mismos honores que al río padre, venerado como un dios, cuando se desliza ante los templos y palacios de la santa ciudad de Benarés.
Dos orillas bajas van surgiendo del horizonte rojizo, con anchos intervalos de agua libre. Son las islas avanzadas de la desembocadura de este retoño gangético. Vamos á navegar todo el día por él: primeramente sobre el Franconia, luego en un vapor más pequeño, á través de los aluviones del vasto estuario cubiertos de eterna vegetación.
Al deslizarnos entre las primeras islas vemos en sus orillas chozas de techo cónico, bosquecillos de cocoteros y palmeras. No está bien determinado el límite entre la tierra y el agua. Hay espacios que nos parecen sólidos y firmes á causa del verdor de sus plantas, y de pronto los vemos atravesados por una piragua que se abre paso entre aquéllas. Otros los creemos de gran profundidad acuática y son prados medio líquidos, en los que rumian los bueyes, hundidos hasta el vientre. Hombres de[Pg 321] color de chocolate, con turbante blanco y un andrajo lumbar del mismo color por toda vestimenta, cuidan estos rebaños ó trepan por los gráciles troncos de los árboles que les proporcionan su alimento.
Avanzan las tierras unas hacia otras, como si se buscasen, y navegamos por un canal que parece de barro líquido, siguiendo dos líneas de boyas indicadoras de nuestro rumbo.
Ya estamos dentro del Hooghly. Sus riberas tienen en primer término campos de plátanos, cuyas hojas son de un verde charolado y amarillento. Es la única tierra que trabajan sus habitantes. Más allá de la estrecha faja cultivada se extiende la yungla famosa, la jungle, tantas veces descrita por los autores ingleses, llanura interminable cubierta de una vegetación relativamente baja, de la que surgen á largos trechos grupos naturales de cocoteros y palmeras. Vuelan á la vez muchas gaviotas y muchos cuervos, sin que se note entre ellos ningún intento agresivo, pues se comparten amigablemente el dominio de la atmósfera. Del misterioso verdor de la yungla vemos elevarse nubes volantes, triangulares y negras. Los pájaros aletean en tribu, trasladándose de una parte á otra de la interminable selva, asustados tal vez por las bestias carnívoras que cazan en sus espesuras.
Un estrépito seco y ensordecedor corta el aire. Son tiros de cañón. Luego nos enteramos de que numerosas baterías de campaña guarnecen la bahía del Diamante, donde nosotros vamos á anclar, defendiendo la entrada de esta vía fluvial que es el camino más directo de Calcuta. Ahora lo vemos solitario, con orillas de río salvaje. Avanzamos contra su corriente lo mismo que un buque explorador, pero sabemos que por aquí pasan cuantas naves de comercio y de guerra desean llegar á la ciudad más importante del Imperio de las Indias.[Pg 322]
Vemos en la orilla izquierda todo un regimiento de artillería ejercitándose en el tiro. Tiene para campo de experiencias la soledad de la yungla. Sus cañones repiten los disparos con la rapidez de las armas modernas. Es un estrépito que enardece y entusiasma, lo mismo que una música belicosa, cuando se le oye á espaldas de las piezas. Escuchándolo de frente gusta menos.
Examinamos con anteojos marítimos el uniforme de campaña que usan los ingleses en la India. Parecen niños. Llevan borceguíes y gruesas medias atadas debajo de las rodillas. Éstas quedan completamente al descubierto, pues el pantalón no es más que un simple calzoncillo hasta la mitad del muslo. Su camisa carece de mangas y de cuello. Un casco es lo único de carácter militar que usan estos guerreros, obligados á vivir en plena yungla bajo el asfixiante calor de las horas meridianas.
Cerca de nuestro anclaje empezamos á encontrar la navegación indostánica del río: largas piraguas con bogadores obscuros y sudorosos, que sueltan sus remos terminados por una paleta redonda y quedan inmóviles contemplando nuestro buque. El agua es tan densa, que las pequeñas rompientes de su oleaje en las orillas parecen ribazos de tierra carmesí.
Se ensancha de pronto la corriente, formando un vasto circo acuático. El redondel de la vegetación aparece cortado en varios lugares por manchas rojas y blancas de edificios. Son los pabellones de las tropas de artillería y algunas viviendas de particulares que empiezan á desmontar la yungla, estableciendo explotaciones agrícolas. Nos detenemos en la llamada bahía del Diamante. El Franconia, por su calado, no puede ir más allá. Sólo los vapores de 6.000 ú 8.000 toneladas siguen remontando el río, en horas de gran marea, hasta llegar á los muelles de Calcuta.[Pg 323]
Quedamos anclados en esta bahía fluvial de aguas rojas, que únicamente á la salida ó la puesta del sol toman un esplendor blanco y luminoso capaz de recordar el del diamante. Es aquí donde el Franconia va á sufrir una de las mayores transformaciones de su viaje. Permanecerá varios días como si fuese un barco abandonado, guardando solamente la tripulación necesaria para su limpieza. Todos los viajeros se trasladan á Calcuta y con ellos gran parte de la dotación del buque, que ha podido conseguir la licencia necesaria.
Dos grandes vapores fluviales con triple cubierta, elegante restorán y numerosa servidumbre van á llevarnos hasta la metrópoli de las Indias, navegando seis horas por el río. Unos viajeros quedarán en Calcuta tres días, volviendo inmediatamente al buque. Otros piensan seguir adelante hasta Benarés, regresando al Franconia á tiempo para ir á Ceilán y de esta isla á Bombay, dando la vuelta á toda la península indostánica. Algunos renuncian á ver Ceilán y continúan su viaje á través de toda la India, no volviendo á encontrar el Franconia hasta el puerto de Bombay.
Yo voy á Benarés, y volveré al buque para ir luego á Ceilán y Bombay. Desde este último puerto subiré á Delhi, Agra y otras ciudades célebres de la Rajputana. De tal modo conoceré lo más interesante que puedan ver los que hacen la travesía directa de Calcuta á Bombay, y no me privaré, como ellos, de visitar Ceilán.
Al echar sus anclas el Franconia en esta bahía, donde no hay otro buque, toda la yungla parece estremecerse y levantar la cabeza, interesada por su presencia. Vienen de tierra nubes de mariposas blancas y rojizas, introduciéndose por los ventanos de los camarotes. Se alzan sobre la selva nuevos triángulos negros de aves. Los pájaros de presa empiezan su ronda aleteante en torno al[Pg 324] buque, espiando la caída de basuras y desperdicios para desplomarse sobre estos islotes de nutrición.
Mientras estamos en Calcuta y Benarés, los oficiales del campamento visitan el Franconia y se llevan á sus viviendas á los marinos que permanecieron en el vapor para que conozcan un poco la vida en la yungla. A mi regreso me cuenta un joven piloto sus excursiones por una pequeña parte de esta selva baja, interminable y poco explorada, que refresca el Ganges antes de perderse en el mar. Ha visto serpientes boas de grandes dimensiones y torpe arrastre. Un tigre trae alarmados hace meses á los pobladores de la bahía del Diamante. Mata todas las noches animales en los nuevos establecimientos agrícolas, y nunca lo pueden descubrir. Todavía hay en la yungla gentes que llevan una vida salvaje. Dos mujeres huyeron á todo correr viendo al marino y á varios artilleros. La presencia de los blancos las infunde pavor.
A las dos de la tarde abandonamos el Franconia. Cuando los dos vapores fluviales se despegan de su casco, ocurre algo extraordinario que demuestra el instinto de los habitantes alados de la yungla. Mientras hemos permanecido en el paquebote, las bandas de cuervos, milanos y gaviotas se limitaron á volar á gran altura sobre sus cubiertas. Apenas nos alejamos, los muros de verdura que rodean la vasta copa de la bahía empiezan á vomitar nubes de estos pájaros sobre el buque, desparramándose en él como si estuviese desierto.
No osan descender á las cubiertas bajas, por estar en ellas los hombres de guardia. Forman filas agarrados al cordaje de los mástiles, se alinean lo mismo que los pingüinos en las barandillas, se sostienen aleteantes, como animales de cimera heráldica, sobre los bordes de la chimenea. Hasta ocupan el nido del vigía en el mástil de proa, y los que no encuentran espacio donde posar[Pg 325] sus patas, forman un anillo revoloteante que abarca el buque entero. A los pocos minutos tiene éste engruesados todos sus contornos por una línea de vida animal negra y palpitante.
Se inicia nuestra navegación aguas arriba, cruzándonos á cada minuto con una muestra curiosa de la marina de cabotaje indostánica. Hombres esbeltos y cobrizos reman de pie sobre las cubiertas de unos barcos relativamente grandes, con vela rectangular y popa alterosa, llevando en ella una enorme pala que sirve de timón. Lo mismo debieron ser las naves que surcaban estas aguas hace dos mil años. En otras de arquitectura semejante, los remeros ocupan una plataforma yuxtapuesta á la proa, mucho más baja que el alcázar posterior. Estos bogadores, que manejan unos remos larguísimos, retroceden varios pasos al dar su palada, y luego avanzan hacia la popa otro tanto para clavar su remo y repetir la operación. Algunos barcos más veloces por la estrechez de su casco tienen una cámara baja, una vela cuadrada con pequeños rectángulos negros y blancos, y cuatro bogadores que se agitan incansables, como duendes, moviendo en la proa sus remos de paleta.
Pasan barcos cargados de tinajas, estivadas verticalmente, con los vientres juntos. De lejos parecen enormes huevos rojos cuidadosamente colocados en un cesto flotante. Otros llevan láminas de mármol puestas de canto en la cubierta, como las hojas de un libro. Los más transportan pirámides de sacos apilados en torno á sus mástiles. Y todos estos buques de forma primitiva cabecean violentamente con el oleaje que levantan las ruedas de nuestros dos vapores.
Al atardecer, el río de aguas bermejas va tomando un color de perla. Según avanzamos ofrecen sus orillas un aspecto de actividad civilizada, intensa y pro[Pg 326]ductora. Vemos fábricas grandes como pueblos; construcciones bajas que ocupan vastísimos espacios. Surgen sobre sus techumbres chimeneas esbeltas de ladrillo y extienden además sobre las aguas numerosos tentáculos de muelles y vías férreas. En algunas de estas fábricas, aparte de los talleres y el chocerío, ocupado por los jornaleros indígenas, hay edificios elegantes rodeados de jardines. Grandes piraguas pasan de una orilla á otra las muchedumbres multicolores que han acabado su trabajo.
Se van multiplicando las chimeneas. Ya no se elevan, como al principio, en una sola de las orillas. Surgen igualmente de la ribera opuesta y del fondo del horizonte, siempre cerrado por la lengua de tierra de una revuelta inmediata.
Adivinamos la proximidad de Calcuta. La bruma que exhala el río á estas horas se une al humo de las fábricas, envolviendo el ocaso en una opacidad impropia de este clima. Parece que nos acerquemos á Londres, pero un Londres de nieblas doradas y multitudes colorinescas.
Desfilan por las dos orillas miles de hombres y mujeres, rosarios interminables de cuentas blancas, rojas, violetas, amarillas, azafranadas y verdes. Todos marchan en fila, poniendo cada uno su pie sobre la huella del que le precede. Es una particularidad que noto desde mi entrada en la India y he seguido viendo en todas mis excursiones á través del país. Rara vez marchan juntos dos indostánicos por un camino. Hasta la familia avanza longitudinalmente, por amplia que sea la vía: el padre delante, la madre detrás con fardos en la cabeza, y á continuación la prole, casi siempre por orden de estatura. Es la «fila india», de que se ha hablado tantas veces. También en la salida de las fábricas se nota esta[Pg 327] tendencia á la marcha separada y silenciosa. La muchedumbre se desgrana en la misma puerta, se esparce como los hilillos de un líquido derramado, alejándose en luengas y multicolores filas.
Todas estas fábricas son para preparar y tejer el yute, la gran producción de la provincia de Bengala. Casi todos los sacos que usa la agricultura de Europa y América proceden de estos centros industriales, cada vez más enormes, que llenan las orillas del Ganges. Aquí se utilizan las fibras de la citada planta, creándose piezas de ruda tela, que luego corta y cose en forma de sacos el país importador. La riqueza de Calcuta, su importancia comercial, el movimiento de su puerto, dependen de esta exportación que abarca el mundo entero.
En días sucesivos, hablando con varios cónsules residentes en Calcuta, me doy cuenta de que las funciones de los más de ellos tienen por única base la producción del yute. Todos los sacos que sirven de envase al trigo y el maíz de la Argentina ó al azúcar de Cuba fueron tejidos en las fábricas de Bengala.
Esta industria no deja de ofrecer cierta exterioridad pintoresca á causa de las masas indígenas que trabajan en sus talleres; mas esto no impide que el viajero sienta la amargura de la decepción al ver el maquinismo inglés establecido en uno de los brazos del Ganges, vaciando sobre su corriente las cenizas y carbonillas de sus máquinas de vapor, mezclando el humo de la hulla con las brumas vesperales del río sagrado. Pero la India antigua, inmutable y misteriosa resurge siempre, rompiendo la envoltura moderna en que la encierran sus nuevos amos.
Vemos á trechos, flotando sobre el río, luengas guirnaldas de flores. El indostánico necesita hacer todos los días un presente florido al padre Ganges.[Pg 328]
En el restorán de nuestro vapor hay una especie de maître d’hôtel vestido á la inglesa y con zapatos de charol, la mayor distinción á que puede aspirar un mestizo. Dirige con aire de superioridad, como si fuese un europeo, á los otros servidores, que van descalzos, con levita blanca, faja roja y un abultado turbante de este último color.
Poco antes del anochecer, este indio con smoking, que se agita dando órdenes á la servidumbre para que recoja la vajilla del té, mira á un lado y á otro para convencerse de que todos los viajeros se han ido del comedor á las cubiertas superiores, toma varios manojos de rosas que adornan las mesas, y dirigiéndose á un ventano las va arrojando con lenta solemnidad sobre las aguas nacaradas por la luz del ocaso.
Veo que las dos orillas tienen una faja ondeante de flores rojas y doradas. El manso oleaje arranca estas masas de pétalos, las balancea unos segundos y vuelve á pegarlas á las riberas.
De tarde en tarde, la corriente, teñida de rosa pálido por la agonía del sol, se corta de abajo á arriba, dejando ver el avance de un lomo dentado como una sierra: un caparazón de bestia antediluviana.
Es el caimán, venerable y respetado habitante de este río, al que echan sus devotos flores y cadáveres.[Pg 329]
Caras europeas y vestiduras exóticas.—Los «ghats» del Ganges.—Las estadísticas médicas de la India.—Un cortejo fúnebre.—La última oración.—Los fugitivos de la muerte convertidos en animales.—Las hogueras de la mañana.—El horrible enano del Quemadero y sus clasificaciones.—Cremación de una madre que parece una niña.—Las purificaciones preliminares.—Cadáver de pobre esperando que alguien pague su leña.
Calcuta es la segunda capital del Imperio británico. Birmingham, ciudad de Inglaterra que figura por su población después de Londres, resulta muy inferior á Calcuta, pues ésta tiene un millón trescientos mil habitantes. El setenta por ciento de ellos son de religión brahmanista y un veinticinco por ciento mahometanos indostánicos.
Hasta 1911 Calcuta fué la capital de la India, pero como las conquistas y anexiones de los ingleses han ido extendiendo su imperio hacia el Norte, hubo que trasladar en dicha fecha el centro del gobierno á la ciudad de Delhi. Estos cambios no resultan extraordinarios en la vida política de la India. Durante dos mil años de historia conocida, un movimiento de exacta repetición ha desplazado cada cinco siglos la capitalidad de la India, pasándola de unas ciudades á otras, y devolviéndola más de una vez á alguna que la tuvo en otro tiem[Pg 330]po. Delhi fué capital del poderoso Gran Mogol y ha vuelto á serlo ahora del virrey enviado por el gobierno de Londres.
Actualmente sólo figura Calcuta como capital de la Presidencia de Bengala, pero conserva los palacios y museos con que la embellecieron los anteriores virreyes. Sus calles están á todas horas del día tan llenas de gentío, que el viajero la supone una población todavía mayor que la mencionada.
Ofrece esta muchedumbre para el europeo una novedad extraordinaria, después de haber viajado por el Extremo Oriente. En el Japón, en China, en las islas de Malasia, no causan extrañeza las vestimentas originales y multicolores, por ser las personas que las usan de razas distintas á la nuestra. Sus rostros amarillos ó cobrizos, sus ojos oblicuos apenas abiertos, parecen armonizarse con sus trajes extraordinarios. Pero el indostánico es de nuestra raza. Pertenecemos á distintas subdivisiones étnicas que tienen un tronco común. Numerosos habitantes de la India son casi negros, otros de color cobrizo, los hay rigurosamente blancos, más blancos que muchos europeos, pero todos son nuestros parientes por los rasgos fisonómicos y jamás han conocido la tentación de usar zapatos, llevando una simple tela arrollada á su cuerpo y mostrándose, apenas lo permite la temperatura, en una desnudez casi completa.
Con frecuencia se encuentran indostánicos que ofrecen una rara semejanza con personas que conocimos en Europa y América. Y este parecido resulta cómico al contemplar cómo el respetable señor que tratamos bajo otros cielos, se pasea ahora por una calle de la India ligero de ropa y descalzo. He visto en Calcuta jóvenes bracmanes, de tez blanca, gruesos, lustrosos, el pelo retinto y brillante partido por una raya en el lado izquier[Pg 331]do y las dos crenchas alisadas con aceite de jazmín. Todos ellos, á pesar de llevar los pies descalzos y una especie de toga alba pasada bajo el brazo derecho y descansando su extremo en el hombro opuesto, tienen un gran parecido con ciertos sacerdotes romanos que usan garbosamente hábitos de rica seda.
El primer día de mi permanencia en Calcuta procuro satisfacer, sin pérdida de tiempo, una curiosidad algo malsana que me agita desde que empezamos á navegar sobre las aguas del Ganges. Dejo para los días siguientes mi visita á los monumentos y jardines, el estudio de las muchedumbres que circulan por sus avenidas y se aglomeran en sus bazares. Quiero ver cuanto antes lo que llaman los indostánicos el campo de Nimtola y los ingleses el «Burning Ghat».
Esta palabra ghat debo usarla frecuentemente al hablar de la India. Un ghat es una escalinata, un graderío, muchas veces una rampa de piedra con rebordes salientes á cierta distancia, para afirmar mejor el pie descalzo, y que desciende por la ribera del Ganges hasta cierta profundidad de sus aguas. De este modo las multitudes devotas puedan permanecer sumergidas hasta los hombros, mientras hacen inmóviles sus oraciones.
Los ghat de Benarés son famosos. La santa ciudad, situada toda ella á la derecha del río sagrado, tiene una sucesión de rampas y escalinatas, sobre las cuales se agrupan en días de fiesta más de cien mil peregrinos. Pero olvidemos estos ghat de Benarés, de los que hablaré en lugar oportuno, para circunscribirnos al «Burning Ghat» de Calcuta, ó sea al «Ghat del Quemadero».
El Municipio de Calcuta ha construído en el lugar llamado Nimtola un edificio donde son quemados los muertos, con arreglo á la religión indostánica. Este campo de Nimtola está más arriba del Howrah Bridge,[Pg 332] único puente de Calcuta que atraviesa el río Hooghly, y aparece siempre como obstruído por la enorme aglomeración de vehículos y viandantes. Junto al Quemadero pasa la ancha y populosa avenida que costea el río, siempre llena de tranvías, camiones automóviles y carretas tiradas por bueyes. Por ella se desliza la mayor parte de la actividad del puerto y de la estación del ferrocarril que va al Norte de la India. Hace años se hallaba lejos de Calcuta; pero ésta se ha estirado rápidamente á lo largo del río, envolviendo á Nimtola en los tentáculos de su crecimiento.
Los quemaderos célebres de la India están en las orillas del Ganges. Los príncipes y los ricos se hacen llevar moribundos á Benarés para que los incineren en la orilla del río sagrado, pues éste parece concentrar su importancia divina al lamer con ondulaciones cargadas de flores y podredumbres las murallas de dicha ciudad. En las poblaciones lejanas del Ganges el ghat de las quemas se construye al lado de un río, de un lago o un pequeño estanque. Lo que importa para la ceremonia es que el cadáver pueda recibir una inmersión antes de que lo consuma el fuego. El río de Calcuta es un brazo del Ganges, y los nacidos en la capital de Bengala consideran esto como un regalo precioso que los dioses han hecho á su ciudad.
El campo estrecho de Nimtola se prolonga entre el declive del río y la avenida Strand Road North, por donde pasa, como ya dije, toda la ruidosa circulación del comercio fluvial. Unos muros con arcadas separan la calle del Quemadero. Cerca de la puerta hay un pequeño santuario dedicado á Siva, el más terrible, y tal vez por esto el más admirado, de los personajes de la trinidad Indostánica. Junto al templo existe una oficina, donde varios funcionarios mestizos inscriben en libros las en[Pg 333]fermedades que dieron término á la existencia de los que van á ser quemados.
Uno de estos funcionarios, joven indostánico de educación europea, sonríe al hablarme de la utilidad de sus funciones. La inmensa mayoría de las familias que acompañan á sus muertos ignoran qué enfermedad fué la que acabó con ellos. En los barrios indígenas de Calcuta temen á los médicos y prescinden de ellos. No hay quien pueda contestar á los empleados del registro; sólo saben que el muerto ha muerto, y dejan que el representante de la ley ponga en su libro la enfermedad que le parezca preferible para el caso. Luego, con arreglo á tales registros, se forman estadísticas que sirven para estudio y guía de los sabios de Europa y América.
Nos aproximamos á Nimtola por las estrechas callejuelas de los barrios inmediatos, procurando evitar la ancha avenida paralela al río, demasiado abundante en vehículos, de un suelo desigual, donde las ruedas se enganchan en los rieles salientes y cuyos charcos negros salpican con pestífera hediondez.
Nuestro automóvil tiene que hacer alto, pegándose á uno de los muros, para dejar paso á una muchedumbre que avanza á nuestra espalda y se anuncia con cierta salmodia monótona. Se desliza, rozando nuestro vehículo, una doble fila de indostánicos, todos con vestiduras blancas. Cuatro de éstos llevan en hombros unas angarillas hechas con ramas de árboles y forradas de gasa color de rosa. Encima de este lecho portátil vemos manojos de flores amarillas y rojas y varias plantas verdes. Debajo del sudario vegetal va un pequeño cadáver: el flaco cuerpo de una niña que no debe tener más de doce años. Los que lo llevan en hombros, así como los que le preceden y le siguen, son todos de tipo europeo—únicamente su tez tiene un color trigueño algo su[Pg 334]bido—, y su aspecto físico de occidentales contrasta con el manto de gasa ó de lino arrollado á su cuerpo por toda vestimenta.
En este cortejo fúnebre lo primero que llama la atención es la velocidad con que marcha. Parece que un enemigo invisible venga persiguiendo y acosando á todos estos hombres. Caminan como una tropa fugitiva. La gente abre paso para no ser atropellada, pegándose á los muros. Los vehículos se apartan también, avisados por su canto melancólico y tenaz. Todos los hombres repiten las mismas palabras, con un tonillo semejante al de los muchachos cuando deletrean sus lecciones en las escuelas de los pueblos: «Bolo hari. Hari bolo.»
Hari, en sánscrito, es Dios, y lo que dicen con su monótona cantilena los acompañantes del entierro es «¡Por Dios! ¡por Dios!»
Algo más allá pasa junto á nosotros un segundo cortejo fúnebre. Al salir á la gran avenida, frente á las puertas de Nimtola, vemos muchos otros que van llegando por todos lados y tienen que detenerse en este lugar convergente, para ir pasando adelante por riguroso turno.
Los hay de séquito numeroso, como el de la niña cubierta de flores y plantas. Otros son tristes, sin adorno alguno, y detrás de los dos portadores de la camilla fúnebre sólo marchan unas pobres mujeres envueltas en mantos blancos, que las cubren de la frente á los pies, mostrando cada una de ellas un brazo y una pierna, delgados, rojizos, con numerosos anillos de metal blanco.
El joven empleado me explica la preparación de estos cadáveres antes de llegar al Quemadero. Algunos fueron ungidos por sus familias con manteca sagrada; los más pobres no han recibido este embadurnamiento final. Todos ellos, al salir por última vez de su vivienda,[Pg 335] oyen la suprema oración, dicha en sánscrito por el jefe de la familia, por un bracmán o un amigo. (El sánscrito es lengua muerta y sagrada para los indostánicos modernos; lo que el latín para nosotros.)
«¡Oh tú espíritu que te fuiste!... Vamos á quemar todas las partes de tu cuerpo terrenal, que, por estar repleto de pasiones y de ignorancia, unió á sus actos píos muchos otros que fueron impíos. Quiera el Supremo Señor perdonar todas las acciones pecaminosas que cometiste á sabiendas ó inconscientemente, dejándote ascender á las alturas celestiales.»
En una ciudad populosa como Calcuta sólo se permite llevar á orillas del río á los enfermos cuando han muerto; pero en las poblaciones del interior, muchas familias, si creen que uno de los suyos está en la agonía, lo conducen preventivamente al borde del Ganges, con lo cual se evitan las molestias y gastos de un cortejo fúnebre. Además, procuran aumentar la purificación del moribundo tapándole la boca y los oídos con limo del río sagrado, y luego lo abandonan para venir á quemarlo el día siguiente.
Ocurre algunas veces que estos agonizantes, no examinados por un médico, sólo sufren accidentes pasajeros, y al recobrar sus sentidos sienten el imperativo de la conservación, que les impulsa á seguir viviendo, y se escapan para que sus parientes no los asfixien llenándoles de nuevo los orificios respiratorios con el barro gangético. Estos fugitivos caen en la más extraordinaria y terrible de las existencias, pues viven sin vivir. Su familia los da por muertos y reniega de ellos, considerándolos como unos impíos que contravinieron las leyes divinas. Si los ven no los reconocen. Nadie se les aproxima, temiendo su contagio. El paria, á pesar de su miseria, resulta superior á él. Las gentes de castas elevadas evitan al paria, pero saben que existe. Este hom[Pg 336]bre que huyó de la muerte vive como una sombra, y aunque grite nadie le oye. Prolonga su vida en los lugares desiertos, alimentándose con inmundicias que disputa á los perros y los chacales. Acaba por ir completamente desnudo, cubierto de pelo, como una fiera. Las bestias aúllan á su paso, enfurecidas por su presencia, los niños huyen, las mujeres se cubren el rostro, hasta que al fin muere en completo aislamiento, y su espíritu, según los buenos creyentes, da un salto atrás, volviendo á encarnarse en los animales más viles é inferiores.
Entro en el patio abierto de Nimtola donde son quemados los cadáveres, y durante un par de horas creo vivir en el seno de una pesadilla fuliginosa. Me avergüenzo en los días siguientes al pensar que encontré interesante este espectáculo y me resistí á abandonarlo, á pesar del ambiente caliginoso y los hedores de la materia quemada. Siempre ocurre lo mismo con las sensaciones violentas que recibimos; nos parecen más terribles las cosas recordadas á distancia que en el momento de verlas directamente.
Se extiende el río á mi izquierda. Pasan por su centro rosarios de barcazas de las que tiran remolcadores. De tarde en tarde corta sus aguas un vapor blanco, un tranvía fluvial que conduce las gentes á la gran estación de ferrocarril del Norte de la India. El puente de Howrah corta en apariencia el curso de este gran camino acuático. En la orilla de Nimtola veo numerosos búfalos de piel negruzca, que sólo elevan sobre la corriente el dorso de su lomo y su cabeza chata y cornuda. Junto al ghat que se hunde en el río hay centenares de indostánicos con el agua hasta el talle ó los pechos, inmóviles y en oración.
La llanura triangular del Quemadero tiene, cuando entro en ella, varios hoyos largos y estrechos, cubiertos[Pg 337] de tizones que humean ligeramente. Son restos de las hogueras mortuorias que empezaron á arder en las primeras horas de la mañana. En el fondo de una de estas hogueras agonizantes adivino el contorno de un esqueleto. Veo como una bola de cenizas y en mitad de ella dos estrellas rojas. La esfera cenicienta es un cráneo quemado que aún conserva su forma. Las dos manchas ígneas, un doble reflejo de la combustión del cerebro, que sigue ardiendo dentro de su cápsula caliza... Un capricho del fuego ha respetado la forma del cadáver, consumiendo su solidez interior.
Bastan unos cuantos golpes de bastón para que todo se desparrame en cenizas, y así lo hace un enano de aspecto inquietante que parece el dueño de este lugar. Recuerdo á Quasimodo y á otros personajes extraordinarios inventados por la literatura romántica, habitantes de bóvedas de catedrales, de cementerios y ruinas frecuentadas por fantasmas.
Es un hombrecillo de cabeza enorme por las mechas de pelo lacio y sucio que la cubren. Lleva el busto desnudo, surcado de cicatrices, lo mismo que el rostro. Como es guardián de este lugar, nos imaginamos que las tales cicatrices deben ser huellas de quemaduras. Un harapo anudado al talle constituye toda su vestimenta. Su orgullo debe ser un collar hecho de conchas que le cae sobre el pecho.
Este enano de ojos diabólicos y rictus feroz va de un lado á otro con aire importante, hablando á las familias de los difuntos, señalando los lugares donde pueden levantarse las nuevas piras. Con una habilidad profesional y sin más herramienta que una horquilla corta, borra en pocos instantes los restos de las cremaciones anteriores. Echa al río los residuos de la leña consumida y las cenizas del esqueleto que deshizo á palos minutos[Pg 338] antes. Los devotos metidos en el agua no se apartan al ver caer entre ellos estas migajas fúnebres. Continúan sus pías gesticulaciones, cruzan las manos sobre el pecho, las elevan, beben sorbos del líquido sagrado. Unos lo tragan; otros hacen buches con él y vuelven á arrojarlo.
Según me explica el joven empleado, estas cremaciones de la mañana han sido de muertos cuyas familias pudieron pagar leña abundante. El costo de una pira modesta es de seis á ocho rupias, lo necesario nada más para que el cuerpo quede totalmente consumido. Los pobres, cuyas familias economizan la madera, sólo son quemados á medias. Doblan su cadáver para que ocupe menos sitio dentro de la pira, lo rompen por la cintura, pegando las piernas á la mitad superior, y aun así, se consume la leña muchas veces antes de que el cuerpo esté totalmente carbonizado... Pero el gnomo terrible, guardián de este lugar, no puede perder tiempo, necesita espacio para los otros cadáveres que van llegando, y cuando ve que una hoguera agonizante no puede dar más fuego, echa al río el montón de cenizas. Y las entrañas solamente chamuscadas, así como los huesos á medio carbonizar, caen en el santo Ganges junto á los devotos que continúan sus oraciones y sus tragos rituales.
Este enano indostánico, que se muestra humilde é hipócrita con los que él considera de casta superior, habla á nuestro acompañante al mismo tiempo que nos sonríe manteniéndose á cierta distancia, pues sabe que no debe tocar á los seres elevados ni con el aliento. El joven funcionario nos explica sus chistes crueles. Clasifica á los muertos como si fuesen viandas de cocina: en asados, á medio asar y crudos. Él solo respeta á los bien asados, ó sea á los ricos, que consumen mucha leña. Como la ma[Pg 339]yoría de sus correligionarios, este hombrecillo considera uno de los espectáculos más interesantes que pueden presenciarse en esta vida la cremación de un cadáver de rajá. Cuando muere alguno de éstos en la ciudad de Benarés, llegan muchedumbres de largas distancias para deleitarse con el perfume de la pira de sándalo y otras maderas preciosas, que va consumiendo lentamente el cuerpo del príncipe, mientras satura la atmósfera de bálsamos celestiales.
En realidad, este Quemadero de Calcuta no difunde hedores nauseabundos. Hay en el ambiente un fuerte olor de madera quemada y sólo un lejano tufillo de carne recién salida del asador. Tal vez sea esto por la delgadez inaudita de los cadáveres indostánicos. Son esqueletos con forro de piel. Causa asombro que el cuerpo humano pueda llegar á tal consunción.
La pequeñez de los cadáveres nos reserva una sorpresa. La primera cremación va á ser la de la niña cuyo entierro encontramos en una calleja inmediata. El gnomo, ayudado por unos cuantos hombres de dicho séquito, empieza á preparar la pira. Colocan, como si fuesen los cimientos de un edificio, cuatro troncos gruesos que forman un rectángulo. En el interior depositan simétricamente otros leños más delgados, y así forman la base de la futura hoguera.
Se oye un graznido continuo de las bandas de cuervos alineados encima de las arcadas ó que revolotean atrevidamente sobre nuestras cabezas. En toda Asia abunda el cuervo, como he dicho repetidas veces, pero en Calcuta resulta un personaje familiar y hay que convivir con él. Son las once de la mañana y la luz del sol desciende casi verticalmente de un cielo limpio de nubes. Al calor de su refracción se une el de algunas hogueras que todavía arden en un extremo de la fúnebre[Pg 340] explanada. Este fuego se hace sentir y no se deja ver. El resplandor solar borra las llamas. De sus lenguas rojas no se ve más que el hilillo humoso del vértice.
Cada cortejo ha dejado en el suelo las angarillas de sus muertos, sentándose en torno á ellas para esperar. Con el encogimiento y la timidez de un rezagado pobre entra un último entierro. Dos portadores, un anciano y un niño, sostienen una camilla hecha con ramas y sobre ella va tendido un cadáver cubierto por un andrajo de hedionda suciedad, que parece oler á cólera, á peste bubónica, á todas las enfermedades contagiosas de la multitud indostánica. Tres mujeres marchan detrás del muerto, envueltas en velos blancos, con los brazos y las piernas llenos de ajorcas pesadas y de vil metal.
Recibe el enano con hostilidad á esta comitiva miserable. Es un «crudo» el que llega. Discute con los portadores y les obliga á que esperen con su muerto lejos de los otros cortejos. El viejo y el niño acaban por abandonar su camilla y desaparecen. Las mujeres, sentadas en el suelo, velan el cadáver. Por el borde del repugnante sudario asoma un pie flaquísimo, y esta especie de garra inferior guarda aún en su tobillo el envoltorio de un trapo, último vestigio de enfermedad y agonía.
Las tres mujeres, que llevan un adorno de metal en sus narices, tienen fijas las miradas sobre el relieve del cadáver invisible. Toda su emoción se denuncia en el agrandamiento de sus ojos. Nadie llora en este lugar. No veo una sola lágrima. El indostánico ignora que el dolor debe expresarse con un derramamiento de humores oculares.
Me voy fijando en una particularidad de los diversos cadáveres que esperan su turno para la cremación. Se adivina su sexo por la envoltura exterior. Las mujeres tienen depositado un manojo de flores en la oquedad[Pg 341] que se marca entre su vientre y el arranque de sus piernas. A los cadáveres masculinos les han colocado una piedra en el mismo sitio.
Empieza la ceremonia de la purificación para la niña delgadísima, cuya familia debe ser bien acomodada á juzgar por su acompañamiento. Y aquí experimentamos la sorpresa de que hablé antes. Esta muchachita resulta una hembra de más de treinta años; una madre de familia. Y sin embargo, aun después de conocer su verdadera edad, ¡nos parece una cosa tan insignificante bajo su envoltura de gasas y de flores!... ¡Abulta tan poco su pobre cuerpo!...
El marido, cuya cabeza empieza á grisear, está procediendo á su purificación. Nos lo muestran de lejos, mientras un barbero le afeita en la bajada del ghat. Los dos se hallan en cuclillas, frente á frente. Los barberos indostánicos trabajan así. Agarran al parroquiano por una oreja ó le pellizcan una mejilla, mientras con la otra mano rasuran su cara y su cráneo.
Este hombre de gesto grave y ojos dilatados y fijos que no saben llorar paga al barbero su trabajo con unas moneditas de níquel é inmediatamente se desnuda, quedando sólo con un cinturón que le pasa entre las piernas. Debe purificarse en el río antes de prender fuego á la pira de su esposa. Va descendiendo por el ghat hasta quedar con el agua por encima de los pechos. Ora, sumerge su cabeza, bebe, hace los buches rituales, y vuelve á subir para vestirse una túnica blanca, completamente nueva, que dejó en mitad de la escalinata.
Al lado de las angarillas de color rosa está sentado en el suelo un muchacho como de doce años. Es el hijo de la difunta. Tiene una expresión de perrito triste que sigue el entierro de su amo. Pero está mudo; no puede aullar como el otro. Mira con fijeza, sin una lágrima en[Pg 342] las papilas, el cuerpecito de flaca adolescente que marca sus gráciles contornos bajo el sudario color de rosa.
Una señora que está á mi lado rompe á llorar viendo este dolor silencioso.
—¡Pobrecito!... ¡Pobrecito mío!
Él vuelve su cabeza, adivinando la compasión, la dolorosa ternura de estas palabras que no puede comprender. Vemos su tez de canela aterciopelada, sus ojos negros de antílope agrandados por el dolor. Nos mira un momento sin expresión alguna. Luego, su vista se desliza, volviendo otra vez á posarse en el cuerpecito de su madre.
No puede continuar dicha contemplación. Los amigos de la familia han levantado las angarillas y llevan el cadáver hacia el Ganges, por el graderío del ghat. Cuando á los portadores les llega el agua á la cintura sumergen la camilla fúnebre. Se lleva la corriente de golpe las coronas de flores, los manojos de verdura que adornaban el lecho de la muerta. La gasa se destiñe, formando sobre el agua una gran mancha purpúrea, como si fuese de sangre.
Esta inmersión hace que se marquen instantáneamente todos los contornos del cadáver, lo mismo que si estuviese desnudo. Las gasas desteñidas tienen ahora un color de carne y parecen no existir, adheridas al cuerpo femenino. Pero este cuerpo ¡es tan poquita cosa!... Parece imposible que haya podido salir de su interior el adolescente que continúa sentado en el suelo, mirando con fijeza hipnótica el lugar donde poco antes estaba la muerta.
Chorreando agua vuelve el cadáver á subir el ghat, mientras sus conductores reanudan el cántico monótono de una hora antes: «Bolo hari. Hari bolo.» Lo colocan sobre la base de la pira. Luego el enano y sus ayudan[Pg 343]tes van amontonando sobre la difunta nuevos leños, hasta que al fin completan la pira en forma de edificio, rematándola con una especie de techo de doble pendiente.
Pasa por el río uno de los vapores blancos. En sus cubiertas van numerosas señoras rubias con trajes de fina batista y gentlemen de aspecto elegante. Deben vivir en bengalows de las afueras, con hermoso jardín, y vienen á Calcuta para hacer sus compras ó para tomar el tren en la estación inmediata de Howrah. Nadie mira hacia el Quemadero. El esbelto barco levanta una sucesión de ondulaciones que mecen las guirnaldas floridas arrancadas al cadáver y la mancha roja de sus velos desteñidos. Estas ondulaciones chocan con el pecho inmóvil de los devotos que se bañan en el Ganges; pasan en delgadas láminas sobre el lomo de los búfalos hundidos en la ribera fangosa.
Contemplamos con angustia los preparativos para la cremación de esta pobre indostánica, empequeñecida por el dolor y la muerte. No la conocimos cuando vivía; nunca sabremos su nombre; pero el azar nos ha unido á ella con un recuerdo sentimental que durará lo que dure nuestra existencia.
El esposo, entorpecido por el dolor, no sabe cómo debe cumplir sus funciones rituales. Tal vez no asistió nunca á un entierro en el que tuviese que figurar como el primero de los acompañantes. A él le corresponde prender fuego á la pira, dando vueltas en torno de ella para que el fuego surja de todos lados al mismo tiempo. El horrible gnomo ha puesto una antorcha en sus manos y le indica lo que debe hacer, con la suficiencia de un sacristán que asiste á un entierro de primera clase en las iglesias de Europa.
Se adivina que el pobre marido no ve. Avanza su[Pg 344] antorcha y las más de las veces su llama se pierde en el aire... Pero sus ojos continúan secos. Al fin el montón de leña empieza á arder. Se escapa entre el llamear crepitante de la madera tierna una nube de pavesas de las ropas sutiles. A través de los troncos que se ennegrecen y se rajan vemos algo semejante á unas ramas blanquecinas, los miembros gráciles de la muerta que burbujean con el chirrido de la grasa. Arde el cadáver, y entre los desgarrones de la carne abierta y retorcida por el fuego comienzan á asomar las aristas rígidas de los huesos.
—¡Vámonos, vámonos!—dice alguien detrás de mí con voz desfalleciente.
Sí, debemos irnos... Y sin embargo, quedamos inmóviles, sin voluntad, con los pies fijos en el suelo, como el que contempla la lumbre de una chimenea en las noches invernales y á cada minuto se da á sí mismo la orden de abandonar el asiento sin conseguir verse obedecido. Sentimos á un tiempo la atracción de la llama, la terrible curiosidad de las emociones violentas, el horror de la muerte.
Suena un estallido en el interior de la pira. Es la ruptura del vientre agujereado por el fuego, el esparcimiento de las vísceras, la dilatación de los vapores humanos, algo horrible que va más allá de los leños ardientes y cae en el suelo. Pero el enano se mantiene cerca de las llamas, con una previsión de técnico, y recoge velozmente todo lo que el fuego expelió, volviendo á arrojarlo en la hoguera. Ha llegado la hora de irnos. ¿Para qué seguir contemplando la cremación de los otros?... ¡Adiós, madre calcutana, pequeña como una niña, que nunca conocimos y recordaremos siempre!
El gnomo, que sabe calcular el curso de las incineraciones, ha abandonado esta pira, juzgando inútil su presencia, y se ocupa en levantar otra, discutiendo[Pg 345] con los acompañantes del difunto sobre la clase y el precio de la leña.
En el patio exterior volvemos á encontrar las tres mujeres sentadas en el suelo en torno á la camilla de la que surge el pie enjuto con su vendaje de harapos.
Sus portadores, el viejo y el niño, aún no han vuelto. Buscan sin duda en su barrio, inútilmente, almas piadosas capaces de darles una limosna. No encuentran con qué pagar la leña que está esperando este infeliz indostánico, pobre en el curso de toda su obscura historia, pobre hasta más allá de la muerte.
La igualdad ante la nada final sólo existe físicamente. Los hombres se han encargado de suprimir esta igualdad consoladora, prolongando basta el interior del misterio de la muerte las desigualdades de nuestra jerarquía social. En este pueblo se muere según la leña que se puede comprar. En otros de Asia, según los objetos de cartón destinados á embellecer la vida ultraterrena. En nuestros países civilizados, según las ceremonias y pompas pagadas que se desarrollan ante las tumbas, con un carácter de supuesta espiritualidad.
Dejo caer cinco rupias sobre el sudario hediondo y contagioso que cubre á este cadáver.
Las tres mujeres levantan la cabeza y me miran con unos ojos secos, dilatados por el asombro. ¡Un blanco preocupándose de un pobre indostánico de casta inferior!... Mi acción inesperada, incomprensible, parece impresionarlas más que la vecindad de la muerte.
FIN DEL TOMO SEGUNDO
*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA VUELTA AL MUNDO DE UN NOVELISTA; VOL. 2/3 *** This file should be named 63816-h.htm or 63816-h.zip This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/6/3/8/1/63816/ Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from print editions not protected by U.S. copyright law means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. Project Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you charge for the eBooks, unless you receive specific permission. 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It exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from people in all walks of life. Volunteers and financial support to provide volunteers with the assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg-tm's goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will remain freely available for generations to come. In 2001, the Project Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit 501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by U.S. federal laws and your state's laws. The Foundation's principal office is in Fairbanks, Alaska, with the mailing address: PO Box 750175, Fairbanks, AK 99775, but its volunteers and employees are scattered throughout numerous locations. Its business office is located at 809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. 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